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Authors: Andrew Butcher

Tags: #Ciencia ficción, Infantil y juvenil, Intriga

La tierra heredada 1 - Tiempo de cosecha (44 page)

BOOK: La tierra heredada 1 - Tiempo de cosecha
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—Aumentarla, querrás decir —matizó Leo Milton, pomposo.

—Sí, bueno. Subirla. —Y tú súbete aquí y baila, pensó Travis.

—A su debido tiempo —dijo Antony—. Recogeremos la cosecha. Mejoraremos nuestra cría de animales, conseguiremos pollos y cerdos, los alimentaremos hasta que estén listos para sacrificar y solo entonces nos los comeremos. Con el tiempo, seremos todo lo autosuficientes que podamos. Pero de momento, dependemos de los suministros que hemos traído de las tiendas y supermercados cercanos. Cuantos más seamos más provisiones necesitaremos, y a medida que vaciemos nuestras despensas tendremos que ir más lejos a por comida. Los viajes serán más largos, necesitaremos más gasolina y puede que más vehículos. Tenemos que tener cuidado de no extralimitarnos.

—En cualquier caso —añadió Leo Milton— Harrington siempre fue una institución selecta.

—No es cuestión de selección, Leo —le reprochó Antony—. Es cuestión de supervivencia.

—Claro, Clive.

—Actualmente nuestra comunidad consta de sesenta y cuatro miembros —dijo Antony—. Si llegase alguien más buscando refugio, sería impropio denegarle la entrada. Pero, por ahora y hasta que no pase un tiempo, no podemos seguir buscando activamente nuevos reclutas. —El delegado se encogió de hombros—. Lo siento, Travis.

—No, te entiendo. —Y lo entendía. Pero preferiría no estar acompañado de Leo Milton. Le daba la impresión de que el pelirrojo había influido en la decisión de Antony para poner al recién llegado en su sitio—. Entonces supongo que me he quedado sin trabajo.

—Sí y no —dijo Antony, provocando que su asistente le lanzase uno mirada furtiva—. Lo que nos lleva a las buenas noticias… bueno, o espero que las encuentres buenas. Quería hablar contigo. Con los dos. Todavía no se lo he dicho a Leo.

—¿Y bien…?

—Ahora somos sesenta y cuatro residentes en Harrington y más de la mitad no eran estudiantes aquí. Por lo tanto, creo que sería sensato nombrar a un segundo asistente con responsabilidades específicas para con esos nuevos miembros de nuestra comunidad. Y cuando digo nombrar, quiero decir invitar. Travis, creo que tenemos mucho un común. Creo que ya hemos demostrado que podemos trabajar juntos. Si lo quieres, el puesto es tuyo.

—¿Que si…? —Asistente del delegado. Puede que fuese ridículo utilizar semejantes términos tras la enfermedad, pero era una especie de ascenso. Una distinción. Papá hubiese estado orgulloso—. Me honra, Antony. Acepto.

—Excelente. Me alegro mucho. —Y se estrecharon la mano con fuerza—. Ni qué decir tiene que a partir de ahora trabajarás codo con codo con Leo. Estoy seguro de que os llevaréis muy bien.

—Seguro que sí, Clive. —El apretón de manos de Leo fue un poco más tibio que el anterior.

—Nos llevaremos de maravilla —dijo Travis. Evidentemente, no había dicho que sí al puesto solo para ver aquella expresión de resentimiento en el ya de por sí colorado rostro de Leo…, pero fue un buen añadido.

—Y otra cuestión: creo que deberíamos organizar un pequeño evento social mañana por la tarde en la sala de fiestas. Con música. Y baile. Esa clase de cosas. Quiero que todo el mundo tenga la oportunidad de celebrar lo que hemos conseguido hasta ahora. Para recordarnos, después de la pesadilla que hemos vivido, que aún tenemos derecho a divertirnos. ¿Qué te parece?

—Antony —dijo Travis con aprobación—, que empiece la fiesta.

* * *

Pero fue un poco rara.

