La tierra heredada 1 - Tiempo de cosecha (30 page)

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Authors: Andrew Butcher

Tags: #Ciencia ficción, Infantil y juvenil, Intriga

BOOK: La tierra heredada 1 - Tiempo de cosecha
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Mel se reincorporó

—Travis, no quería…

—No, no pasa nada. —Sonrió con sinceridad—. Déjame que me explique: quería que el mundo fuera tan desolado y tan triste como lo estaba yo. Pero no fue así. No cambio. El sol siguió saliendo y siguió brillando. Al principio me molestaba. No, me cabreaba. Me daba la impresión de que la muerte de mi padre no importaba, de que ninguno de nosotros importaba. Pero no significaba eso. No lo creo, al menos. Significaba que la vida importaba más; la vida en sí misma, la vida que hay en nosotros y en todo lo que nos rodea. Quería decir… quiero decir, Mel, que la vida sigue. El día que mi padre murió. Hoy. Todos los días. Puede que ahora más que nunca. Por eso tenemos que seguir adelante.

Le abrazó antes de que hubiese terminado.

—Y seguiremos, Trav —le prometió mientras lo estrechaba—. Y seguiremos.

* * *

El modelo de vivienda del asentamiento facilitaba las cosas. Los sacos de dormir se convertían en bolsas para cadáveres. Así de sencillo y así de crudo. Aquella mañana no hubo ninguna ceremonia de bienvenida. En vez de eso, Tilo visitó cada una de las tiendas y metió a los muertos en sacos. Había cadáveres en cada una de ellos: ningún adulto había sobrevivido a la noche. La madre de Tilo también murió durante la noche, mientras ella dormía. Había estado despierta para ocuparse de las ridículas pesadillas de los niños, pero estuvo consiente cuando su madre mas la necesitaba, cuando podría (cuando debería) haberse despertado. Por encima de su sufrimiento, sentía culpa y vergüenza. No le gusto la sensación.

Finalmente, le dedico un adiós tardío a su madre. Ya nada la retenía en el bosque, sin embargo, los demás parecían tener otra opinión.

Un grupo de menores de doce años se apiñaba entorno a las cenizas de un fuego que no había vuelto a encenderse. Estaban sollozando, y Tilo entendió su sufrimiento. Pero al mismo tiempo la observaban directamente a ella, siguiendo cada uno de sus movimientos con miradas hambrientas, desesperadas, exigentes. Posesivas. Tilo también pudo entender su actitud. Era la mayor de los supervivientes de los Hijos de la Naturaleza: la muerte de los adultos le había cedido el liderazgo. Entendía la lógica de todo aquello, pero eso no significaba que le tuviese que gustar.

Le daba miedo.

Cerró los ojos de Roble en último lugar. Quizá solo era su imaginación, pero le pareció que aquel semblante demacrado por la enfermedad reflejaba sorpresa, más que paz o dolor, como si no se terminase de creer que semejante tragedia hubiese acaecido sobre él y sus seguidores, como si se le escapasen los motivos por los que su amada madre naturaleza hubiese resultado ser tan letal para sus devotos seguidores. Se equivocaba, Tilo lo sabía. Roble no hizo más que equivocarse. Pero al menos tuvo el valor, la convicción y la fuerza para liderarlos. Ella no. No hubiese sido capaz. Lo único que ella quería era tener a alguien a su lado para no sentirse sola.

¿Dónde estaba Fresno cuando lo necesitaba?

Se unió a los pequeños en torno a las cenizas del fuego. Sus ojos de miradas ansiosas buscaban un sustituto a sus padres, imponiéndole un papel a Tilo que no estaba dispuesta a aceptar.

—Bueno… —dijo.

—¿Qué vamos a hacer, Tilo? —empezó Enebrina. Después los demás, como si hubiese aparecido una fisura en una presa de voces. «¿Qué vamos a hacer?» «Quiero el desayuno y una taza de té.» «Ayúdame a vestirme, Tilo.» «Mi mamá no me responde. Esta cubierta de rojo.» «Ahora tu eres nuestra mamá.» «Vas a cuidar de nosotros, ¿a que si, Tilo?» «Ayúdame, Tilo. Ayúdame.»

La rodearon como un enjambre. Manoseándola, abrumándola, asfixiándola. No podía respirar. No podía pensar. Quería gritar. Quería quitarse de encima aquellos deditos inquietos y arremeter y…

Tania que salir de allí.

—Escuchad, ¿vale? Escuchadme. Atended, atended, atended.

No podía quedarse allí. Tenía que huir.

Los niños escucharon. La pequeña Sauce se estaba chupando el dedo, como Tilo la recordaba cada vez que su mamá le contaba un cuento.

Esto es, la mamá de Sauce. No Tilo. Tilo no era parte de la familia de ninguno de aquellos críos harapientos. No tenía ninguna responsabilidad para con ellos.

