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Authors: Noah Charney

Tags: #Intriga, #Histórico, #Ensayo

Los ladrones del cordero mistico (17 page)

BOOK: Los ladrones del cordero mistico
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Además del expolio «oficial», es decir, legitimado por el régimen, se produjeron miles de robos de obras de arte de carácter privado, sustracciones a cargo de oficiales durante el proceso de saqueo, o de civiles que se aprovechaban del caos de la guerra. La astucia del ciudadano Wicar ejemplifica la rapiña de la era napoleónica. Lo que el conservador de antigüedades del Louvre robó al duque de Módena era sólo un aperitivo: en el transcurso de todas las campañas napoleónicas, Wicar se apoderó, literalmente, de miles de dibujos, y se convirtió en uno de los suministradores de arte, sustraído o no, más importantes de la historia. De hecho, Wicar robó tantos dibujos, que a pesar de venderlos casi todos en vida, conservó 1.436 que, según dispuso en su testamento, debía recibir como presente su ciudad natal, Lille, tras su muerte, que se produjo en 1843.

Si bien se han conservado pruebas de las confiscaciones oficiales de obras de arte que tuvieron lugar tras las victorias napoleónicas, de los robos de los que no existen registros sólo podemos imaginar su alcance. Contando exclusivamente el caso de Italia, y dejando de lado los numerosísimos robos perpetrados en Roma, las pinturas confiscadas ascienden a 241. En cuanto a la capital, las obras sustraídas se contaron por millares. Cuántas más se llevaron extraoficialmente, y cuántos registros desaparecieron o se vieron alterados son aspectos que siguen sin conocerse. E Italia no fue, en modo alguno, la única nación despojada de su arte. Grecia, Turquía y Egipto perdieron gran cantidad de antigüedades, pero fueron las ricas colecciones de la Europa central y occidental las que sufrieron en mayor medida el expolio. En una sola región de Alemania, Brunswick, se sustrajeron al menos 1.129 pinturas, tanto oficial como extraoficialmente, así como 18.000 monedas y 1.500 piedras preciosas. De todas ellas, 278 acabaron exponiéndose en el Louvre.

El ciudadano Wicar actuaba movido más por su beneficio personal que por la gloria del Louvre. Explotaba alegremente la situación caótica, sí, pero no influía en la política napoleónica. No tenía acceso directo al general, y más allá de su vistosa biografía y su reputación (además de los 1.436 dibujos cedidos a su ciudad natal), no dejaría ningún legado. Pero había un hombre que concentraba todo el poder del que Wicar carecía, y que resultó ser de importancia capital no sólo para la política artística de Napoleón, sino para la historia de la museística. Se trataba de la cabeza pensante de Napoleón, y de un cazador de arte.

Dominique Vivant Denon fue el artífice del saqueo artístico y de su concentración en el Museo del Louvre durante el reinado de Napoleón. Como artista en la corte de Luis XV, Denon había sido instructor de dibujo de la cortesana favorita del monarca, madame de Pompadour. De gran inteligencia, encantador y cultivado, también se mostró activo en política, y ejerció de embajador en la corte de Catalina la Grande, así como en Nápoles, que era la capital del reino de las Dos Sicilias. Fue lo bastante astuto para estar ausente en 1789, cuando estalló la Revolución (concretamente se hallaba en Venecia, donde había planeado vivir con su amante y establecer un taller de grabados). Pero lo expulsaron de la ciudad por considerarlo sospechoso de colaborar con los exiliados revolucionarios, lo que podía ser cierto, pues sus lealtades variaban según las circunstancias. Se trasladó a Florencia, y podría haber permanecido allí de no ser porque llegó hasta sus oídos que sus propiedades figuraban en la lista de las que podían ser confiscadas por los revolucionarios. Denon tomó la valiente y tal vez arriesgada decisión de regresar a Francia, en su empeño por salvar sus posesiones.

A pesar de ser monárquico, se salvó de la guillotina en 1798 gracias a la intervención del principal pintor del período revolucionario (que había sido maestro del ciudadano Wicar, el de los dedos largos), Jacques-Louis David, que logró disuadir a los revolucionarios de su idea de ejecutar a Denon con el argumento de que éste había encargado a David documentar los encuentros de los revolucionarios en París. Aunque se trataba, sin duda, de una decisión motivada más por ideales artísticos que revolucionarios, bastó para convencer a los republicanos de que no hacía falta ejecutarlo. Y así fue como emprendió una nueva vida dedicada al apoyo de la República Francesa.