En parte, por supuesto, porque Travis nunca había estado en una fiesta (o un «evento social») en una sala de aquellas características. El ambiente era algo distinto al de las abarrotadas habitaciones en las que estaba acostumbrado a beber, a bailar y a probar suerte con las chicas. Aquel lugar le intimidaba, aunque aquella noche lo hubiesen iluminado con velas para crear una atmósfera más íntima. Los imponentes muros de piedra y las ventanas (las que habían sobrevivido al ataque de Rev) de colores, como las de una iglesia, no parecían haber sido diseñados para crear un ambiente divertido. Además, la música no terminaba de ser apropiada. Cuatro estudiantes de Harrington tocaban melodías con el violín y una chica de Midvale se hizo con una de las guitarras acústicas del colegio para tañer unos acordes. Pero Travis supuso que la naturaleza de la música era irrelevante: era una melodía y con eso bastaba.

En cualquier caso, Travis se sentía extraño, incómodo, y sobre él se proyectaba una sombra de culpabilidad por tener ganas de reír, de bailar, de pedirle a Mel, a Jessica, o a Tilo, que bailasen con él. Por la posibilidad de que, por un momento bajo la luz de las velas y la melodía de viejas canciones, se olvidase de la muerte de su madre, de sus abuelos, de incontables millones de personas… ¿Estaría mal si volvía a reír? Si se lo pasaba bien, ¿sería un insulto al recuerdo de aquellos que habían muerto, una traición… o un homenaje? ¿Cuánto tiempo deberían guardar luto por el pasado?

No mucho en el caso de los niños como Enebrina ni Sauce, desde luego. Estaban en una sección de la pista de la que ya se habían retirado las mesas; dando palmas, chillando, intentando mantener el ritmo con el cuarteto de cuerda de Harrington. Niños… Travis asumió que eran más resistentes, más adaptables. En aquellas mentes jóvenes, realidad y fantasía se entremezclaban. La enfermedad y el monstruo de debajo de la cama eran lo mismo. Puede que hubiesen querido a sus padres (así lo esperaba), pero no habían llegado a conocerlos, no como personas, como individuos, y es precisamente a quienes no se conoce a quienes antes se olvida. Aquella era la generación de auténticos supervivientes.

—Eh, Trav. —Era Mel. Estaba sentada en un banco junto a Jessica—. Me recuerdas al chiste del caballo.

—¿Qué chiste? —Se acercó hacia ellas.

—Ya sabes, entra un caballo en un bar y el camarero le pregunta: «¿A qué viene esa cara tal larga?».

—Hum. Quédate sentada, que no vales para el club de la comedia.

—Pero pareces un poco triste, Trav —añadió Jessica—. Ya sé que todos nos sentimos así, pero…

—Tienes que esforzarte. Como nosotras. —Mel sonrió, señalando ropa que llevaban—. Que para algo nos hemos puesto la ropa de fiesta. —La idea de que cada uno tuviese su propio armario recordaba a Ios tiempos previos a la enfermedad. Habían traído la ropa a Harrington desde las tiendas y casas cercanas, apilándola en montones para chicos y chicas; después, cada uno se hizo con la ropa que quería según sus gustos y talla. Jessica iba emperifollada con un ostentoso y llamativo vestido e incluso Mel se había animado a ponerse algo más vistoso de lo habitual, aunque del habitual color negro.

—Estáis guapísimas. Las dos —dijo Travis con sinceridad—. Y no lo digo solo por la ropa. De hecho, no lo digo por la ropa en absoluto, —Jessica casi estaba recuperada del todo y Mel se sentía feliz por ello… aún había cosas que agradecer.

—¿Y qué hay de mí, Travis? —dijo Tilo tras él—. ¿Qué tal estoy? —Llevaba un vestido blanco, sencillo y corto, con las piernas descubiertas. Parecía que Tilo había dejado atrás la rústica moda de los Hijos de la Naturaleza.

Travis sintió que se le aceleraba el pulso.

—¿Sobre diez? Veinte. Como mínimo.

—¿Significa eso que si te pido un baile, me lo concederás?

—Prueba a ver.

