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Authors: Andrew Butcher

Tags: #Ciencia ficción, Infantil y juvenil, Intriga

La tierra heredada 1 - Tiempo de cosecha (40 page)

BOOK: La tierra heredada 1 - Tiempo de cosecha
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La decisión ya estaba tomada. Cuando Mel llegó descalza al rellano, no podía imaginar que Richie hubiese estado allí mismo unos segundos antes. Tampoco oyó el ruido de la puerta del fondo del pasillo al cerrarse. En su defensa, tenía otras cosas en mente. 

Rev la había visitado en sus sueños, o por lo menos eso le pareció por un momento. Caminaba  amenazador hacia ella, con la cara completamente oculta tras un casco y las piernas totalmente rígidas, como si hubiese perdido el gesto de caminar de forma natural. Cuando la alcanzó y se quito el casco, entendió el porqué de sus andares: no se trataba de Rev.

—Voy a por ti, Melanie —la amenazó su padre—. No puedes esconderte de mí.

Cuando una mano le tocó el hombro, soltó un grito.

—¡Ssh! Que vas a despertar a todo el mundo. Soy yo. —Era Tilo.

Mel disimuló su vergüenza con enfado.

—¿Pero qué te crees que haces… acechando a alguien de esa forma en mitad de la noche?

—Bueno, la verdad es que no esperaba pasar desapercibida con esto puesto, ¿no te parece? —Tilo y Mel habían cogido prestados un par de camisones de los que había disponibles en la habitación de la colada, recogidos todos ellos de las casas cercanas al colegio. La elección de Tilo, una prenda que le llegaba hasta los tobillos y que debió de utilizarse por última vez durante la segunda guerra mundial, le favorecía bastante poco. Pero por lo menos sirvió para templar los ánimos.

—Lencería parisina, desde luego —rio Mel. 

—Te he vuelto a oír hablando en sueños y no parecía que estuvieses manteniendo una conversación muy agradable. Luego te vi levantarte. ¿Has vuelto a tener una pesadilla?

—Tenía que ir al baño. ¿Te molesta, o qué?

—El baño está en la otra dirección. Mel… ¿qué le pasó a tu padre? —se atrevió a preguntar.

—Nada. —Intentó quitarle hierro al asunto para que su compañera no se preocupase—. Aparte de que murió. Pero bueno, como todos los padres, ¿no?

Aunque no consiguió engañar a Tilo.

—Pero hay algo más, ¿verdad que sí? No dejas de repetir su nombre, como si tuvieses miedo. De él. No paras de advertirle que se aleje. Es tu padre el que te provoca las pesadillas, ¿verdad? Me lo puedes contar, Mal No se lo contaré a nadie, te lo prometo. Quiero ayudar.

Mel echó la cabeza hacia delante y su pelo negro se derramó ante su rostro, como tinta.

—No me puedes ayudar —suspiró, demasiado exhausta por culpa de sus sueños como para hacer frente a la insistencia de Tilo—. Lo hecho, hecho está.

—¿Y qué… está hecho? —preguntó Tilo.

—Mi padre está muerto, sí. Pero no fue la enfermedad lo que lo mató. Fui yo.

—No te creo —dijo, asombrada pero convencida de su inocencia—, Imposible.

—Bueno, podría decirse que fue un accidente.

Podría decirse cualquier cosa, puestos a buscar excusas para eximirme de mi responsabilidad. Verás, estábamos en las escaleras de casa y papá ya había contraído la enfermedad, estaba débil, a punto de… Y yo estaba ante él, iba a ver cómo se encontraba mi madre, y él me sujetó desde atrás. Me sujetó, me puso la mano encima y aquella fue la gota que colmó el vaso, así que me di media vuelta y me lo quité de encima sacudiendo el brazo… pero perdió el equilibrio y se cayó. Se rompió el cuello. Murió. Al final de nuestra escalera.

Tilo entrecerró los ojos.

—Pero no entiendo. ¿Por qué…? ¿Qué quieres decir con que aquella fue la gota que colmó el vaso?

