Read La tierra heredada 1 - Tiempo de cosecha Online
Authors: Andrew Butcher
Tags: #Ciencia ficción, Infantil y juvenil, Intriga
Al ser demasiado joven para estar en el frente, su tarea consistía en supervisar el transcurso de la batalla e informar a Antony, que se encontraría en el patio interior, acerca de dónde se precisaban refuerzos. Al principio, a Simon no le gustó un pelo el hecho de que le hubiesen emparejado con un chico tan joven: colaborar con Giles podía hacerle parecer incapaz de combatir y su tarea le pareció cobarde y patética. Pero había cambiado de opinión. No es que fuese un cobarde. Es que años de persecución constante le habían enseñado a anticipar el dolor y el peligro.
Y Harrington estaba a punto de sufrir un montón de dolor.
Las fuerzas de Rev incluían motos, cómo no. Puede que una docena, puede que más (Giles se ocupó de contarlas), completas con conductor, pasajero y armas. ¿Y botellas? ¿Era cristal lo que brillaba en las manos de los acompañantes? Pero eso no era todo. Los moteros se habían repartido en otros medios de transporte. Coches. Furgonetas. Vehículos grandes. No va ser nada fácil detenerlos con flechas, pensó Simon, aterrado. Un autobús avanzaba cubriendo la retaguardia. Para nada va a ser fácil. Parecía que el ataque iba a llevarse a cabo en dos oleadas: primero los coches, luego las motos. Giles también lo pensó.
—Será mejor que vaya a informar a Clive de cuántos son —dijo mientras se alejaba—. Quédate aquí, Satchwell.
—Aquella última instrucción fue innecesaria: Simon no tenía ninguna intención de marcharse. Abrió los ojos de par en par y observó la batalla que se libraba a sus pies.
Los jóvenes de Harrington no tardaron en enfrentarse al enemigo. Los disparos de escopeta resonaron desde sus escondrijos entre los árboles, proyectando fogonazos entre aquel escenario gris. Las flechas viajaron bajo el cielo oscurecido. Pero, al contario que las desafortunadas bajas del día anterior, los seguidores de Rev estaban preparados para el ataque y devolvieron los disparos desde las ventanas de sus coches. Un arquero, frustrado al comprobar que sus flechas rebotaban, tan inútiles como ramitas, contra la carrocería de los vehículos que se aproximan, abandonó la cobertura para tener una mejor perspectiva desde la que apuntar, dándole al enemigo una oportunidad para hacer lo mismo. Gritó cuando una bala se estrelló contra su pecho. Cayó de bruces al suelo.
Gimió, agonizante, sobre la hierba empapada. Tenía trece años. El chico que corrió en su ayuda nunca vio venir el disparo. Su mirada quedó clavada en su amigo caído mientras su propio cuerpo se desangraba a su lado.
En otro lugar, éxito. La furgoneta blanca, que en el pasado perteneció a unos fontaneros, cayó en un fuego cruzado mientras se dirigía a toda velocidad hacia el colegio. Dos de sus ruedas reventaron. El vehículo empezó a dar bandazos hasta estrellarse de frente contra un roble. Su conductor aprendió por las malas, y de la forma más dolorosa, por qué es una buena idea ponerse el cinturón de seguridad: el frenazo hizo que atravesase la luna, pero no el árbol. Los pasajeros abandonaron el vehículo, convirtiéndose en un blanco vulnerable para los arqueros de Harrington. A poca distancia de allí, un valiente tirador se expuso en solitario a un Peugeot que se dirigía hacia él, haciendo añicos el cristal con un solo disparo antes de apartarse del camino del vehículo que, fuera de control, no consiguió esquivar una robusta rama caída, despegando del suelo hasta caer arrastrándose sobre el techo con las ruedas girando en el aire, inútiles.
Tuvieron éxito, sí…, pero muy poco, y este apenas fue determinante.
Aunque la empapada carretera hacía que las ruedas resbalasen, las fuerzas de Rev dejaron atrás rápidamente al contingente principal de defensores de Harrington y la cobertura tras la que se ocultaban. Un arquero abandonó el amparo que el ofrecía una vieja estatua y la flecha de un compañero le alcanzó de refilón. Uno de los chicos se detuvo a recargar, pero no tuvo la oportunidad de hacerlo: una bala le destrozó la mano. Otro apoyó la espalda contra una haya y, poco después, se deslizó hasta el suelo; la sangre descendió por la corteza del árbol como si quisiese volver sus venas.
La línea defensiva de Harrington se rompió en varios puntos y la disciplina de quienes la formaban se vino abajo sin que aún hubiesen llegado las motos y el autobús. Los chicos, tanto los ilesos como los heridos, retrocedieron. No había ni rastro de Leo Milton para fortalecer la frágil moral.
Tras las barricadas del arco, Travis miró con preocupación a Antony Clive.
—Muy bien, ¡abridla! –gritó el delegado—. ¡Que entren!
Los supervivientes se replegaron el patio interior mientras sus camaradas contenían con fuego sostenido el avance de los vehículos los perseguían. Sin embargo, pensó Travis, el enemigo no parecía estar demasiado interesado en acceder el interior. Los coches viraron a la izquierda y a la derecha para rodear el colegio.