—Vamos a tomar un buen desayuno —dijo—. Vamos a encender un fuego y vamos a…. pero esperad, primero necesitamos algo de madera para encender el fuego, ¿verdad que si? ¿Quién puede reunir unos cuantos palos para que podamos hacer una hoguera? —Las pequeñas manitas se alzaron—. Muy bien. Pues ale, en marcha. Al bosque. Recoged todas las ramas que podáis. Habrá un… premio. Eso, habrá premio para el que recoja mas. Y yo… yo también echare una mano.

Probablemente no le hubiese hecho falta añadir esa última frase: para aquellas pequeñas mentes, el concepto de «premio» era tan potente como el de «padres». Los niños se dispersaron entre la maleza en busca de madera.

Lo he conseguido, pensó Tilo. Les he engañado. Ahora puedo irme. Genial.

Se adentro sin prisa pero sin pausa en el bosque. Al principio. Y si uno de los pequeños hubiese interrumpido su trabajo el tiempo suficiente como para fijarse en ella, se hubiese dado cuenta de que Tilo tenia la mirada clavada hacia delante en vez de hacia el suelo, que es donde sabían por experiencia que se encontraba la mejor madera para el fuego. Puede que incluso se hubiese fijado en la expresión de sus ojos. Pero ninguno reparo en ella. Lo que, sin embargo, no hizo que la huida de Tilo resultase más sencilla.

Un acto de cobardía seguía siendo (y siempre seria) un acto de cobardía, con testigos o sin ellos.

A medida que Tilo se adentraba cada vez más en el bosque, camino más deprisa. Sus pasos se convirtieron en zancadas. Sus zancadas, en carrera. Echo a correr. Antes de que se diese cuenta, Tilo estaba corriendo. Cuando los niños regresen al campamento con la madera, se llevarían una sorpresa.

Pero no podía remediarlo. No podía quedarse. Siempre había planeado escapar. Los niños no eran su responsabilidad.

Si seguía diciéndoselo a sí misma, tarde o temprano acabaría creyéndoselo.

* * *

El grupo de Travis se encontraba a unos treinta kilómetros de Willowstock cuando se encontraron con un accidente. Hasta entonces habían aprovechado bien la mañana, no deteniéndose más que en una gasolinera para repostar: Richie sabía cómo bombear el precioso líquido manualmente desde los tanques. En cuanto a la gasolinera, estaba completamente desierta. De hecho, no se habían encontrado con nadie desde que abandonaron Wayvale.

Hasta entonces. Se trataba de una chica vestida de cuero de entre dieciséis y diecisiete años. Apareció de repente, haciendo enérgicos aspavientos con los dos brazos, en cuanto tomaron una curva y se encontraron atravesando una larga y recta carretera escoltada por hileras de arboles y por un montículo a la izquierda. Parecía alegrarse de ver un vehículo que todavía funcionase. Al grupo del Volvo #no le sorprendió en absoluto su entusiasmo, dadas las condiciones de los dos coches que se encontraban tras ella (uno de los cuales estaba en un estado siniestro total)

—¿Qué quieres que hagamos, Naughton? —dijo Richie.

—Parar, por supuesto. Ya no estamos en Wayvale. —Travis, que estaba sentado en el asiento del copiloto, no podía creerse aquella pregunta—. Aquí fuera podemos marcar la diferencia… y se ve que necesita ayuda. Ha habido un accidente, ¿no lo ves?

—No veo ningún cuerpo —observó Richie, frenando progresivamente pese a sus sospechas—, pero lo que si veo es que los coches han chocado de morros y están bloqueando la carretera.

—¿Quieres decir que puede ser una especie de barricada casera?

—Quiero decir que tampoco es que tengamos otra opción que detenernos, como pava en apuros meneando las caderas hacia nosotros o sin ella. O paramos o daos media vuelta.

Ya estaban a punto de llegar al lugar siniestro. La chica vestida de cuero corrió hacia ellos, con evidente alivio.

—Da la vuelta —dijo Simon súbitamente desde el asiento trasero—. Coker, da la vuelta.

—¿Simon? —pregunto Mel, a quien la reacción le había despertado curiosidad.

—Simon, ¿Qué pasa? —dijo Travis, mirando hacia atrás.

—Esto no me da buena espina.

—Pues mira por donde —dijo Richie—, estoy de acuerdo con Simoncete.

—Bueno, pero no eres tu el que toma decisiones, Coker —dijo Travis con brusquedad—. Y esto no admite discusión: no vamos a abandonar a aquellos que necesiten ayuda.

De todos modos, era demasiado tarde. La chica se encontraba ya ante la ventanilla bajada.

—Menos mal —balbuceo—. Menos mal que ha aparecido alguien, me alegro un montón de que hayáis venido. —Extendió los brazos y le toco el pelo y los hombros a Travis, como si quisiese comprobar que era real—. Por favor. Daos prisa. Venid todos—dijo mientras hacía gestos hacia los coches accidentados—. Por favor.

