Read La tierra heredada 1 - Tiempo de cosecha Online
Authors: Andrew Butcher
Tags: #Ciencia ficción, Infantil y juvenil, Intriga
Richie tragó saliva. Eso explicaba que semejante nadería de operación emplease vehículos blindados y soldados. Las autoridades necesitaban conocer los motivos por los que los jóvenes no contraían la enfermedad. Puede que necesitasen unos cuantos cuerpos jóvenes para analizar, para investigar. Como conejillos de indias humanos. ¿Y qué mejores candidatos que aquellos a quienes nadie echaría de menos? No tenía forma de saber que Terry Niles ya había contraído la enfermedad, pero el resto estaban limpios.
Entonces Richie supo, con prístina claridad, que si los soldados los arrestaban sería el fin.
—¡Corred! —aulló—. No son polis. ¡Van a abrirnos en canal!
Cundió el pánico. Los jóvenes se dispersaron como un rebaño de animales que hubiese avistado a un depredador entre ellos. Los soldados abrieron fuego a discreción.
Pero en aquel momento crucial, su disciplina les falló. Estaban demasiado ansiosos por cosechar a los miembros de su propia especie, demasiado distraídos por los recuerdos de sus seres queridos padeciendo la enfermedad. Quería llevar a cabo la operación cuanto antes, así que avanzaron y rompieron la posición. Y la oscuridad se hizo tan grande como si se abriera una puerta entre ellos.
Richie miró fijamente aquella ruta de escape y echó a correr. La chica que vio los vehículos blindados perdió el conocimiento después de que la alcanzase una ráfaga de perdigones.
—¡Lee! ¡Lee! —Richie cogió de la manga a uno de sus colegas—. ¡Ven conmigo!
Y Lee le miró agradecido… Pobre cabrón. La estrategia de Pete de correr de aquí para allá se vio interrumpida cuando el impacto de los perdigones lo empujó contra un árbol. Russ chilló como una niña antes de ser arrestado (estaba visto que tendría que interrumpir su colecta puerta a puerta de forma indefinida). Los soldados los rodearon.
Pero Richie y Lee aún eran libres. El corazón de Richie latí con fuerza, y no solo por el cansancio. Los soldados se encontraban a sus espaldas, pues muchos de ellos se disponían ya a capturar a sus presas abatidas. Pero aún había un hombre cortándoles el paso. Levantó su arma con calma y apuntó. No podía fallar. Pero solo era un soldado para dos objetivos. Richie se sintió tan orgulloso de su previsión que quiso besarse.
Se cruzó en el camino de Lee y le propinó un empujón que lanzó a su amigo en dirección al soldado. Si el hombre hubiese tenido dudas con respecto a quién disparar, esas dudas se vieron despejadas, y tanto él como Lee lo sabían.
—¡Richie! —Se oyó un grito desgarrador, acusador, y nada más.
Pero bueno, ¿qué coño se pensaba Lee? La autoconservación era más importante que la lealtad. «Traición» no era más que una palabra. Nadie iba a abrir a Richie Coker en canal para ver cómo funcionaba por dentro.
Así que Richie atravesó el parque a toda prisa, oculto por el manto de tinieblas que lo cubría, hasta caer en la cuenta de que nadie lo perseguía. Asumió que los soldados ya habrían reunido suficientes conejillos de indias para sus fines y que ya no lo necesitaban. Pero no se detuvo. No frenó. No hasta que hubo regresado a la cima de Canter's Hill. Entonces se vino abajo, exhausto por el cansancio y los nervios. Se puso en cuclillas en el porche de una casa y, de haberlo visto alguien, hubiese reparado en que estaba en posición fetal. Pero nadie lo vio.
Richie no dejaba de pensar atolondradamente:
Y ahora, ¿adónde? ¿Adónde?
Los alaridos siguieron desgarrando la noche, pero por aquel entonces eran gritos aislados. Y los helicópteros estaban de vuelta, peinando las calles para ayudar a sus aliados sin rostro de a pie. Las sirenas resonaban en el cielo. Las llamas brotaban en el lejano y oscuro horizonte como una nueva especie de flor silvestre.
Y ahora, ¿adónde? ¿Adónde?
¿A casa? Su madre estaba muerta. ¿A la casa de Lee? Lee no estaría en ella. ¿A la de Wayne? ¿A la de Mick? ¿Quién podría ayudarle a sobrevivir? Por fin, Richie Coker se echó a llorar. Y para ser francos, no todas sus lágrimas fueron para él. Cerró los ojos, se caló la capucha hasta taparse la cara con ella y tembló.
¿Adónde?
Los hijos de la Naturaleza eran treinta y dos en total, incluido Roble. Aquella mañana se reunieron catorce para la ceremonia de bienvenida al amanecer. De ellos, solo nueve eran adultos. Tilo sabía lo que significaban aquellas cifras.
La enfermedad había infectado al asentamiento.
—¡Espera, Tilo! —la llamó Roble en cuanto se dio media vuelta y se alejó del claro—. ¿Adónde vas? No puedes irte… tenemos que agradecer este nuevo día.
