Read La tierra heredada 1 - Tiempo de cosecha Online
Authors: Andrew Butcher
Tags: #Ciencia ficción, Infantil y juvenil, Intriga
—Bueno, pues parece que tendré que llevar a la directora Shiels al hospital personalmente —concluyó el señor Greening—. O a casa, o a alguna parte. Está claro que, en su estado, no puede quedarse aquí.
—¿Quiere que le acompañemos, señor?
Mel estuvo a punto de chillas ante la desbordante generosidad de Travis. No quería que le ocurriese nada malo a la pobre directora Shiels.
Pero ahora que le habían echado el cierre al colegio, tenía otras prioridades… como cuidar a su madre.
—No, Naughton. Gracias, pero ya ha hecho más que suficiente. —Mel estuvo a punto de darle un beso al bueno de Gestapo—. Lo que ocurra en el colegio es mi responsabilidad. Creo que lo mejor será que se vayan a casa.
—El señor Greening tiene razón, Trav.
—De acuerdo. Como quiera, señor.
El profesor reiteró su decisión.
—Una cosa, antes de que se marchen. Tengan cuidado —les advirtió—. Se avecinan tiempos peligrosos. Creo que todavía no se hacen a la idea de hasta qué punto.
—¿Qué no nos hacemos a la idea? ¿Qué quiere decir? —dijo Travis.
—Veo las noticias, Naughton. Sé que la enfermedad no afecta a los jóvenes… al menos de momento. Pero todos los demás, toda la población adulta, todos los adultos del mundo… En estos momentos goza de buena salud, pero ¿por cuánto tiempo?
—El suficiente como para que los médicos del gobierno, los científicos o quien sea den una cura. —Travis intentó sonar positivo, pero su optimismo resultaba tan forzado como el de Mel.
—Quizá.
—El señor Greening movió el bigote—. Pero dudo que podamos confiar en ello, que es a lo que me refería. ¿Alguno de los dos ha estudiado
El señor de las moscas
en clase de literatura? —Ambos asintieron—. Bien. Entonces ya saben lo que pasa cuando la autoridad que ejercen los adultos desaparece, cuando los jóvenes pasan a tener que defenderse por sí mismos. Los chicos que naufragaron en esa isla tenían las mejores intenciones. Intentaron formar un grupo cohesionado, organizarse, formar una sociedad con leyes, responsabilidades, orden, en la que los fuertes cuidasen de los débiles y en la que se trabajase por el bien común. Intentaron preservar los valores civilizados, su sentido del bien y del mal… ¿podría decirse que hasta su sentido del deber? Pero fracasaron. Al final, fracasaron. La civilización acabó hecha pedazos, igual que las ropas convertidas en harapos que ya no les servían. Poco a poco, los recuerdos de sus padres y del mundo en el que vivían se desvanecieron y se perdieron para siempre, y dejaron de ser los mismos que cuando llegaron. Cayeron en la superstición y de ahí, al salvajismo. El descenso a la oscuridad.
—No todos, señor. —El señor de las moscas era un libro que impactó y emocionó a Travis—. Piggy o Ralph permanecieron fieles a sí mismos. Nunca olvidaron. —Recordó el diálogo de Ralph como si brotase de su corazón. Ralph siempre recordó a su padre.
—Eso es cierto —admitió el señor Greening—. ¿Pero qué les sucedió en el libro? A Piggy lo mataron. A Ralph lo cazaron por toda la jungla como a un animal, mientras la isla ardía. De no ser por la llegada imprevista y fortuita del barco al final del libro, de no ser por el regreso de los adultos…
—Pero esta vez los adultos no volverán. —Mel sintió un escalofrío—. Es eso lo que está diciendo, ¿no, señor Greening?
—Digo que la vida real no es una novela en la que la cordura pueda restaurarse con que el autor lo escriba. La enfermedad cambiará el mundo, puede que para siempre.