—¿Quieres…?

—Sí.

Tilo rio, Travis sonrió y juntos se unieron a los pequeños en la pista. De acuerdo, puede que Tilo hubiese dejado escapar esa misma risa nerviosa con Fresno o con otros chicos, pero ya no estaban allí y no lo estarían jamás. Travis podía ignorarlos. Podía aislarlos de su mente. Era lo que quería. Y no estaba mal en absoluto pasar un buen rato: después de todo, no podía evitarlo. Y de pronto, el color de pelo favorito de Travis pasó a ser el pelirrojo, para los ojos, el miel, eran las manos de Tilo las que quería estrechar y su cuerpo con el que quería entrar en sinuoso contacto… Sí, había cosas que agradecer.

Antony vio a Travis y a Tilo empezar a bailar desde un extremo de la sala y se alegró. Aquello significaba que tenía vía libre para acercarse a Mel. Podría haberlo hecho hasta entonces, claro, pero los nervios no hacían más que retrasarlo. Pero ¿qué motivos tenía para estar tan nervioso? Las palabras eran bastante sencillas: «Melanie, ¿quieres bailar?». No eran más que tres, así que tampoco le costaría recordarlas. Y estaban en su idioma. Pero el problema no radicaba en lo que él tuviese que decir, sino en lo que Mel le pudiese responder. Una sola palabra, por ejemplo, un «no». La posibilidad de que le rechazase no le hacía ninguna gracia. Ojalá tuviese más experiencia con chicas como Mel, aunque el hecho de que fuese tan diferente era lo que la hacía tan atractiva. Aquel cabello negro, su ropa (¿era un look gótico? Desde luego, así es como se llamaba… o eso creía), su mirada penetrante y su lengua afilada, aquella confianza que la hacía perfectamente capaz de defenderse sola, la diferenciaban de las sofisticadas chicas vestidas de diseño con las que los estudiantes de Harrington solían confraternizar. De hecho, para ser sinceros, le hubiese gustado tener más experiencia con cualquier tipo de chica. Antony podía hablar de política y filosofía durante horas, pero a la hora de expresar emociones tenía unas lagunas considerables. Lo más seguro y menos embarazoso sería no pedirle un baile a Mel y punto. Pero él no dejaba de ser el delegado del colegio Harrington y tenía que vivir de acuerdo a sus preceptos. Evitar el camino fácil.

—Hola, Antony. —Mel le sonrió. Un buen comienzo.

—Hola, Antony. —También Jessica. Jessica Lane, según recordaba.

—Ah, buenas tardes. ¿Qué tal te encuentras, Jessica? —Quedaría bien si se interesaba por el estado de salud de su amiga.

—Mejor. Muy bien, dentro de lo que cabe… por lo menos sé dónde estoy. Gracias por preguntar.

—Sí, bueno, eh… —Se acabaron los preliminares.

—¿Duermes con eso puesto?

—¿Disculpa? —Mel le observaba con ojos divertidos. ¿A qué se refería?

—A eso que llevas puesto. A la americana y la corbata. ¿Te las quitado son parte de ti, como una especie de segunda piel? Se supone que estamos en una fiesta y vas vestido como si estuvieses de viaje de negocios.

—¡Mel! no seas mala —le reprochó Jessica.

—No soy mala, solo pregunto.

—No le hagas caso, Antony —dijo Jessica—. Creo que vas muy elegante.

—Sí, bueno, hum… Melanie, ¿querrías…?

—Mel —le corrigió la chica.

—Mel, ¿querrías bailar?

No iba a querer. En absoluto. Por cómo parpadeó involuntariamente y por el gesto de sus labios, esbozando una sonrisa forzada para no herirlo más de lo necesario. Todas sus palabras podían resumirse en una.

—Oh, Antony, es todo un detalle por tu parte, pero no bailo. Con nadie, la verdad. Y menos esta noche. Solo quiero quedarme aquí con Jessica y mirar. Para asegurarme de que esté bien —dijo mientras le frotaba la espalda a su amiga.

