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Authors: Andrew Butcher

Tags: #Ciencia ficción, Infantil y juvenil, Intriga

La tierra heredada 1 - Tiempo de cosecha (31 page)

BOOK: La tierra heredada 1 - Tiempo de cosecha
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Las escopetas se orientaron hacia Richie, que sostenía las llaves del coche.

—Esperad…

Pero uno de los moteros (por lo que se veía, especialmente motivado) no pudo esperar. La culata de una escopeta golpeó a Richie con fuerza en el estómago, haciéndolo caer y vomitar el desayuno. Si no sospechase que a él le podía ocurrir algo igual o peor de un momento a otro, Simon hubiese sonreído.

—No te resistas Richie. No merece la pena —dijo Travis.

Pero el antiguo matón ya lo sabía. Con su «espera» no pretendía denotar una resistencia agresiva por su parte, tipo «espera, no te acerques más o la tenemos», sino que debía de preceder a una frase más conciliadora, tipo «no me hagas daño, aquí tienes las llaves». En cualquier caso, las llaves se le escurrieron de entre los dedos mientras vomitaba arrodillado. De todas formas, Richie pensó que tampoco estaba de más que es bienhechor de Naughton pensase que estaba dispuesto a plantar cara… si es que ambos sobrevivían a los próximos minutos (y si la cosa empezaba a torcerse, siempre tenía la posibilidad de cambiar de bando).

Los moteros de Rev abrieron el maletero y lo vaciaron con entusiasmo.

—Nada de esto es necesario —dijo Travis—. De haberlo pedido, hubiésemos compartido nuestras provisiones.

—¿Compartir? —Rev se echó a reír a carcajadas—. ¿Dónde te crees que estamos, chaval? ¿En el cole?

—¡Eh, Rev! —le gritó uno de sus matones desde el Volvo—. Aquí tienen a una rubia en coma o algo así.

—Debe de ser su compañerita —dijo la chica vestida de cuero, desdeñosa, mientras le lanzaba una mirada de desprecio a Travis.

—Entonces ¿ya está? —preguntó con frialdad. Ya habían colocado todas las provisiones sobre la carretera—. ¿Nos podemos ir?

—No. Chaval, el chiste ese del reverendo… no sé, no has mostrado el debido respeto a los… a los…

—Custodios —le recordó la chica vestida de cuero.

—Los custodios de la Reina Carretera. Así que no podéis seguir por aquí. Tendréis que dar la vuelta.

—Espera un minuto, cerdo. —Mel parecía dispuesta a echársele encima, pero las armas que dejaron de apuntar a Richie para dirigirse hacia ella la detuvieron—. Ya hemos pagado tu estúpido peaje.

—Devolvedles las llaves —ordenó Rev—. Ha sido un placer hacer negocios contigo, chaval. Si vuelves por aquí, podemos repetir. 

—No esperes sentado —dijo Travis.

Por lo menos nadie le criticó abiertamente por haber decidido parar a ayudar a la chica vestida de cuero. Pero Travis sintió, mientras conducían hacia Willowstock por otra carretera, que sus compañeros pensaban que debería haber sido más espabilado, que no debería haberse arriesgado. Incluso Mel.

¿Había sido demasiado inocente? Quizá. Pero por motivos loables: para ayudar a la chica. Para hacer lo que su padre hubiese hecho. Pero, claro, ¿hubiese tenido tantas ganas de jugar a ser un héroe de haber sido la desafortunada víctima del «accidente» un hombre y no una mujer? ¿Hacía lo correcto solo para alimentar su ego? Lo que estaba claro era que sus decisiones habían puesto en peligro a sus compañeros. No obstante, ¿qué efectos tendría a largo plazo entre los supervivientes pensar que un accidente se trata en realidad de una emboscada, dar por hecho que no se puede confiar en los demás en vez de darles una oportunidad? La sociedad (y cualquier comunidad, incluso la familia) se cimentaba en la confianza. Travis pensó que si se perdía la confianza, se perdería todo lo que es valioso.

