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Authors: Andrew Butcher

Tags: #Ciencia ficción, Infantil y juvenil, Intriga

La tierra heredada 1 - Tiempo de cosecha (13 page)

BOOK: La tierra heredada 1 - Tiempo de cosecha
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Jessie tenía suerte. Lo tenía todo: una familia, un hogar, talento, belleza.

Y además de todo eso, podía llegar a tener algo más.

Mel sintió su corazón encogerse en lo más hondo de su ser.

* * *

Jessica estaba tumbada en la cama, con la lámpara de la mesa como única fuente de luz, mientras escuchaba las voces de sus padres en el piso de abajo. No podía oír las palabras exactas, por supuesto, pero eso nunca le importó en el pasado y no le importaba entonces. Lo importante era el sonido, la seguridad que le proporcionaba, la continuidad, el amor. Siempre y cuando escuchase la música que conformaban las voces de sus padres, Jessica sabía que nada podía hacerle daño.

Aquella noche se había acostado un poco antes de lo habitual. Los sucesos de Trafalgar Road la habían afectado; aunque, por extraño que fuese, la detención en masa de musulmanes no había sido retransmitida en las noticias locales… como si hubiese tenido lugar a última hora de la tarde. En su lugar, retransmitieron un montón de noticias breves, intercaladas con programas que no venían a cuento y una serie de secuencias en las que varios famosos sonrientes instaban a los espectadores a no preocuparse por la enfermedad, garantizando que las autoridades tenían la situación bajo control. No apareció ni un político. Fue papá el que se dio cuenta. Mamá dijo al respecto que la enfermedad había servido para algo bueno, por lo menos. Pero a Jessica no le gustaba un pelo que le hablasen de la epidemia cada pocos minutos, así que se despidió v se fue a dormir.

Empezó a pensar en las personas que poblaban su habitación. Cristal, con ese cabello rubio ondulado que trataba de imitar. Andy, de Rompecorazones, por el que podía sentir un amor platónico sin tener que preocuparse de mantener una relación física. Lucinda Digby-Smythe y Gossamer. Todos los demás. Los amigos que siempre sonreían para ella desde sus coloristas dos dimensiones. Quienes nunca envejecían y nunca cambiaban, pegados con blu-tack a las paredes, conformando un mundo perfecto en el que la enfermedad no podía tocarla.

Jessica echó un vistazo al cuarto por última vez, como si se quisiese asegurar que todo estaba en su sitio. Así era. Sonrió, satisfecha.

Adormecida, cálida y segura, Jessica Lane apagó la luz.

* * *

Richie Coker volvió a casa poco antes de medianoche. Se encontraba bastante mejor después de haber salido, gracias a haber rondado las calles con sus amigos con cuatro cervezas de alta graduación, una botella de sidra barata y unas cuantas caladas de una sustancia ilegal encima. Aquellos divertidos pasatiempos, como prenderle fuego a un coche robado en el parque o perseguir a un vagabundo por los alrededores provocaban ese efecto en la autoestima de Richie Coker. Se sentía poderoso, magnífico, un ganador.

Hasta se veía con ganas de hacerle a su madre alguna que otra generosa pregunta sobre su salud.

Ahí estaba, exactamente donde la dejó, envuelta en la manta y con la luz y la tele encendidas. No se había movido.

Bueno, un poco sí que se había movido. Más o menos. Tenía la cabeza inclinada hacia delante y colgaba, sin fuerzas, del mismo modo que sus hombros. Y sus dedos ya no estaban aferrados al borde de la manta.

Su madre se había quedado dormida. Por eso estaba así y por eso no reacciono al entrar su hijo.

—Mamá, he vuelto. —Tampoco reaccionó a su voz—. Mamá. —Ni siquiera cuando gritó un poco.

Estaba dormida como un tronco.

—De nada sirve ignorarme, mamá. No se te da bien. ¿Qué tal estás? ¿te encuentras mejor? —Richie se acercó al sofá—. Porque yo, desde luego, si. Venga, siento lo de antes, lo digo de verdad. No debería haberte hablado así. Tenías razón. Venga. —Extendió el brazo y le zarandeó el hombro—. Después de todo, eres mí…

La mujer se deslizó hasta quedar apoyada sobre un costado. Tenía la boca totalmente abierta, pero no para responder a las conciliadoras palabras de su hijo. También tenía los ojos abiertos, con la mirada fija, así que no estaba dormida.

De estar dormida, podría despertar. En su estado, no.

Richie dejó escapar un sonido a medio camino entre un gemido y un grito. De pronto, no se sintió tan poderoso. Se fijó en los círculos rojos que desfiguraban el rostro de su madre, infestando su carne, los contor­nos que rasgaban su piel como pápulas.

Ma… mamá…

Ya no se sentía tan magnífico, ni un ganador. La enfermedad había extendido sus anillos a las manos y cuello de su madre, que yacía cubierta de rojo.

Y estaba muerta. Sin posibilidad de volver. Sin el menor atisbo de duda.