La fidelidad de Denon cambiaba según soplaba el viento. Había dado sus primeros pasos siendo aristócrata, el Chevalier de Non. Pero, en aquella era, para salvar el pellejo, hacía falta cierto grado de flexibilidad. Y así, de noble menor pasó a ser el ciudadano Denon, y a diseñar los uniformes para el ejército republicano. (Volvería a cambiar y a convertirse en barón Denon cuando Napoleón restaurara el sistema de títulos del Antiguo Régimen.) En 1797 trabó amistad con la joven Josephine de Beauharnais, que acababa de casarse con Napoleón, a la sazón general. A través de ella, Denon fue intimando con el futuro emperador. Fue escogido para acompañarlo en calidad de artista oficial en su campaña de 1798 a Egipto. En el transcurso de la misma, sus hombres robaron la piedra de Rosetta, los soldados causaron desperfectos en la Esfinge y Denon se convirtió en confidente y asesor artístico de Napoleón.

Bonaparte no era un experto en cuestiones artísticas. Su admiración por determinadas obras dependía del tamaño de éstas y de su naturalismo. Denon guiaba discretamente al general en cuestiones de gusto, pero en esencia se conformaba con sustraer para el Louvre las obras más importantes de la historia del arte, aquellas que requerían un mayor conocimiento o un gusto más sutil para apreciarlas, dejando las pinturas naturalistas de gran tamaño para la colección privada de Napoleón. Denon, en efecto, lo acompañaría en la mayoría de sus últimas campañas, y le aconsejaría qué obras de arte confiscar para enviar al Louvre. Su sobrenombre era «
l’emballeur
», es decir, «el empaquetador», por su supervisión constante de los envíos de arte expoliado que partían rumbo a París.

Denon era un filósofo de andar por casa, capaz de algunas ideas intrigantes, aunque con frecuencia de un nivel superficial. Durante las campañas napoleónicas, pasaba casi todo el tiempo dibujando los monumentos y, ocasionalmente, tomando apuntes de las batallas mientras éstas tenían lugar —se dice que apoyaba la tabla de dibujo en la silla de montar y que dibujaba como un poseso mientras a su alrededor atronaban los cañones—. Cuando el ejército francés alcanzó las ruinas de la antigua ciudad de Tebas, Denon dejó constancia escrita de un incidente que, de ser cierto, resulta maravilloso en su romanticismo: «[La ciudad en ruinas era] un fantasma tan gigantesco […] que el ejército, al contemplar las ruinas esparcidas aquí y allá, se interrumpió por iniciativa propia y, en un acto espontáneo, prorrumpió en aplausos». Puso poesía a la guerra, y abordó la cuestión de que la historia puede reescribirse: «¡Guerra! ¡Cómo resplandeces en la Historia! Pero al verte de cerca, qué odiosa te vuelves, cuando la Historia ya no oculta el horror de tus detalles».

Esa frase se revelaría profética: los historiadores borraron hábilmente el expolio de las obras de arte durante la guerra, como hizo el propio Denon el 1 de octubre de 1803. Ese día, un centenar de cajas llenas hasta arriba de antigüedades saqueadas en Italia llegaron al Louvre sin que un solo objeto se hubiera fracturado en el trayecto. Denon aprovechó la ocasión para pronunciar un discurso ante los miembros de Institut de France, un grupo de intelectuales de salón con intereses místicos y religiosos que había sido fundado en 1795 por antiguos miembros de la Logia Masónica Francesa. Al presentar unos tesoros entre los que se incluían la Venus de Medici y la Venus Capitolina, Denon proclamó: «El héroe de nuestro siglo, durante el tormento de la guerra, requirió de nuestros enemigos trofeos de paz, y ha velado por su conservación».

Denon fue el primer director del Louvre, cargo que asumió oficialmente en 1802. Dejando de lado su participación en el saqueo artístico, Denon fue un director de museo lleno de ideas que dieron forma al modo actual de concebir la museística. Creía, por ejemplo, que los museos debían exhibir un «grupo completo» de las mejores representaciones de todo movimiento artístico que pudiera adquirirse, desde «el Renacimiento de las artes hasta nuestro tiempo». Así, el museo debía proporcionar «un curso de historia en el arte de la pintura», presentando su colección con «un carácter de orden, instrucción y clasificación», como Denon escribió a Napoleón en una carta fechada en 1803. Para lograrlo, éste reinventó la manera de exponer los cuadros. Hasta entonces, las obras se colgaban desde el suelo hasta el techo de cualquier manera: las paredes se cubrían de marcos. A Denon se le ocurrió la idea de aislar el arte para mejorar su contemplación, disponiendo cada obra en el centro de la pared, y mostrando conjuntamente las que establecieran un diálogo artístico o teórico entre ellas. Él creía que no sólo podía aprenderse algo del arte mismo, sino también del modo en que éste se exhibía.

Cuando, en 1804, Napoleón se convirtió en emperador, Denon fue nombrado inspector general de los museos franceses, es decir, que en la práctica se convirtió en director de todas las colecciones nacionales. Tanto él como Napoleón comprendieron que la captura y exhibición de los tesoros culturales de las naciones vencidas suponía una forma de poder simbólico. Cuando no se encontraba viajando por la Europa recién conquistada, apoderándose de miles de piezas artísticas de primerísima calidad, Denon se instalaba en el Louvre, rodeado por la fantasía de un historiador del arte. El museo se convertiría en su Salón de las Maravillas, que albergaba las joyas del mundo conquistado, dispuestas para el goce de la Francia triunfal.