—No creo que vaya a ser uno de esos días por los que se dan las gracias —contestó Tilo sin darse la vuelta—. Sabes perfectamente lo que está pasando, Roble. Voy a ver a mi madre.
Fresno pasó de mirar a su padre a mirar a su novia. Había tomado una decisión.
—Voy contigo, Tilo —dijo, yendo tras ella.
—Fresno, vuelve. Volved los dos. —La voz profética de Roble reverberó bajo los árboles, pero no supuso la menor diferencia. Varios niños pequeños que estaban con él en el claro se echaron a llorar—. Aquíno hay en fermedad. —Los adultos empezaron a marcharse—. ¡Aquí no hay enfermedad!
Tilo comprobó que Marjal seguía en la tienda. Al entrar a gatas bajo la lona, la chica tuvo la impresión de haber entrado en un baño caliente y fétido, pero no tenía elección: para hablar con su madre tenía que tumbarse prácticamente a su lado. La mujer estaba empapada de sudor y ardía de fiebre.
—Mamá, ¿puedes oírme? —Los párpados de Marjal se movían rápidamente y, en ocasiones, ponía los ojos completamente en blanco, como dos señales gemelas de rendición—. Soy yo, mamá, Tilo.
—Tilo. —Su voz era un susurro apenas audible—. ¿Qué hora es?
—No te preocupes por eso, mamá. —Tilo le retiró el pelo de los ojos. En su piel lucían débiles círculos rosas.
—Pero debemos… celebrar la llegada… del día que nos ha proporcionado la naturaleza.
—No te preocupes por eso.
—Tilo, me siento… diferente.
—No estás bien, mamá. Túmbate aquí y descansa, ¿vale? Intenta descansar.
—Tengo mucha sed.
—Te traeré agua. Y también traeré ayuda. Te lo prometo, mamá.
Tilo reflexionó: hacía unas horas estaba más que dispuesta a dejar a los Hijos de la Naturaleza, incluida Marjal, sin mirar atrás para empezaar una nueva vida, su propia vida, en otra parte. Pero ya no. No en aquel momento. ¿Cómo iba a hacerlo? Independientemente de en qué se hubiese convertido Deborah Darroway durante los últimos años y por mucho que le hubiese costado entenderlo a Tilo, seguía siendo su madre. Y al final, eso era lo único que importaba.
Fresno la estaba esperando fuera de la tienda.
—¿Es la enfermedad? —Tilo asintió—. Lo siento —dijo. Pero no se ofreció a abrazarla.
—Voy a traerle algo de beber a mi madre. Y después quiero tener unas palabras con tu padre. —La expresión de Tilo indicaba que estas no iban a ser exactamente de apoyo.
Roble no se había movido del claro. De hecho, parecía incapaz de moverse. Sus brazos colgaban a ambos lados del cuerpo y tenía los hombros caídos, con la cabeza inclinada hacia delante. Parecía un hombro roto. Tenía el aspecto, con su barba descuidada y su pelo enmarañado, dfe un anciano centenario.
—Roble —le dijo Tilo, seca—, tenemos que ir a Willowstock. Iremos Fresno, yo y el que quiera venir. Tenemos que traer ayuda.
—¿Ayuda? —Roble intentó sonreír a duras penas bajo su barba—. La naturaleza nos la proporcionará.
—Mamá tiene la enfermedad —comenzó Tilo— y puede que no hayan ido tienda por tienda a comprobarlo, pero es obvio que los demás también. La mitad de nosotros se ha contagiado durante la noche. Necesitamos atención médica en condiciones…, si no es demasiado tarde. —Aquel despiadado matiz iba dirigido ex profeso para el líder de los Hijos.
—Arco Iris y Cielo —dijo Roble— pueden curarnos con el toque sanador de los remedios naturales. No necesitamos pociones. No necesitamos pastillas.
—Arco Iris y Cielo no han venido a recibir al amanecer, ¿verdad que no? Eso significa que Arco Iris y Cielo están enfermos en sus tiendas. ¿Es que ni ahora lo entiendes, Roble? No podemos arreglárnoslas solos.
—Pierdes el tiempo, Tilo —intervino Fresno. Miró a su padre con desdén—. Déjalo.
—Sí —suspiró Tilo—. Mantenlos unidos, Roble. Que sean fuertes. Volveremos.
Estaba a punto de marcharse cuando Roble extendió la mano súbitamente para alcanzarle el brazo.
—Esto no es obra de la naturaleza —dijo—. Este terrible castigo que se cierne sobre nosotros no es obra de la naturaleza, Tilo. No te engañes pensando eso. La culpa es nuestra. Somos nosotros los que hemos traído esta plaga al bosque. Porque, pese a que nos hacemos llamar los Hijos de la Naturaleza, aún somos los hijos e hijas de la sociedad. Y aunque intentamos seguir el camino de la naturaleza siendo puros, la corrupción del materialismo aún habita en nuestras almas, condenándonos. Nuestras propias imperfecciones nos destruirán, Tilo. No somos dignos de sobrevivir.