Entonces tuvo lugar la segunda oleada del asalto. Los moteros, con Rev a la cabeza.
* * *
La escena que observaba Simon desde la ventana del primer piso le recordaba a unos nativos americanos asaltando la vagoneta de un tren en una película del Oeste, solo que en aquella ocasión los arcos y las flechas eran las armas de los defensores. Los atacantes utilizaban proyectiles muy distintos. Fue entonces cuando cayó en la cuenta de para qué eran las botellas rellenas de un líquido que no eran agua. Los trapos que pendían de sus cuellos prendieron.
—¿Qué son? —preguntó el joven Giles, jadeando, tras él.
—Cócteles molotov —dijo Simon, aterrorizado—. Vamos a necesitar esos extintores.
—Avisaré a Clive. —Y Giles volvió a desaparecer.
—Créeme —murmuró Simon—, ya se enterará.
La primera de aquellas bombas de combustibles arrojadas desde uno de los coches explotó sin causar el menor daño contra los muros. Pero los motoristas cada vez estaban más cerca del colegio, aproximándose a sus vulnerables ventanas, muchas de las cuales estaban desprotegidas. El cristal se hizo añicos cuando los cócteles molotov las atravesaron hasta alcanzar el interior de Harrington, prendiendo las cortinas, los pupitres y los suelos de madera.
* * *
Mel y Tilo oyeron gritar a una chica. Corrieron en dirección al sonido llevando consigo los extintores. Les iban a venir muy bien. Llegaron a la sala de espera para visitas: su ventana era como una boca dentada, gritando, y varias de las sillas estaban ardiendo. Dos de los miembros más jóvenes de la comunidad Harrington, un chico y una chica, menores de diez años los dos, estaban encogidos de miedo en el suelo.
—Ya me ocupo yo, Tilo. Tú encárgate de ellos —dijo Mel mientras vertía espuma sobre el fuego.
—No pasa nada. Todo va a salir bien. —Tilo estaba tranquilizando a los niños, pero era en Travis en quien pensaba.
Este abrió la boca de par en par, horrorizado, a descubrir cuál iba ser el propósito del camión: se dirigía de cabeza hacia el arco, escoltado por varios moteros (salvo uno, que cayó abatido por una bala de Harrington).
—Va a entrar —predijo Antony—. No tenemos nada capaz de detenerlo. —Ya llevaba un arma encima, pero cogió una similar que un herido había dejado atrás—. ¿Sabes cómo usar una de estas, Travis?
—Ahora es un buen momento para aprender. —Cogió la escopeta; su particular clavo ardiendo al que agarrarse.
El autobús cada vez parecía más grande con cada segundo que pasaba.
Recorría la línea 143, hacia Otterham… parecía haberse salido de su ruta. El conductor saltó del vehículo antes de que la velocidad fuese excesiva, pero debió de haber fijado el acelerador de algún modo, porque el autobús no frenó en absoluto. De hecho, cada vez iba más deprisa…
—¡Dispersaos! —gritó Antony. Todo el mundo obedeció, incluido Travis, que se precipitó sobre la hierba y miró hacia atrás a tiempo para ver que el autobús atravesaba como un ariete la frágil barricada, saltando por los aires a causa del impacto y perdiendo el techo al colisionar este contra el arco de piedra. Cuando aterrizó de nuevo con gran estrepitó, la parte trasera giró hasta quedar el vehículo de lado, atravesando el patio interior con un chirrido… hacia los vehículos de Harrington.
—¡No! —gritó Carburetti. Pero las palabras no son muy eficaces a la hora de detener a un vehículo en marcha.
El autobús colisionó contra los coches llenos de combustibles. Una violenta explosión sacudió Harrington mientras una llamarada volcánica se alzaba hacia el cielo.
Pese a todo, pensó Antony, el fuego podía contenerse. No llegaría a afectar al colegio. Podían dejar que se extinguiese solo. El fuego no era un problema.
Lo que sí era un problema eran los motoristas que se adentraban en el patio interior a través del camino que abrió el autobús, aullando con perversa alegría. Para Rev, la gasolina en llamas olía a victoria.
Pero los miembros de Harrington aún no habían sido derrotados. El lema del colegio era «Evita el camino fácil». Era lo que habían hecho hasta entonces y ahora era el momento de su recompensa.
—Leo —exhaló Antony.
Y del terreno que rodeaba el colegio, entre las flechas rotas y los casquillos de bala, entre los coches accidentados y los cuerpos, desde los árboles tras los que se habían ocultado y la maleza tras la que se habían escondido, aparecieron doce miembros de Harrington uniformados. Leo Milton los condujo a toda prisa hacia el colegio con una sonrisa en los labios.
Simon los vio, por supuesto, y cayó en la cuenta de que estaba teniendo lugar la última fase del plan de defensa de Antony Clive. Una pinza. Los moteros mordieron el anzuelo de una falsa retirada. Su única ruta de escape pasó a estar bloqueada por los disparos de los miembros de Harrington comandados por Leo Milton, frescos y completamente armados, los mejores tiradores del colegio. Hasta entonces la cosa iba bien.