—Pero no nos cambiará a nosotros —aseguró Travis—. No me cambiará. No se lo permitiré.
—Espero que tenga razón. —El profesor devolvió la mirada a la temblorosa doctora Shiels—. Pero ya me he retrasado demasiado… Va a reinar el caos, se extenderá la anarquía y empezará antes en las ciudades. No puedo marcharme… no tengo adónde ir, este colegio ha sido mi vida… pero si tienen un lugar al que regresar, algún lugar lejos de aquí, les recomiendo que vayan cuanto antes, ahora que pueden.
—Sí, señor —dijeron los adolescentes al unísono. Por segunda vez en un par de minutos, Mel sintió la necesidad de darle un beso al señor Greening. Sintió que no volvería a verlo nunca más.
—Ah, y Travis, Melanie —dijo el profesor—. Buena suerte.
* * *
Jessica se despertó de la pesadilla. Mamá le sacudía el hombro.
—Jessica. ¡Jessica! —Lo primero que pensó fue que se había quedado dormida, pero no era así. No eran ni las seis—. Tu padre… no se encuentra bien.
—¿Qué?
—Se despertó de golpe, se incorporó en la cama y miró con incredulidad a los ojos de su madre, abiertos de par en par e inmóviles. Temerosos.
—Le ha subido la temperatura, tiene fiebre. He… he intentado llamar a una ambulancia, pero no hacen más que ponerme en espera. Estoy segura de que si fuésemos unos desharrapados o viviésemos de las ayudas, nos atenderían… en fin, tenemos que llevar a tu padre al hospital.
—¿Al hospital? —Jessica se contagió del miedo de su madre. ¿Cómo iba a su padre a necesitar que lo atendiesen en un hospital? ¿Cómo iba a estar enfermo, siquiera? Los padres no se ponían enfermos… mantenían una inviolable salud para atender a sus hijos cuando estos caían enfermos, para mullirles el sofá, taparlos con una manta, o comprarles antigripales. Era el orden natural de las cosas.—. Mamá…
—Ya he vestido a tu padre. Vístete tú también, cielo. Tenemos que irnos.
Era la enfermedad. No fue necesario que se lo dijese. De algún modo, había accedido a la impenetrable fortaleza de su hogar: ni siquiera papá y mamá habían conseguido impedírselo. Era una pesadilla. Andy, Crystal y los demás sonreían, divertidos por aquella situación, mientras Jessica revolvía su cuarto en busca de unos vaqueros y una camiseta. Ni siquiera se molestaron en seguir a Jessica cuando salió a todo correr de la habitación.
Su padre estaba muy enfermo. Tenía los ojos completamente rojos e hinchados como ampollas, y su piel acalorada y sudorosa está cubierta de salpullidos carmesíes.
—No hace falta… cariño. No tienes… no tienes de que preocuparte —Su mujer y su hija le ayudaron a bajar las escaleras, lo sacaron a la calle y lo metieron en el coche. Se dejó caer sobre el asiento trasero y Jessica se sentó a su lado, cogiéndole de la mano para tranquilizarlo, pero aquello también estaba mal.
Debería ser justo al revés. Todo estaba mal.
—Todo irá bien, Ken. Vamos a llevarte al hospital. —Mamá parecía conducir sin prestar la menor atención al límite de velocidad.
—Princesa… —murmuró su padre. Intentó esbozar una sonrisa para su hija, pero un doloroso acceso de tos se lo impidió.
Jessica sintió sus dedos hundiéndosele en la carne. Se estremeció (pero no solo por eso) y su visión se volvió borrosa por las lágrimas. Pero ¿acaso eran círculos carmesíes lo que estaba brotando en la frente y cuello de su padre, como si se los hubiesen marcado en la piel con anillos al rojo vivo?
—Mamá —rogó—, date prisa.
Pero no iban a llegar a tiempo ni por asomo. Las calles que rodeaban el hospital público de Wayvale estaban colapsadas, a reventar de tráfico, con buena parte de los coches desocupados, abandonados.