—Ah, es que mi padre le iba mucho eso de sujetar por la fuerza. — Mel parpadeó y sus ojos derramaron lágrimas de rabia y culpabilidad—. Lo hacía continuamente. Solía pegarme. Un montón. Por eso cuando lo vi, cuando vi que estaba muerto, me alegré. Mucho. Me alegré de que mí propio padre estuviese muerto. Así que merezco sufrir, ¿no te parece? Y él se asegurará de que sufra. Se ocupa de ello todas las noches. En mis sueños.

—De eso nada. No te hará sufrir. —Tilo estrechó a Mel, consolándola—. Ahora que se lo has contado a alguien, dejará de hacerlo. Hasta ahora te lo has estado guardando para ti y ese ha sido el problema. Has dejado que el… accidente te corroa desde dentro, como si lo ocurrido fuese tu culpa. Pero no lo fue, ¿a que no? ¿A que no lo empujaste?

—No, pero… quizá me hubiese gustado hacerlo.

—Para nada. No lo hubieses hecho. Lo dices porque te sientes culpable y ahora no tienes motivos para sentirte así. Por lo que me has contado, la la culpa fue de alguien, ese alguien era tu padre. Tú no hiciste nada malo.

—Pero tampoco es que hiciese las cosas del todo bien —dijo Mel, Compungida—. Eso es lo que hubiese dicho Travis. Por eso no se lo he contado hasta ahora. Me dejé llevar por las emociones. No pensé con claridad.

—Pero esas cosas pasan —dijo Tilo. Su mirada parecía ir más allá de Mel, como si estuviese observando su pasado más que su presente—. Y cuando ocurren, cualquiera de nosotros puede cometer errores y equivocarse. Cualquiera. 

—Como lo de ese tal Fresno —aventuró Mel.

—Sí. —Tilo volvió a centrarse en su compañera—. Como él.

—Exnovios idiotas, padres maltratadores… a veces me da la impresión de que podríamos vivir si hombres.

—Yo no iría tan lejos. —Tilo recordó con rechazo las manos de Fresno sobre su piel, sus labios, y se preguntó cómo serían esas mismas sensaciones si fuesen las manos de Travis las que la acariciasen, sus labios los que la besasen. Ella le gustaba. Lo sabía, sintió la atracción. Era cuestión de tiempo.

—Me alegro de haberte contado lo que le ocurrió a mi padre, Tilo —dijo Mel.

—Y yo me alegro de que hayas confiado en mí lo bastante como para contármelo. —Tilo sonrió—. Y Travis dijo otra cosa: independientemente de lo que hagamos o lo que no hagamos, hemos sufrido una presión insoportable. Teniendo en cuenta que hemos tenido que capear con las Consecuencias de la enfermedad, no es de extrañar que todos nos hayamos vuelto un poco locos. Pero estamos a punto de superar esa fase, Mel. El viejo mundo es cosa del pasado. Quiénes fuésemos o qué hiciésemos ya no significa nada.

Tenemos que quitarnos de encima todo el peso que hayamos estado cargando hasta ahora: culpabilidad, remordimientos… Podemos librarnos de ese peso. Mañana Rev va a venir, con Fresno, a por nosotros y nos vamos a defender. Y si conseguimos vencer podremos empezar de nuevo, desde cero, renovarnos, como decía mi madre que hace la naturaleza. —Los ojos miel de Tilo brillaron en la oscuridad del rellano—. Si mañana ganamos, Mel, todo será posible.

* * *

El amanecer llegó, aunque no fue fácil decir exactamente cuándo, la lluvia, ininterrumpida durante toda la noche, seguía cayendo con tanta fuerza que parecía que fuesen piedras lo que se precipitaba desde el abismo gris en el que se había convertido el cielo. El débil brillo que se filtraba a través de las nubes era color pizarra, como si se debatiese eolia aparecer o no. La luz y la oscuridad competían entre ellas sin que ninguna de las dos consiguiese erigirse con la victoria.

