Los ladrones del cordero mistico (14 page)

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Authors: Noah Charney

Tags: #Intriga, #Histórico, #Ensayo

BOOK: Los ladrones del cordero mistico
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Los católicos de la ciudad no esperaron a que los calvinistas averiguaran dónde ocultaban el políptico. Tras su precario éxito del 21 de abril, decidieron trasladarlo al ayuntamiento amurallado, donde permaneció hasta que los disturbios cesaron.

Hacia 1567, el inflexible, vengativo y católico duque de Alba asumió el mando absoluto de Gante. Ordenó la ejecución de muchos de los dirigentes calvinistas y diseminó las comunidades protestantes locales por las tierras que rodeaban la ciudad. El duque de Alba gobernó hasta 1573. Pero la adscripción religiosa de la ciudad siguió cambiando. Desde 1577 hasta 1584 fue oficialmente calvinista. Durante ese período, el retablo permaneció guardado en el ayuntamiento. Entre los jefes calvinistas se planteó la posibilidad de enviarlo a la reina Isabel de Inglaterra como prueba de su aprecio por el apoyo tanto moral como financiero que habían recibido de ella para la toma protestante de la ciudad. La idea era enviárselo no como imagen religiosa, sino como hermosa obra de arte. Pero un miembro respetado de la comunidad y descendiente del donante original llamado Josse Triest, insistió para que el retablo no abandonara Flandes. Su propuesta fue escuchada, y
El Cordero
permaneció retenido en los almacenes municipales.

En 1584, la marea de la supremacía religiosa volvió a revertirse, pues la ciudad fue ocupada por los Habsburgo españoles. Un dirigente de la dinastía, Alejandro Farnesio, fue instaurado en el poder, y Gante volvió a ser católica. Entonces,
El Cordero
regresó a la capilla Vijd de la catedral, y volvió a exhibirse en el lugar para el que había sido concebido. Ya había perdido la predela, que había resultado dañada antes de 1550, pero el resto de la obra seguía intacta. Y allí permanecería, inmutable a pesar de los cambios religiosos, hasta 1781.

A finales del siglo XVI y durante el siglo XVII, diezmada y dividida por los conflictos religiosos, la ciudad de Gante se sumió en una larga recesión. La situación empezó a mejorar a partir de 1596, bajo el reinado de un Habsburgo austríaco, el archiduque Alberto VII y su esposa, Isabel, que financiaron la construcción de un canal entre el puerto de Gante y la ciudad de Ostende, que sirvió para renovar la posición de Gante como centro comercial.

Pero Flandes era, y seguiría siendo, un campo de batalla para los imperios europeos, ávidos de poder. El rey Luis XIV de Francia intentó en 1678, varias veces, sin éxito, conquistar la Flandes controlada por los austríacos. Tras aquellos empeños fallidos, la región vivió otro breve período de calma y prosperidad económica. Los austríacos trajeron una nueva industria a las tierras periféricas de la ciudad en forma de refinerías de azúcar (importado de las colonias), lo que propició la reactivación de la economía una vez más.

Después le tocó el turno al emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, José II de Bohemia y Hungría. Mecenas de Mozart y Beethoven, el emperador José era un seguidor de las ideas de la Ilustración, y creía que la razón debía regirlo todo. Citaba a Voltaire como influencia en su formación, y consideraba que su héroe era Federico el Grande. Cuando Federico II de Prusia conoció al emperador José en 1769, lo describió como impresionante, aunque no agradable, ambicioso y «capaz de incendiar el mundo».

La visión racionalista e ilustrada del emperador lo llevó a condenar el fanatismo religioso, sobre todo el de orientación católica, aunque él mismo había sido bautizado como tal. A pesar de no ser un iconoclasta radical, sus opiniones dictaban lo que a los demás les estaba permitido pensar y creer, al menos públicamente.

La madre de José II, María Teresa, había sido una católica devota. Él, hijo obediente en apariencia, esperó hasta la muerte de ésta, acaecida en 1781, para reorientar el gobierno de un modo que a él le resultaba más adecuado. Las prácticas religiosas más estrictas no serían perseguidas, pero sí desaconsejadas. La educación, piedra de toque de la grandeza del imperio, se valoraría por encima de todo.

Aquel mismo año, el emperador José promulgó un decreto conocido como Patente de Tolerancia, que proporcionaba una garantía limitada de libertad de culto. Más que obligar a la unidad del imperio a través de la religión —la vía más común seguida por reyes y emperadores en el pasado milenio—, José persiguió la unidad a través del idioma. Sus súbditos practicarían la religión que más les conviniera, pero todo el mundo se expresaría en alemán.