Algunos coches estaban subidos al maletero de los que tenían delante, fruto de la desesperación de sus conductores por avanzar unos centímetros; otros se habían estrellado contra farolas y muros al intentar adelantar a sus rivales subiéndose a la acera.
Quienes se bajaron del coche o llegaron a pie vagaban sin rumbo, como sonámbulos, como zombis, gimiendo, lamentándose, llorando o pidiendo ayuda a gritos mientras los niños berreaban, y aquella incesante cacofonía de miseria humana luchaba por hacerse oír sobre el estridente resonar de miles de cláxones.
La gente se reunía en grupos, en familias, abrazándose entre ellos, transportando a quienes habían contraído la enfermedad o solos, perdidos y desolados. Algunos se desplomaron ante los portales o sobre los bordillos, pero nadie les prestaba atención. Los infectados se dirigían al hospital del mismo modo que lo hacían los que iban a la iglesia en busca de remedios durante la peste negra. Y parecían tener el mismo éxito.
—No podemos quedarnos aquí. —Stephanie Lane dio media vuelta a toda prisa para no quedar atrapada por los coches que se acercaban por detrás.
—Pero papá necesita un médico… —la apremió Jessica.
—Princesa, no quiero… causaros problemas… solo estoy…
—No podemos quedarnos aquí. Lo vamos a llevar a Woodhurtst. —Un hospital privado local—. Ya va siendo hora de que recibamos algo a cambio del dineral que se deja Ken en el seguro médico. Seguro que en Woodhurst no hay semejante follón.
Pero lo había. Sí, había menos coches y menos gente, pero el caos y la desesperación eran idénticos. El hospital estaba rodeado como un castillo bajo asedio.
Era una pesadilla. Una especie de gemido trepó por la garganta de Jessica. ¿Por qué tenía que ocurrir algo así? ¿Cómo era posible? ¿Cómo podía ser real todo aquello?
—Venga —dijo Stephanie Lane apretando los dientes. Por lo menos en aquella ocasión había alguien poniendo orden: la entrada a Woodhurst estaba acordonada por varias barreras de madera protegidas por agentes de policía que parecían armados. Junto a ellos, un médico ataviado con una bata blanca y una enfermera uniformada, todas con mascarillas que les cubrían la nariz y la boca. Los policías parecían aplicarse a fondo en no dejar que nadie entrase en el hospital, pero Stephanie Lane estaba segura de que a quienes prohibían el paso era a la morralla que no podía permitirse un seguro privado y que por ello no merecía disfrutar de una atención médica privada. El personal de Woodhurst podía comprobar quién lo pagaba y quién no por ordenador.
Sacó a su marido del coche y le ayudó a caminar. Él se desplomó sobre ella como un peso muerto, obligándola a arrastrar los pies. Jessica no estaba siendo de mucha ayuda.
—Venga, Jess, échame una mano. Tenemos que llevar a tu padre a una cama. —Avanzaron como malamente podían a través de la muchedumbre—. Déjennos pasar. Por favor, déjennos pasar. Por favor. Hemos pagado el seguro del hospital. Déjennos pasar. —Y, curiosamente, aquella masa de cuerpos se apartó para dejar paso a los Lane… protestando, en muchos casos, y profiriendo algún que otro insulto. Pero la convicción y autoridad que portaba el tono de Stephanie Lane demostraron ser tan poderosos como un pasaporte.
Hasta que llegaron hasta los policías.
—Lo siento, señora. —Puede que la voz del agente sonase más apagada tras la máscara, pero su mirada no había perdido un ápice de intensidad—. No puede pasar.
—Pues resulta que sí podemos, agente —discrepó la señora Lane—. A menos que… bueno, verá, nosotros sí podemos pasar. Somos miembros… tenemos un seguro privado.