—¿Mamá? —Richie retrocedió torpemente. El alcohol que había bebido se revolvió en su estómago, advirtiendo que no seguiría ahí mucho tiempo. La habitación giraba. El mundo daba vueltas. Se dirigió a toda prisa al baño y vomitó a raudales, con fuerza.

Más tarde, se atrevió a regresar al salón, como si quisiese empezar de nuevo, como si quisiese comenzar desde el principio. No sirvió de nada.

Su madre seguía igual de muerta.

4

No fue la señora Patrick quien abrió la puerta, sino Mel, tras lo cual ya estaban listos para ir al colegio. Travis se acordó de los síntomas que mostró su madre el día anterior.

—¿Qué tal está tu madre…?

—Está bien, Trav. Bueno, no está bien del todo, pero no es nada grave. Está en cama con un trancazo, pero está mucho mejor que ayer por la noche. Le he dicho que hoy se queda en la cama, que no haga esfuerzos y que se lo tome con calma. Lo típico. —El esperanzado optimismo de Mel (a quien Travis encontraba bastante nerviosa) no convenció a ninguno de los dos—. Seguro que cuando volvamos a casa estará haciendo las tareas y vete a saber qué más, ya lo verás.

—Seguro que sí. —Aquella empezaba a parecer la mañana de las sonrisas forzadas.

—No es la enfermedad. Solo es un catarro.

—Claro. —Travis intentó olvidar la oscura prognosis del tío Phil para cualquiera que contrajese la enfermedad. No había supervivientes. Ni uno—. ¿Y tu padre?

—Oh, él está perfectamente —dijo Mel, rabiosa—. Aparte de lo obvio.

—Oye, escucha, igual hoy deberías quedarte en casa. Total, faltan la mitad de los profesores. Quizá sería mejor que te quedases en casa cuidando de tu madre. —Estando con ella mientras puedas. A Travis le aliviaba que su madre aún no hubiese mostrado ningún síntoma de la enfermedad.

—Me ha dicho que tengo que ir —explicó Mel—, que tengo que seguir con mi vida. «No puedes faltar teniendo los exámenes a la vuela de la esquina, Melanie» Así que tendrás que aguantarme, Trav.

—Podría buscar peores compañías. Si me das un minuto… Mel le dio un cariñoso palmetazo.

—Mueve el culo, lentorro, o Jessica se irá sin nosotros.

Siguieron caminando a casa de los Lane.

—La verdad —reflexionó Travis— es que quizá estemos perdiendo el tiempo. He oído en las noticias que el gobierno tiene previsto imponer unas restricciones muy severas. Van a anunciarlo a las ocho: ya que la enfermedad ha venido para quedarse, la gente tendrá que dejar de desplazarse…, al menos así limitaran el contagio. En teoría. Han adelantado que solo se podrá viajar en casa de extrema necesidad o de emergencia. También cerrarán los edificios públicos y eso incluye los colegios. Puede que este sea nuestro último día en una temporada.

—¿Y los exámenes, como diría Jessica?

—¿Y quién los evaluaría?

Mel frunció el ceño.

—¿Ya puestos, por qué no nos encierran en casa, para asegurarse?

—Quizá no sea necesario. —Travis echó un vistazo a la calle—. Aunque parece que la gente ha empezado a hacerlo.

Ni un movimiento por la calle. Ni una señal de vida. Casa tras casa, solitarias y en silencio. No había coches en la carretera, ni niños yendo en bici a clase, ni gente sacando a pasear el perro. Solo las cortinas cerradas (que eran la mayoría) indicaban que las casas estaban ocupadas. Travis recordó que cuando murió su abuela cerraron las cortinas a plena luz del día, mientras el coche fúnebre aparcaba ante la casa. Desde entonces, asociaba las cortinas cerradas durante el día con la muerte.

Mel se frotó las manos para combatir el frio que empezaba a sentir. —Parece que todo el mundo está dormido —dijo en voz baja, como si no quisiese molestarlos.

Por lo menos la casa de los Lane tenía las cortinas corridas. Sin embargo, todo lo demás estaba cerrado: las ventanas, el garaje, la puerta… un preocupante escenario que tenía todas las trazas de permanecer inmutable. El timbre resonó en el sepulcral interior de la casa cada vez que tocaron.

—Parece que no hay nadie —dijo Travis, señalando a lo obvio mientras apretaba la cara contra la ventana de la entrada—. Desde luego, no se ve un alma. Puede que se hayan olvidado que quedamos para que nos llevasen y se han ido solos.

—No. Ni a Jessica ni a su padre se les hubiese olvidado. Y, en cualquier caso, estaría la señora Lane.

—Puede que haya ido de compras o algo así…

—¿Antes de las ocho de la mañana? No lo creo.