Siendo, como era, el decreto de un déspota racionalista, la Patente de Tolerancia del emperador José se correspondía con las ideas de la Ilustración. La educación constituiría la máxima prioridad. Las tierras y las posesiones de la Iglesia serían secularizadas: las órdenes religiosas entregarían todos sus poderes de gobierno y administración de justicia al Estado. Pero las religiones no serían perseguidas ni prohibidas.

Para conservar las obras de arte por su belleza pero despojándolas de su estatus de imagen religiosa, el emperador ordenó que gran número de ellas abandonaran sus emplazamientos originales en los templos y fueran exhibidas en museos. En un solo año, 1783, y en una sola región, los Países Bajos austríacos (que comprendían la actual Bélgica menos los Cantones Orientales y Luxemburgo), el emperador secularizó 162 monasterios y abadías, y envió miles de las obras de arte que albergaban a museos situados en distintas regiones de su imperio, o bien las vendió para obtener sustanciosos beneficios. Cuando sir Joshua Reynolds, el maestro retratista británico y director de la Royal Academy of Arts, supo que el emperador había empezado a vender el patrimonio artístico de la Iglesia, se dirigió de inmediato a los Países Bajos. En 1795 escribió una carta en la que informaba a Inglaterra que había adquirido «todas las pinturas de Bruselas y Amberes que estaban a la venta y merecían ser compradas».

Ese mismo año el emperador viajó hasta Gante, una de las ciudades industriales más prósperas de su imperio. Durante su visita se trasladó hasta la catedral de San Bavón para ver su tesoro, mundialmente famoso. Como buen ilustrado, él admiraba el arte por su belleza y su capacidad de elevar moralmente a quien lo contemplaba. Pero desdeñaba la decadencia católica y su culto a las imágenes, y su racionalismo implicaba un sentido de prurito moral. José ejerció su influencia sobre
La Adoración del Cordero Místico
, en efecto, pero no del modo que Gante temía.

El emperador no pretendía despojar a la ciudad de su más preciada obra de arte. Una razón para explicarlo podría ser que, ya desde su creación, el retablo había alcanzado fama por sus cualidades artísticas. Para la mentalidad de finales del siglo XVIII, éste no se veneraba como imagen religiosa, sino que se admiraba por la maestría de su creador, y por haberse convertido en símbolo de Gante. Era esa admiración artística la que desde siempre había atraído a los viajeros cultos. Cuando uno visitaba Gante, iba a ver su
Retablo
. La peregrinación para admirar la obra la emprendían aficionados al arte, y no católicos piadosos. En ese sentido, no le planteaba ninguna amenaza al emperador racionalista.

Pero el retablo sí servía para causar un gran impacto. Si el emperador José admiraba su belleza, la maestría de su ejecución, su poder emocional y su alcance, dos de los paneles lo escandalizaron: los desnudos de Adán y Eva. El naturalismo extremo de las dos pinturas era, en su opinión, gratuito, pornográfico y, peor aún, posible incitador de conductas irracionales.

En el arte pictórico, claro está, se habían representado desnudos antes. En el siglo XVI se habían creado centenares de desnudos reclinados encarnando a Venus, diosa del amor. Pero siempre se ejecutaban a partir de una visión idealizada, alejada del aspecto real de los seres humanos, creados sobre el modelo de la escultura clásica. En la Capilla Brancacci de Masaccio, pintada en 1426 y que es posible que Van Eyck visitara durante un viaje a Venecia del que no existen pruebas documentales, Adán y Eva, desnudos, son expulsados del Edén por un ángel que blande una espada. Aunque aparecen totalmente desnudos, sus cuerpos son fieles al ideal clásico aceptable. Con todo, es posible que el emperador José se inspirara en la actuación de Cosimo III de Medici, gobernante de Florencia, que una generación antes había ordenado cubrirles los genitales con unas hojas de parra pintadas sobre los trazos de Masaccio.

Las figuras de Van Eyck se cubren los suyos con las manos, estratégicamente colocadas, por lo que podrían haber resultado menos impactantes que los desnudos de Masaccio. A pesar de ello, para el emperador Habsburgo, moralista ilustrado, suponían una ofensa intolerable. El Adán y la Eva de Van Eyck eran demasiado terrenales, un reflejo de la naturaleza, y mostraban a un hombre picado de viruela, desnudo como un pájaro, no exento de defectos físicos y, por tanto, degradado. Si uno se fijaba bien podía llegar a contar los pelos pintados sobre la piel de Eva y, lo que tal vez fuese más sugestivo, el inicio del vello púbico de ambas figuras, que apenas surge tras las manos.