—Puede que lo tengan, pero me temo que, tal y como están las cosas, eso no supone mucha diferencia. Nadie puede entrar en el hospital.
—¿Qué? —Aquel inesperado contratiempo pareció sorprender a la mujer incluso más que la súbita enfermedad de su marido—. Pero eso es absurdo. Es una vergüenza.
Una pesadilla, pensó Jessica. Aquello no estaba pasando.
—Exijo que nos proporcionen asistencia médica. Exijo que admitan a mi marido. Pagamos un montón de dinero para que nos traten aquí. Tenemos derecho.
Quienes la rodeaban se burlaron y rieron. Gritos de «Cállese, señora», «Vete a casa» y «¿Quién se cree que es?». Algunos eran más amables y estaban dirigidos, quizá, hacia el policía: «¿Quién se cree que es?», «Debería darle vergüenza», «Todos tenemos derecho, maldita sea». La muchedumbre empezó a incomodarse, cada vez más alterada.
Intervino el médico.
—Señora —le dijo a Stephanie Lane—, soy el doctor Laker y lamento comunicarle que no tiene sentido que dejemos entrar a su marido. No tenemos camas. Tenemos a los pacientes en los pasillos, sobre los carritos, en el suelo. No tenemos con qué tratarlos, incluso si… —Se tranquilizó un poco—. Estamos a la espera de varios compañeros de los hospitales cercanos, pero a causa de la enfermedad, la enfermera Tindall y yo somos el único personal médico. Lo siento.
—Pero tienen la vacuna, la vacuna de la que le habló el gobierno. Podrían dársela a Ken.
El médico negó con la cabeza.
—La vacuna no ha resultado… eficaz. Y en cualquier caso, se nos han acabado. Será mejor que se vaya a casa y haga que su marido esté cómodo en la medida de lo posible…
—¿Y los demás médicos, esos a los que está esperando? Quizá ellos puedan ayudarnos. Creo que preferimos esperar a que aparezcan.
Entró.
—Pero no hay sitio, señora, es imposible.
—…no quiero causar problemas… no quiero… ser una carga, Stephanie.
—La gente que está ahí dentro, la que está ocupando las camas… ¿tiene derecho a ocuparlas? Este no es un hospital de la seguridad social en el que admiten a cualquiera. —La muchedumbre que rodeaba a los Lane reaccionó a lo de «cualquiera» con una mezcla de humor y ofensa—. ¿Han pagado un seguro médico privado, como nosotros? ¿Tienen derecho a que los traten en Woodhurst?
—Señora, si tenemos en cuenta el número de personas que precisan atención médica en estos momentos, esas cuestiones son irrelevantes.
—¡Pero si ahora es cuando más relevantes son! ¿Para qué hemos pagado si no es para tener prioridad en momentos así? Es lo justo. Tienen que dejar pasar a mi marido.
—Váyase a casa, señora. —El doctor Laker extendió su ruego a los demás—. Váyanse a casa.
Jessica intentó no escuchar a las continuas reclamaciones de su madre, a la obstinación del médico y de la policía, a la frustración y rabia en aumento de la muchedumbre. Recordó que, en ocasiones, cuando era una niña pequeña, el ruido y el bullicio de la calle le abrumaban mientras iba de compras con su madre. En aquellos momentos, cerraba los ojos con fuerza y se tapaba las orejas mientras, cómo no, sujetaba la mano de su madre con fuerza. Se imaginaba en otra parte, en un lugar mágico y maravilloso para ella sola, tranquilo, perfecto, inmune a todo daño.
Mientras la muchedumbre empujaba, mientras el doctor levantaba los brazos en un fútil intento por mantener la calma, mientras a policía ordenaba a la gente que abandonase el lugar, que se dispersarse (y sí, estaban armados), mientras que su madre aceptaba la amarga derrota y se iba, Jessica deseó, con todo su corazón, estar en aquel lugar.
* * *
Jane Naughton debía de estar haciendo las maletas cuando se desmayó.