—Hemos llegado —anunció Richie—. Willowstock.

La arboleda se despejó, revelando las calles del pueblo ante ellos. La tienda en la que la abuela solía comprarle a Travis los caramelos que más le gustaban del surtido del señor Stickings, guardados entarros de cristal. El bar al que el abuelo va a hurtadillas durante la noche pensando que la abuela no miraba. La consulta del médico a la que le llevaron para que el doctor Parker le echase un vistazo a la rodilla, que se le había hinchado como un globo después de que un bicho le picase. Willowstock, el escenario de tantos recuerdos de la infancia, de todas aquellas estancias en la casita de sus abuelos durante años.

Travis temió que aquella visita fuese la última.

—Y ahora, ¿adónde? —preguntó Richie, frenando el coche a medida que se aproximaba al pueblo.

Al pasado, pensó Travis. De vuelta al pasado. Al mundo tal y como lo conocían, en el que los recuerdos eran reales y seguían vivos, donde todo era permanente y seguro.

—¡Mierda! —gritó Richie, frenando en seco.

Algo había golpeado la luna, mellándola. Una piedra.

—¿Qué puñetas…? —se unió Mel. Después llegaron más piedras, que chocaron contra el capó y rebotaron con gran estrépito contra las puertas. El ataque procedía de la derecha—. ¡Mirad!

Fue fácil avistar a los culpables: un puñado de niños andrajosos bajo las sombras del bosque, ninguno de ellos de más de once o doce años (los más pequeños quizá rondasen los cinco o seis), arrojando con todas sus fuerzas los proyectiles que encontraban.

—¿Así son los comités de bienvenida por estos alrededores, Naughton?—Richie se había quitado el cinturón y casi había sacado todo el cuerpo del coche mientras gritaba—. Os la estáis buscando, mocosos, ¿lo sabéis? ¡Os voy a hacer tragar las piedras!

—Seguro que sí —murmuró Simon—. Al fin y al cabo, son más pequeños que él.

Travis sujetó a Richie.

—No, Richie, no vas a hacerlo. Solo son niños.

—Sí —contestó Richie—. Como Gengis Khan, en su día.

—¿Ese no es tu modelo a imitar? —preguntó Mel.

—Piérdete, Morticia. Podríamos haber tenido un accidente. —Pero no se dirigió hacia los niños. En cualquier caso, estos regresaron al interior del bosque en cuanto les amenazó—. ¿Quiénes se creen que son? ¿Los hijos e hijas de Robin Wood y los Hombres Felices o qué?

—Seguramente no sepan quiénes son —dijo Travis—, o qué están haciendo. Puede que estén traumatizados. Vuelve al coche, Richie.

—Pero Trav, deberíamos… deberíamos hacer algo al respecto. —Mel se quedó mirando a los niños alejarse—. Con los pequeños, quiero decir. No podrán valerse por sí mismos, ¿no? No por mucho tiempo, en cualquier caso. ¿Qué les va a pasar?

—Ya haremos algo. —Travis era consciente de que había sonado algo brusco. Debía de ser cosa de los nervios, por estar tan cerca de la casa de sus abuelos—. Les ayudaremos. Les protegeremos. Pero de momento, no podemos. Necesitamos una base, un hogar y chicos algo más mayores con los que  establecer una comunidad funcional. Entonces podremos ponernos con los peques.

—A veces, Naughton —dijo Richie desde el asiento del conductor, fingiendo sentirse muy conmovido—, me haces sentir un nudo en la garganta.

—El nudo te lo voy a hacer yo en el cuello si no te callas y te pones en marcha, Coker —le espetó Travis—. Mis abuelos viven en una calle al otro lado del pueblo. Ya te diré cuándo girar.

—Travis, ¿estás bien? —Mel se inclinó hacia él para darle un apretón en el hombro.

Él le apartó la mano como si tal cosa.

—Estoy bien. Estoy bien. Vamos… vamos para allá.