—Estoy bien —protestó Jessica sin mucho énfasis. Después, miró a Antony—. A mí…

—Claro. Claro. —Tras el rechazo se imponía una retirada. Inmediata—. Solo queréis pasar una buena tarde. Será mejor que… hum… me marche. Nos vemos. —Fin de la humillación.

—Eres un poco borde, Mel —le reprochó su amiga cuando se aseguró de que Antony no podía oírla.

—¿De qué hablas? Estos chavales de colegio privado aguantan lo que les echen. Y reconozco que Antony no es de los más zoquetes, que a algunos parece que se les ha subido el dinero a la cabeza.

—Deberías haber bailado con él, ya que se ha atrevido a pedírtelo. Desde luego, yo hubiese bailado si me lo hubiese pedido a mí —dijo, apenada, mientras seguía al muchacho rubio con la mirada hasta que desapareció.

—Eso es porque eres mejor persona que yo, Jessica Lane. Pero siempre lo hemos sabido. —Le dio un achuchón—. Prefiero estar aquí, sentada a tu lado.

—Por mí bien —dijo Jessica, visiblemente irritada, mientras se sacudía el abrazo de Mel con los hombros—. Pero no tienes que hacerme de muleta. Puedo apañármelas yo sólita, ¿o es que no te has dado cuenta? —Vio el dolor dibujándose en el rostro de Mel—. Lo siento. Lo siento. No quería… después de todo lo que has hecho por mí… Es solo que, no sé, el hecho de que un chico le pidiese bailar a una chica me hizo recordar.

—¿El qué? ¿Estás bien?

—¿Sabes dónde estábamos hace dos semanas, qué estábamos haciendo? Estábamos en mi casa, celebrando mi decimosexto cumpleaños. Hace dos semanas. Nada más. Lo que dura un campamento de verano. ¿Dónde están todos los que estaban entonces? ¿Cuántos de nuestros amigos siguen vivos? Mel, ¿qué vamos a hacer?

Y en aquella ocasión, cuando Mel la estrechó de nuevo, Jessica no se opuso.

Mientras tanto, a un par de puertas…

—¿Qué, Tony, Morticia te ha dado calabazas? —le provocó Richie Coker.

—Me llamo Antony —le corrigió el delegado fríamente. Miró a Richie, apoyado contra una pared con una gran lata de cerveza en la mano, con descubierta hostilidad—. De hecho, no vuelvas a llamarme Tony. Y no tengo ni idea de qué estás hablando.

—Lo que tú digas. Y creo que sí sabes de qué hablo. Pero el problema, Tony, es que Morticia es una chica de verdad y las chicas de verdad necesitan hombres de verdad, ¿sabes lo que te quiero decir?

Antony profirió un despectivo gruñido y se alejó de Richie, digiriéndose al otro extremo de la sala. Richie se echó a reír y levantó la lata, burlón, como si saludase. Así se le bajarían los humos a aquel niño pijo. La noche estaba yendo mucho mejor de lo esperado. La cerveza contribuía a ello, evidentemente: todo era mejor con una cerveza. Pero había vaciado la lata. No pasaba nada. Había más en la habitación de al lado. Tony Clive y Panocha Milton habían fijado el límite de edad para el consumo de bebidas alcohólicas (durante ocasiones especiales) en catorce años. Parecía que, después de todo, tenían dos dedos de frente.

Richie se dirigió a la habitación contigua en la que se encontraba la bebida. Estaba casi vacía. Todo el mundo estaba en la sala, bailándolo charlando (dos pérdidas de tiempo, pudiendo beber), salvo por el triste perdedor que siempre encontrabas en la cocina durante las fiestas, aunque aquella habitación llena de mapamundis no fuese exactamente una cocina.

—Simoncete, viejo amigo, ¿cómo va todo?

—Hasta ahora bien. —Simon apretó los labios—. Pero, de pronto, tengo unas ganas tremendas de vomitar. ¿Por qué será, Coker?

—Eh, eh, Simoncete. —Richie le hizo un ademán de advertencia con el dedo—. En casa no me hubieses hablado así. No te hubieses atrevido.

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