Para el emperador José, aquello resultaba demasiado real. Ésos no eran los desnudos moralmente edificantes de la Grecia clásica. Para el pensador ilustrado, los desnudos de Van Eyck hacían que el Hombre se viera raro. Debían desaparecer.

No se sabe a ciencia cierta si José amenazó con confiscar el retablo si no se retiraban aquellos paneles, o si ordenó específicamente que se sustituyeran. Pero el alcalde de Gante, que no deseaba enemistarse con él, actuó de inmediato. Colocó los paneles de Adán y Eva en un almacén de la catedral. Ochenta años después, la ciudad de Gante encargó a un artista la pintura de unas copias exactas en las que los desnudos inaceptables quedaran cubiertos por ropajes de pelo de oso.

De ese modo, y durante sólo trece años más, el retablo permanecería en Gante, antes de ser sustraído.

El robo estaba a punto de empezar.

Capítulo
4

Ladrones de la Revolución y el Imperio

D
OS sucesos consecutivos de la historia de Francia dieron como resultado grandes movimientos de obras de arte europeo, a una escala que no se vería superada hasta el estallido de la Segunda Guerra Mundial: el saqueo del ejército revolucionario francés, seguido del perpetrado por las tropas de Napoleón. La evolución de los revolucionarios franceses y las políticas napoleónicas sobre la captura de piezas artísticas ejercerían su influencia en el destino de
El retablo de Gante
, así como en el de numerosos tesoros artísticos europeos.

Para comprender el expolio francés de obras de arte durante y después de la Revolución conviene conocer un poco cómo funcionaba el medio artístico antes de que la Revolución francesa modificara para siempre el concepto de para quién era el arte y por qué se creaba.

Antes del siglo XVII, los artistas no trabajaban en sus obras simplemente por placer, ni con la esperanza de venderlas. Lo hacían casi exclusivamente por encargo, para los ricos: príncipes y duques, cardenales y reyes. Durante el siglo XVII empezaron a producirse cambios al respecto en los Países Bajos, puesto que la clase media emergente comenzó a adquirir obras de arte para disfrutar de ellas y exhibirlas en sus hogares. Se trataba de una nueva clientela para los pintores, que empezaron a crear obras por iniciativa propia con la intención de venderlas a galerías. Ese movimiento tardó en traspasar las fronteras de los Países Bajos. En otros lugares de Europa, y sobre todo en Italia, el arte seguía consistiendo en encargos realizados por los ricos y los poderosos. Mientras que los artistas eran respetados en Holanda y en Italia, el mejor pintor de España, Diego Velázquez, se esforzaba por ser aceptado, a pesar de que su maestría era notoria, y se veía obligado a aceptar varios empleos en el séquito del rey, que lo mantenían muy ocupado, para poder adquirir estatus y ganarse la vida, lo que le dejaba poco tiempo para pintar. En la mayoría de los países, los artistas estaban considerados poco más que buenos artesanos, que creaban obras de arte para las élites socioeconómicas, el clero y la nobleza, como habían hecho siempre.

Pero entonces estalló la Revolución francesa, y con ella una nueva actitud hacia el coleccionismo del arte y el expolio. A partir de 1789, el coleccionismo de arte en Europa dejaría de ser reducto exclusivo de aristócratas, reyes y clérigos. En ese período se produjeron cambios radicales en el tejido sociopolítico del continente. La monarquía absoluta que había gobernado Francia durante toda su historia fue derrocada, y con ella desaparecieron los privilegios de los aristócratas, el servilismo, el favoritismo de la corte y todo el mecanismo sobre el que se asentaba la Europa medieval. El nuevo énfasis estaba en los principios de la Ilustración según los cuales los seres humanos poseían unos derechos inalienables, la ciudadanía, la representación popular y, como mínimo, cierta medida de igualdad y democracia, a pesar de que aún pasaría algún tiempo hasta que ésta pudiera afianzarse y llegar a ser tal como la conocemos hoy.

La escala del robo de obras de arte, en forma de saqueo sistematizado, que se llevó a cabo durante la Revolución y en los períodos imperiales, no contaba con precedentes. Muchas ciudades, aisladamente, habían sido saqueadas antes, sin duda, pero la caza del botín en esa era empezó por toda Francia, que se vio despojada de sus tesoros por los revolucionarios, y se extendió, llevada por los ejércitos republicano e imperial, por todo el continente. Conocer las causas que condujeron a la Revolución francesa es imprescindible para comprender por qué se dio ese inmenso movimiento de obras de arte y cómo se vería alterado para siempre el mercado del arte.

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