Uno de los vigías, un chico al que todavía no le había cambiado la voz, informó a Antony, a Travis y a Leo Milton, que se encontraban en el despacho del director, de que una delegación de los moteros se estaba aproximando a pie al colegio. Eran tres, dos hombres y una mujer desarmados y portando banderas blancas.

—En ese caso, será mejor que salgamos a recibirlos —dijo Antony. Aquella mañana, los chicos de Harrington portaron sus propias banderas blancas, hechas a partir de sábanas.

Decidieron que Travis, como representante del grupo que se encontraba en el centro de la disputa, debía acompañar al delegado y su asistente para llevar a cabo una última negociación con Rev. Recorrieron el pasillo juntos, salieron al patio y pasaron bajo el arco. Caminaban decididos, pero sin prisa, con convicción en sus rostros, resueltos, sin dejar entrever ni un ápice de ansiedad o aprensión. Antony había destacado la importancia de que sus camaradas percibiesen una fuerte determinación y una confianza moralizadora en los rostros de sus líderes al pasar. El miedo, como la enfermedad, era contagioso.

Al igual que todas las puertas y entradas del edificio, el arco estaba defendido por barricadas construidas por los propios estudiantes en el taller: escritorios unidos con clavos convertidos en escudos de madera, afianzados al suelo por postes inclinados. Formaban una barrera prácticamente inexpugnable a la vez que ofrecían protección a los chicos armados con escopetas que se parapetaban tras ellos, listos para disparar contra el primer motero que se pusiese a tiro.

La barricada se abrió para dejar paso a la delegación.

—Buena suerte, Clive —dijo alguien. 

Travis miró tras él. La mayoría de los defensores del colegio se había reunido en el anegado patio interior. Todos estaban armados de uno u otro modo: los tiradores de élite con armas y arcos, el resto con objetos más primitivos como porras y lanzas, fruto del trabajo de los chicos del taller. Travis vio de refilón a Mel y a Tilo, que le lanzaron una sonrisa y un tímido ademán de ánimo. Ellas estarían juntas si (cuando) el asalto tuviese lugar, lo cual era una buena noticia: podían confiar la una en la otra. Ninguna de las dos abandonaría.

Esa era la idea, por supuesto. Antony había organizado la defensa del edificio basándose en el concepto de camaradería. 

—Como en algunos ejércitos de la antigua Grecia —explicó—. Si estás luchando hombro con hombro con un amigo, con un amante. Combates por la supervivencia de ambos con mucho más ahínco que si quien tienes a tu lado es un desconocido. Así que, en la medida de lo posible, nos organizaremos por parejas de amigos.

Asumiendo que eran amigos, Antony juntó a Simon y a Richie, pero como ninguno de los dos estaba dispuesto a pasar por ello, tuvieron que emparejarlos con otros chicos de Harrington. Travis deseó que

Simon estuviese bien y le buscó con la mirada, en vano. Después, las barricadas volvieron a cerrarse, obligándolo a centrar su atención en lo que tenía ante él.

Rev. Fresno. La chica vestida de cuero. Todos esperaban a la delegación de Harrington a unos cien metros de distancia, con sus chaquetas de cuero brillando bajo el agua de la lluvia. 

—Este tal Rev no parece dispuesto a claudicar, ¿verdad? —dijo Leo Milton. No parecía muy decepcionado ante aquella perspectiva.

—No —dijo Travis, lacónico—. En absoluto.

—Entonces ¿por qué nos molestamos en acudir a esta reunión?

—Porque una sociedad civilizada se basa en rituales, Leo —dijo Antony—. Y este es uno de ellos.

Caminaron hacia el enemigo.

—Buenos días, delegado y minidelegado. —Rev parecía de buen humor, altanero—. Buenos días, chaval. Menudo tiempo tenemos ¿eh? Seré breve, no vaya a ser que la lluvia os estropee vuestras americanas de niños pijos. —Antony y Leo llevaban el uniforme completo—. ¿Os venís tú y tu grupito con nosotros, chaval, o tenemos que ir a buscaros?