—Vale, pero ¿qué ha pasado? ¿Puedes decirnos al menos que…? —Pero la chica estaba alejándose de Travis y dirigiéndose hacia los vehículos. Este, que ya se encontraba a mitad de camino, se volvió hacia los demás, que aun no se habían movido—. Venga, ya habéis oído. Apaga el motor, Richie.

—Sí, don buen samaritano —obedeció Richie—. Espero que sepas lo que estás haciendo.

—¡Travis! —le llamo Mel, exasperada. Pero para cuando había salido del coche, Travis ya había alcanzado a la chica vestida de cuero.

—No deberíamos pararnos por nadie— se quejo Simon—. En el pueblo, en el campo o donde sea. Tenemos que preocuparnos por nosotros mismos.

Pero, salvo Jessica, todos abandonaron el coche y empezaron a recorrer la carretera. Mel se fijo en que ambos coches tenían las lunas rotas… ¿Dónde estaban, entonces, los cristales rotos que debían salpicar el asfalto?

Travis se encontraba al lado de los coches. Miro al interior de ambos. Vacios.

—No hay nadie más… ¿Qué ha pasado? —Echó un vistazo hacia la carretera—. ¿Dónde están los demás?

—¿De quienes hablas? —pregunto la chica vestida de cuero inocentemente.

—Los otros pasajeros. Los que han sufrido el accidente.

—Oh, no ha habido ningún accidente—dijo la chica, como si Travis debiese saberlo.

De pronto, de entre los arboles a ambos lados de la carretera resonó el rugido de motores poniéndose en marcha. Pero no eran coches. Travis los reconoció: eran motos.

—¿Qué…? Entonces ¿no necesitas ayuda?

—Yo no —rio la chica vestida de cuero—. Pero tú sí.

Travis oyó a Mel gritando su nombre y se volvió a tiempo para ver media docena de Harleys surgiendo de entre los árboles, cortándoles cualquier posible retirada por donde habían venido, conducidas por gente hostil y vestida de cuero.

—¡Naughton! —Oyó la voz de Richie y un grito de Simon mientras aparecían más moteros, esta vez a pie, de sus escondrijos. Hombres y mujeres, juntos. Una banda.

Travis maldijo para sí. Parecía que caer en emboscadas estaba empezando a convertirse en un hábito para él. Pero aquello no era lo peor.

Lo peor era la escopeta con la que un matón con la cara picada de granos le apuntaba el pecho.

—Como respires sin permiso, chaval, vas a tener un agujero entre las costillas tan grande como el que tienes entre las orejas.

9

Travis puso las manos en alto, con la intención de quitarle hierro a la situación más que de rendirse.

—No queremos problemas.

—Claro que no —dijo el de la cara picada—. La gente a la que le apuntan con una escopeta no suele quererlos. —Travis observó que el tipo que tenía delante no era el único de la banda que iba armado. Mel, Richie y Simon también estaban rodeados de escopetas—. Pero está bien. Nosotros no queremos que haya problemas. Así que no los habrá siempre y cuando seáis sensatos y obedezcáis las normas.

—¿Las normas? —preguntó con sorna.

—Haz lo que te pida, Travis —le aconsejó Simon. A Travis le molestaron aquellas palabras pero, por otra parte, si hubiese escuchado los recelos del chico de las gafas… ¿Cómo era posible acabar tan mal intentando hacer el bien?

—Nuestras normas, si es que te importan los detalles —dijo el de la cara picada.

—¿Y tú eres…?

—Me llamas Rev.

—Supongo que no vendrá de «reverendo».

—¿Qué?

—Está intentando hacerse el gracioso, Rev —dijo la chica vestida de cuero—. Vamos a ver lo gracioso que puede llegar a ser con una rótula hecha pedazos.

—«Rev» por las revoluciones de nuestros motores —explicó el chico—. Chaval, somos moteros, y como somos moteros, dado el actual estado de emergencia nacional, hemos decidido convertirnos en… ¿cómo era esa palabra, nena? Eso, en los custodios de la Reina Carretera.

—Rugiendo por la Reina Carretera como un relámpago —añadió la chica vestida de cuero.

—Es un trabajo importante —dijo Rev—, así que necesitamos financiación para poder llevarlo a cabo. De modo que esta carretera ha sido… ay ¿cómo era esa palabra, nena? Ha sido designada como carretera de peaje. Y, ¿a que no lo sabías? Sois los primeros en pagarlo.

—¿Quieres dinero? ¿Es eso lo que quieres? 

—¿Te parezco imbécil, chaval? —Rev parecía querer una respuesta, pero Travis pensó que lo más inteligente sería no proporcionársela—. Ahora el dinero no vale nada, de eso estamos al corriente. Pero hay cosas que todavía valen: la comida, por ejemplo. Seguro que lleváis comida para el viaje.

—¿Cuál es el peaje? —dijo Travis.

—Todo lo que lleváis. Chicos, cobradles.

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