—Ya. —Tilo se libró del agarre de Roble—. Lo que tú digas. Pues eso, que volveremos.
—¿A papá se le ha ido la pelota del todo, no? —comentó Fresno mientras se alejaban del campamento.
Tilo no respondió. Al despedirse vio un gran miedo en los ojos de Roble, pero no era miedo a la enfermedad. Era miedo a estar equivocado.
De algún modo, Travis se había quedado dormido. Se estiró para desentumecerse en el sofá y consultó el reloj. Eran casi las siete. El tío Phil no había aparecido en toda la noche.
¿Y ni no aparecía nunca?
Aquella siniestra posibilidad impulsó a Travis a ponerse de pie, obligándolo a pensar. ¿Qué le había pasado a la televisión, a la luz? Las había dejado encendidas para mantenerse despierto, pero ninguna de las dos funcionaba. Apenas le llevó unos segundos determinar el porqué: no había electricidad. La electricidad, la sangre de la civilización moderna había desaparecido. Travis dudó de que se tratase de un corte temporal. El suministro había sido interrumpido del todo por algo más permananente. Por la enfermedad.
Todo se estaba desmoronando.
Mamá.
Subió las escaleras de dos en dos. Se planteó el subirlas de tres en tres pero ¿y si se tropezaba y caía? Podría romperse el tobillo… o algo peor.
¿Y quién le curaría entonces los huesos rotos? No tenía sentido correr riesgos en aquel nuevo mundo recién nacido.
—Mamá. ¡Mamá! ¿Estás…?
Viva. Estaba viva. Apenas consciente. La noche anterior la ayudó a desvestirse (su madre también participó, a duras penas) y a acostarse. Por extraño que pudiese parecer, no sintió reparo alguno. En aquellas circunstancias, cuidar de su madre era una tarea que debía llevar a cabo lo mejor posible y con amor. La fiebre parecía haber remitido un poquito, lo cual era una buena señal, pensó, engañándose a sí mismo, pero Jane Naughton parecía distante, confundida. Sabía que había alguien más en la habitación, pero no parecía reconocer a su hijo.
—¿Keith? —dijo.
—No, mamá. —El pesar encogió el corazón del chico—. Soy Travis.
—Keith, ¿qué me pasa?
Los círculos, todavía tenues, habían empezado a grabarse en su cuerpo, formando un patrón que la enfermedad iría completando a placer.
Estaba peor. Estaba mori… Estaba peor.
Travis no podía permitirse seguir esperando. Esperar era perder e1 tiempo. Intentó llamar al móvil del tío Phil. No hubo respuesta. Llamó a sus abuelos. La misma ausencia de respuesta desde Willowstock. No quiso pensar acerca de lo que implicaba aquel silencio. Tenía mantenerse ocupado. Tenía que hacer algo. Pero ¿qué? Cualquier cosa.
Quizá pudiese ir al hospital por sus propios medios. Puede que tuviese más suerte que los Lane. Puede que el tío Phil aún siguiese ahí. Quizá aún quedaba alguien, alguien que pudiese echarle una mano. Quizá. ¿A otro quésitio podía ir?
Travis dejó a su madre en la cama con una jarra de agua y algo de pan… aunque tampoco es que tuviese pinta de poder comer. No perdió el tiempo intentando explicarle adonde se dirigía, pero prometió volver cuanto antes. Le rogó que siguiese viva hasta entonces.
Fuera reinaba el silencio, una horrible quietud que advertía de la catástrofe que estaba teniendo lugar. Conforme se dirigía a casa de Mel, medio andando, medio corriendo, pensó que Wayvale parecía una morgue. ¿Cuántas casas se habían convertido en tumbas? Las calles se habían transformado en mausoleos. Era una ciudad de los muertos. Una necrópolis. Esa era la antigua palabra que la describía.
Travis gritó, asustado, cuando un perro (un alsaciano) se puso a pararle como un loco desde la casa ante la que se encontraba. Se daba cabezazos contra la ventana. Quizá no le habían dado de comer. ¿Cuántas Maneotas morirían de hambre tras la muerte de sus dueños? ¿Cuánto tardarían los animales domésticos en revertir a su naturaleza salvaje? Lo que manchaba el cristal en torno al hocico del perro, ¿era sangre? La ventana tembló cuando el animal se precipitó una vez más contra ella. Travis no se quedó a comprobar si el cristal aguantaría.
Más tarde vio a unos niños en la distancia, un grupo de una media docena de menores de cinco años mal vestidos, conducidos a bofetadas por una pareja de chicas de unos diez años. Los pequeños lloraban mientras sus guardianas les gritaban algo que Travis no llegó a oír, pero que sonaba a insultos.
—¡Eh, niños! ¡Eh! —dijo mientras se dirigía hacia ellos, haciendo gestos. Creyó que podría ayudarlos. Pero en cuanto le vieron, los niños echaron a correr, desapareciendo por una calle en dirección opuesta a la de Mel—. ¡Eh, esperad! No… no pretendía… quiero…—No sirvió para nada.