Habrían fallecido, por supuesto. Como sus padres. Como los padres de todo el mundo. Como el tío Phil. No podían estar vivos. Era imposible. ¿Por qué se permitía siquiera pensar lo contrario? Era ridículo. Tenía que afrontar la realidad. La realidad de la enfermedad.

Y sin embargo…

La casa de sus abuelos no había cambiado en absoluto. El mismo tejado inmaculado. Las paredes blancas. El jardín impecable, cuidadosamente mantenido. El caminito a través del césped, siempre despejado. La puerta de entrada, verde, a juego con la del jardín, pintada esta con el mismo bote (Travis ayudó al abuelo en la tarea, aunque… «El chaval tiene más pintura encima que la puerta, abuela.»).

Richie aparcó el coche y apagó el motor.

—Hemos llegado —dijo.

Era la misma de siempre. Pero algo había cambiado.

La puerta del jardín estaba abierta, cuando la abuela siempre la tenía cerrada. La puerta de entrada también estaba abierta, un poquito, ligeramente entornada, pero no se esperaba ninguna visita, así que no había motivo para que no estuviese…

Había alguien dentro. Dentro de la casita de sus abuelos. Alguien que no debía estar ahí.

Travis se bajó del coche y corrió hacia la puerta, haciendo oídos sordos a los gritos de Mel.

—¡Abuela! —gritó—. ¡Abuelo! —Sus nombres trajeron consigo lágrimas, ira y dolor.

En el sofá del salón había una chica. Una intrusa. Se puso de pie dando tumbos, confundida, como si estuviese durmiendo y la hubiesen despertado de golpe. Una intrusa. Vestida con ropa raída, con el pelo corto y rojizo. Parecía un hada.

Pero no lo era. Era una intrusa. Abrió la boca.

—He…

Travis no permitiría que le mintiese.

Le pegó semejante puñetazo a Tilo en la boca, que esta cayó sobre el sofá con el labio sangrando.

—Buen golpe, Naughton —dijo Richie con admiración desde el umbral.

Mel le apartó y entró en la casa.

—¿Travis? Ay, Dios.

—¿Qué haces aquí? —le gritó Travis a la pelirroja, a punto de golpearla de nuevo—. ¿Qué haces aquí?

—Trav, tranquilo. —Mel le abrazó desde la espalda e intentó tirar de él para alejarlo de la chica, que se cubría, asustada, con los brazos.

—Lo siento —gimió Tilo.

—¿Quién te crees que eres? Esta es la casa de mis abuelos. De mis abuelos.

—Lo siento.

—¿Dónde están? Contesta. ¿Dónde están?

—Arriba —dijo Tilo.

En un instante, la sangre se esfumó del rostro de Travis, al igual que la rabia de su expresión.

—Quita de encima, Mel —le dijo con frialdad. Ella sintió aquel cuerpo relajarse entre sus brazos, como si acabase de morir, y quiso seguir sujetándolo precisamente por eso. Pero obedeció. Sin mediar palabra, se volvió y abandonó la habitación. Tensos, Richie y Simon se hicieron a un lado para abrirle paso.

Travis encontró a sus abuelos donde debería haber mirado primero: en su pequeño dormitorio con el techo inclinado y una preciosa vista del bosque, más allá del jardín. Recordó como solía mirar por la ventana de niño mientras decía:

—Desde aquí se puede ver el mundo entero, abuela, el mundo entero.

 Entonces, su abuela le besaba el pelo (una costumbre que tenía) y le decía:

—Tú eres el mundo entero para mí, Travis. —Le gustaba pensar eso, incluso entonces.

La abuela estaba tumbada al lado del abuelo en la cama. Estaban tapados, pero Travis retiró la sábana. Le tranquilizó poder confirmar la identidad de los fallecidos. Por lo menos sus rostros parecían tranquilos, relajados, bajo las marcas carmesíes de la enfermedad. Odiaba con toda su alma las huellas de aquel mal, que grababa el rostro de sus seres queridos como si la propia muerte los pintarrajease.