—Nada ha cambiado con respecto a ayer —dijo Antony.

—Te lo dije, Rev —comentó la chica vestida de cuero—. Esto es una pérdida de tiempo. Vamos al lío.

—Atacaremos, niño rico. Sin piedad —advirtió Rev con una sonrisa.

—La piedad es un concepto moral —dijo Antony—. No la esperaba de ti. Alea iacta est.

—¿Lo qué? ¿Me estás faltando al respeto? —La sonrisa de Rev se convirtió en una mueca.

—Es latín. Significa «la suerte está echada». Si quieres una batalla Rev, la tendrás.

—Estupendo —dijo la chica vestida de cuero.

—Voy a por ti, chaval —añadió Rev.

—Os estaré esperando —contestó Travis.

—Eh —dijo Fresno—, y dile a Tilo que la veré pronto, ¿vale?

—Creo que ya no nos hace falta esto. —Rev tiró al suelo su bandera blanca y la pisoteó, hundiéndola en el barro.

Ambos bandos se dieron la espalda.

—Qué asco dan —murmuró Travis—. Menudo montón de gentuza.

Antes de llegar al arco, Antony alzó el puño repetidas veces: era la señal de que había que iniciar el plan de defensa del colegio Harrington. Las barricadas se abrieron una vez más y veinte estudiantes uniformados (la mitad de todos los efectivos con los que contaba la comunidad) la cruzaron a paso ligero. Cada uno de ellos portaba una escopeta o un arco. Entregaron un arma a Leo Milton.

—Muy bien, ya sabes qué hacer. Sé fiel al espíritu de Harrington —Antony le dio una palmada a su asistente en el hombro—. Buena suerte, Leo.

—Gracias, Clive. Buena suerte para ti también. Y para ti Naughton.

Travis le deseó lo mismo honestamente antes de que Leo Milton y sus tropas se dispersasen entre la maleza y los árboles.

—¿Crees que el plan funcionará, Antony?

Al quedarse los dos solos Antony se permitió, al fin, mostrar sus dudas.

—No tardaremos en saberlo —dijo. 

Entonces empezaron a sonarlos motores más allá de las inmediaciones del colegio, como bestias salvajes tras los barrotes de una celda.

Richie los escuchó desde la biblioteca: aunque no había leído un libro en su vida, allí es donde estaba destinado junto a un chico con el pelo rizado llamado Digby. Richie no tenía ni idea de si ese era su nombre o su apellido… aunque tampoco es que le importase, siempre y cuando el chico no se llamase Simon. Digby tenía un fusil de aire comprimido y una firme convicción.

—Tenemos mucha suerte de estar emplazados aquí, Coker. Se nos ha asignado una gran responsabilidad: hay que proteger estos libros a toda costa.

Siempre y cuando fuese a costa de Digby, a Richie le parecía bien…, pero de ningún modo a la suya. Si aquel mocoso petulante quería disparar desde la ventana, bien por él. Por lo que a él le concernía, prefería no quitarle el ojo de encima a la puerta.

El volumen de los motores fue en aumento mientras los vehículos, que aún no estaban a la vista, se aproximaban a Harrington. 

Mel y Tilo, extintores en mano, los oyeron desde los fríos pasillos de piedra. Quizá se tratase de una medida un poco sexista, pero se había decretado que las chicas no debían participar en el combate que estaba a punto de librarse a menos que fuese absolutamente inevitable: su tarea consistía en apagar los fuegos que Rev pudiese provocar.

—Solo espero que Jessie esté bien —dijo Mel, preocupada. Había dejado a su amiga echada en el dormitorio, ajena a la inminente violencia. La falange de vehículos de Rev se aproximó al colegio hasta quedar a la vista, avanzando a través de la lluvia. 

Simon los vio desde su punto de observación en la planta superior de Harrington: lo habían enviado ahí con un chico de doce años, Giles no sé-qué, que tenía fama de tener las piernas de un gamo y la vista de un águila.

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