—Entonces…

—¿Dónde están? —Mel sacó el móvil que, técnicamente, no podía llevar al colegio bajo pena de confiscación—. Voy a llamarla. —Pero Jessica tenía el móvil apagado. El asombro empezó a convertirse en preocupación—. Estará bien ¿no, Travis? Jessica, quiero decir. No puede tener la enfermedad, ¿verdad que no? O sea, los jóvenes no pueden coger la enfermedad. ¿Y si le está ocurriendo algo malo?

—No pasa nada. —O eso esperaba—. Jessica estará bien. —O eso esperaba—. Lo más seguro es que ya esté en el colegio y que su madre haya ido al trabajo con su padre porque está todo el mundo enfermo.

—Por Dios, eso esperaba.

Caminaron con rapidez y aprensión hacia el colegio como si estuviesen cronometrando, a través de las calles residenciales tan desiertas y lúgubres como las que rodeaban a sus propias casas, a través del centro comercial de la ciudad y de laguna que otra bolsa de actividad frenética casi irracional (aunque por lo menos había gente): un atasco ante un semáforo verde en el que todos y cada uno de los coches de la fila tocaban el claxon sin parar, salvo el primero, en cuyo interior la mujer que había provocado la retención estaba apoyada contra el volante, encorvada y llorando; grupos de gente berreando a las puertas y ventanas de comercios cerrados, pidiendo entrar a voces, deambulando y gritando como borrachos; un hombre sostenía la Biblia en todo lo alto desde la cabecera de un grupo, proclamando entre toses a los pecadores que debían arrepentirse, pues había llegado el Día del Juicio, mientras la mitad de los seguidores gritaba «¡Aleluya!» y la otra mitad se limitaba a llorar.

Cuando la gente veía a Travis y a Mel los señalaban con el dedo y les lanzaba furibundas miradas. La inexplicable pero aparente inmunidad de los jóvenes a la enfermedad era, según el informativo de la mañana, un hecho demostrado. Un hecho que despertaba la envidia de las víctimas potenciales de la pandemia, sobre todo, como sabía Travis, a medida que las cifras oficiales de muertos aumentaban gradualmente. No se puede pedir a gente desesperada que actúe de forma civilizada. Mel y Travis no vieron rastro de la policía, de los servicios de emergencia o de cualquier otra autoridad oficial.

Travis apremió a su amiga.

Trafalgar Road había quedado vacío. Las paredes estaban cubiertas de grafitis soeces, como salpicadas de excrementos. Había ventanas hechas añicos y varias puertas rotas. Travis pensó que si el hogar de un hombre es su castillo, aquella fortaleza estaba en ruinas. Empezó a sentirse del mismo modo que tras la muerte de su padre, como si seguir adelante con la vida ya no tuviese sentido.

Nunca antes se había alegrado tanto de ver los grises y feos edificios que componían el colegio.

El señor Greening estaba en la entrada principal, como un centinela. Con su corte de pelo militar y su bigote hitleriano, Gestapo Greening era el subdirector del colegio y el encargado de mantener la disciplina, tarea que se tomaba muy en serio. Los niños pequeños le tenían miedo, los mayores lo respetaban y algún que otro estudiante, en algún momento de franqueza, admitió admirarlo. Gestapo no aceptaba tonterías ni de los niños, ni de sus compañeros, ni, como Travis se alegró de comprobar, de la enfermedad.

—Naughton. Patrick. —Hizo un rápido y tenso ademán con la cabeza para saludarlos conforme se acercaban. Gestapo era el único profesor, incluida la directora Shiels, que sabía los nombres de todos los estudiantes, y el único que siempre se dirigía a ellos por su apellido—. ¿Qué horas son estas? De haberse retrasado más, hubiesen llegado pronto para mañana.

—Perdón, señor. Hemos tenido que venir andando. —La actitud sosegada del señor Greening se le hizo rara a Travis.

Pero no duró mucho.

—Bueno, en cualquier caso, parece que hoy se han anulado las clases. Diríjanse a la sala de reuniones con todos los demás, la directora Shiels va a hacer un anuncio breve pero importante a las nueve en punto.

—¿No va a pasar la lista, señor? —preguntó Travis.

—¿Pasar lista? —El señor Greening movió el bigote—. Hoy no, Naughton.

«Todos los demás» era una exageración, por así decirlo. Había unos cien estudiantes repartidos en pequeños y nerviosos grupos en la sala de reuniones. Ni siquiera habían colocado las sillas. Apenas había diez miembros del personal docente. Jessica no estaba. Tampoco Ricchie Coker o Simon Satchwell. O Alison Grant, o Dale Wright, o Jon Kemp, o Janine Collier, o Cheryl Stone, o Mark Doyle y su novia Jilly, quien, por cierto, nunca regresó de Derby (al parecer, su padre le contagió la enfermedad a su madre durante el fin de semana, extendiéndola a toda su familia en aun estando a kilómetros de distancia). Quien sí estaba en Trevor Dicketts, solo por primera vez, buscando a Steve Pierce desesperadamente para poder discutir si se iba a posponer la final de la copa de Inglaterra.

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