—Demasiado tarde —murmuró—. Lo siento mucho.

—¿Trav?

—Era Mel, vacilante. Le había seguido arriba.

Él la ignoró… sabía que estaba allí, pero fingió no enterarse. En aquel momento tan doloroso no había sitio para nadie. Bajó las escaleras hasta llegar a la puerta y caminó hasta el jardín. Sintió el calor del sol y observó el inmaculado azul del cielo mientras inhalaba el aroma de las flores abriéndose en primavera. Los insectos tocaban una melodía arrítmica con sus zumbidos. Pensó en lo que le había dicho a Mel aquella misma mañana: la vida seguía, pese a todo. Por alguna razón, parecía más fácil creer en aquellas palabras cuando era él quien las decía. Pero claro, en ocasiones era más fácil consolar a los demás que ser consolado. Pensó que, desde la llegada de la enfermedad, no había llovido. O la naturaleza estaba decidida a mostrar la importancia de seguir con la vida, o se estaba fraguando una tormenta.

—Travis.

Quién si no.

—Mel, ¿me estás siguiendo?

—Algo así. No para nada porque estés enfadado, ¿sabes? No tienes que ocultarlo. A mí no, por lo menos.

—Sabía que estarían muertos, de verdad. ¿Cómo no iban a estarlo? Pero aún así… —Travis se volvió hacia ella, sin importarle que le viese llorar—. Mel, quería que no lo estuviesen con todas mis fuerzas. —Ella le abrazó, consolándolo, a falta de palabras, con acciones—. Pensaba que eran nuestra última oportunidad, que serían nuestra última conexión con el mundo de los adultos. Pero ellos también se han ido. Ahora todo depende de nosotros, Mel.

—Lo sé. Y nos las apañaremos. Confiamos en ti, Trav.

De pronto arqueó las cejas, confundido. 

—Espera. Acabo de pensar que… mis abuelos estaban tapados, los dos. ¿Quién…?

—Ella —dijo Mel—. La chica a la que… Se llama Tilo. Lo hizo ella. Me lo dijo cuando te seguí abajo. Pensaba que la casita estaba vacía, así que entró en busca de un lugar en el que descansar y se encontró con tus abuelos. Los tapó y les arregló para que tuviesen un aspecto más digno.

—¿Hizo eso por ellos? —Travis sintió una inmensa gratitud en su corazón—. Y voy yo y se lo agradezco hinchándole el labio. —También sintió vergüenza.

—Nadie te va a culpar por tener un arrebato de nervios, Travis.

—Yo sí. —Travis inhaló profundamente, intentando recuperar el control. Perder los estribos de esa forma ante una provocación real o figurada… le hubiese cerrado todas las puertas para convertirse en agente de policía—. Será mejor que traigamos a Jessica aquí dentro. Después, creo que me va a tocar pedir disculpas. Y Mel… gracias por seguirme.

Los demás continuaban en el vestíbulo. Simon había encontrado una caja de pañuelos de papel y le estaba quitando la sangre del labio a Tilo con uno de ellos. Richie, por su parte, había dado con una botella de limonada y estaba dando buena cuenta de ella, sediento.

—Segundos fuera, segundo asalto —anunció cuando Travis, Mel y Jessica entraron en la estancia.

Travis reaccionó lanzándole una mirada de advertencia. Dejó que Mel se ocupase de Jessica y se dirigió hacia el sofá.

—Tilo —dijo—. Mel me ha dicho que te llamas Tilo.

—Tilo Darroway —confirmó la chica.

—Yo soy Travis Naughton.

—Eso me han dicho.

—Bueno —dijo mientras se arrodillaba en el suelo ante ella—. Quería darte las gracias y pedirte disculpas y la verdad, no sé muy bien por cuál de las dos empezar. 

—No merezco ni lo uno ni lo otro. Sé que no debería estar aquí.

—Nos alegramos de que estés aquí, nena. Cuantas más chicas, mejor —dijo Richie, lascivo—. Tres chicas para dos chicos. Simoncete no cuenta.

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