Por otra parte, Simon había oído la explosión (las piedras parecieron temblar por la sacudida) y el pequeño Giles no había regresado del patio interior.
Quizá estuviese herido. La batalla aún no había terminado. En ese caso, ¿qué podía hacer? Aunque se le había asignado aquella posición en el piso superior, su utilidad táctica era bastante limitada. ¿Qué debía hacer?
Richie Coker estaba haciéndose exactamente la misma pregunta.
—¡Salva los libros! ¡Salva los libros! —gritaba Digby, apostado tras la ventana desde la que disparaba de forma casi indiscriminada (era evidente por qué no le habían asignado al escuadrón de Leo Milton). Y sí, si hubiese estado a lo que tenía que estar, quizá un cóctel molotov no hubiese atravesado la ventana, prendiendo fuego a las secciones de psicología y sociología de la biblioteca.
Tampoco es que se pierda gran cosa, pensó Richie, pero roció las estanterías con la espuma del extintor de todas formas. Prefería ocuparse del fuego de la biblioteca antes que del de las armas.
Sin embargo, Digby no hacía más que gritar y gritar.
—Ponle más ganas, Coker. Tenemos que salvar esos libros.
—Los tíos que escribieron toda esa mierda están muertos. Les dará igual. —O dicho de otro modo, pedazo de imbécil, murmuró Richie para sí, cierra esa bocaza de niño rico.
Y puede que alguien le escuchase: Digby profirió una especie de gárgara desde la ventana y se volvió hacia el interior de la biblioteca; su escopeta cayó al suelo con un traqueteo y la herida que le había provocado la bala de un motero al pasar rozando por su frente empezó a sangrar. El chico se precipitó sobre la sección «ficción general» de la T a Z.
Tras conseguir que las llamas remitiesen, conservando las deliberaciones de Freud y Jung para la posteridad, Richie sintió un impulso de lo más molesto por comprobar en qué estado se encontraba su involuntario compañero antes de abandonar su puesto. Inconsciente pero vivo, Digby tendría que tirar su camisa de Harrington y su americana de pijo a la lavandería cuando se recuperase… si Rev no estaba al mando para entonces.
Pero no estaba muerto. Bien. De ser necesario, Richie podría explicar que abandonó la biblioteca en busca de atención médica para Digby… convirtiendo un acto de cobardía en una piadosa misión. Era el momento de pasar muy, muy desapercibido.
Richie salió de la biblioteca a todo correr, pero no hacia el patio interior.
Allí, el círculo se estrechaba en torno a los invasores. Era imposible ver la expresión de Rev, acompañado sobre su moto por la chica vestida de cuero, pero Travis pensó que no sería tan alegre como hacía un minuto.
Los moteros habían accedido al patio interior y rugían en torno al fuego que consumía el autobús y los coches, pero al hacerlo se habían visto rodeados por un anillo de estudiantes de Harrington motivados y decididos. Con armas. Y haciendo buen uso de ellas. Las flechas silbaron. Las armas rugieron. Lluvia y llamas.
—¡Por Harrington! ¡Por Harrington! —gritaba Antony.
Travis sentía el retroceso de la escopeta por todo su cuerpo cada vez que apretaba el gatillo, como si arma y portador fuesen uno.
Las tornas estaban cambiando.
Pero algunos de los moteros habían accedido al interior del edificio.
Mel y Tilo oyeron sus voces, tronantes como andanadas de artillería, recorriendo el pasillo hasta llegar a la sala de espera. Los niños pequeños también las oyeron y empezaron a llorar.
—¡Quedaos aquí! —Mel cerró la puerta de golpe y los colocó a todos en mitad de la habitación, para que llamasen la atención de todo aquel que entrase en la estancia—. Confiad en nosotras. Todo va a salir bien. Venga, Tilo: tú y yo, a cada lado de la puerta. —Esperaron, levantando los extintores sobre sus cabezas. En una situación de necesidad, cualquier objeto podía convertirse en un arma.
Obviamente, las chicas hubiesen preferido que el enemigo pasase de largo.
Pero no lo hizo.
Las puertas se abrieron de golpe. Dos chicos con chaquetas de cuero entraron en la habitación. Vieron a los niños. Sonrieron como hienas.
Los extintores se precipitaron sobre ellos como dos borrones carmesíes. El de Mel acertó a su objetivo en plena cabeza, haciendo que se desplomase sobre el suelo. Su compañero reaccionó un poco más rápido, o quizá Tilo fuese un poco más lenta que su amiga a la hora de atacar a los chicos. En cualquier caso, echó la cabeza hacia atrás justo a tiempo para esquivar el golpe, que solo consiguió quitarle la pistola de la mano.
—Maldita sea… —Tilo dio un paso al frente para lanzar un nuevo ataque—. Maldita sea.
—Tilo —gruñó Fresno.
—¿Sabes? Creo que me alegro de verte, Fresno —dijo Tilo con desprecio—, porque tengo algo para ti.