El Louvre —conocido inicialmente como Muséum Français, posteriormente como Musée Central des Arts, y más tarde como Musée Napoléon desde 1803 hasta 1814, antes de convertirse en Musée du Louvre— pasó a ser un centro de peregrinación muy popular para los viajeros cultivados. La acumulación en París de obras de arte producto de saqueos era un tema de constante debate en las publicaciones europeas, y suscitaba gran interés en lo que podría denominarse «turismo del arte ilícito».

En 1802, Henry Milton, un inglés que se desplazó hasta París específicamente para ver un Louvre lleno de obras robadas, escribió: «Bandas de ladrones experimentados que no hallaban salida a su talento en su país natal fueron enviados al extranjero para cometer sus delitos bajo otro nombre menos deshonroso […] Hordas de amigos de lo ajeno bajo forma de expertos y conocedores acompañaron a sus ejércitos para tomar posesión, ya fuera por dictado o por la fuerza bruta, de todo lo que les parecía digno de ser poseído». La indignación de Milton, rasgo presente en su obra de 1815 titulada
Cartas sobre las Bellas Artes escritas desde París
, no le impidió visitar y admirar las obras mismas. A alguien puede parecerle mal que se exhiban animales de especies en peligro de extinción en un circo, y aun así adquirir una entrada para verlas.

Milton ejemplifica una nueva clase de turistas, los que viajaban a París para admirar el mejor museo de mundo, recién inaugurado, que comprendía una selección del mayor botín artístico de Europa. La sensación general se encontraba a medio camino entre el horror y la admiración. Los franceses habían hecho algo que las anteriores potencias, en todo caso, sólo habían soñado, y que futuros poderes, sobre todo el nazi, aspirarían a emular. Habían convertido su galería nacional en un supermuseo que contenía lo mejor del arte occidental.

En el Louvre, la meta de Denon pasaba por reunir la mejor y más completa colección de arte del mundo. Napoleón se enorgullecía sobre todo de haber robado el valioso
Apolo Belvedere
del Vaticano —no tanto por la importancia de la antigüedad, sino por haberlo arrebatado a la colección papal—. Denon, por su parte, se mostraba más interesado en la pintura, y ahora se hallaba en posesión de una de las más importantes del mundo:
El retablo de Gante
. Pero era dolorosamente consciente de que el trofeo robado estaba incompleto; en el Louvre se exponían los gloriosos paneles centrales: las joyas resplandecientes de la corona de Dios Padre; los vellos detallados uno por uno en la larga barba de san Juan Bautista; la sangre que brotaba del cuello del cordero del altar, y que llenaba el cáliz. Pero Denon se preguntaba por los laterales, y por Adán y Eva. ¿Por qué el ciudadano Barbier no los había confiscado también, ocho años atrás? Para un verdadero amante del arte, una obra maestra incompleta era una fuente de frustración, una herida sin cicatrizar. Poseer sólo los paneles centrales de la obra más importante de Van Eyck era como exponer el
David
de Miguel Ángel sin piernas, o
La Gioconda
de Leonardo sin pelo.

En 1802, ya al mando del Louvre, Denon quiso reparar aquel descuido en la confiscación. Desde la anexión de los Países Bajos austríacos a Francia, las relaciones con Gante no permitían ya que Denon pudiera organizar fácilmente más sustracciones de la catedral. De modo que recurrió a otra táctica: la negociación. Estableció contacto con el obispo de Gante y con el alcalde de la ciudad, y les pidió si le cederían los laterales y los paneles de Adán y Eva, para que
La Adoración del Cordero Místico
volviera a estar completa, si bien en París.

Tanto el obispo como el alcalde se negaron a satisfacer su petición. No venderían un tesoro nacional. Entonces Denon les propuso un trato: obras de Rubens, otro maestro flamenco, a cambio de los paneles. De ese modo podrían intercambiar un tesoro nacional por otro. Pero Rubens era de Amberes, ciudad rival de Gante. La obra maestra de un vecino no servía. La moral de la ciudad se vinculaba al mantenimiento de su estandarte:
La Adoración del Cordero Místico
. Ya era un grave insulto que se hubieran llevado los paneles centrales: los laterales, al menos, debían quedarse donde estaban.

Ésa fue la primera de una sucesión de guerras en las que
El retablo de Gante
fue un preciado botín. Gran parte del deseo de poseer la pintura se debía precisamente al hecho de que muchos otros pretendieran apoderarse de ella, tanto para sus colecciones privadas como para engrosar el patrimonio nacional. Y ese deseo crecía cada vez que se divulgaba un nuevo incidente relacionado con su captura o su devolución. Denon lo quería para el Louvre, y a causa del gran valor que atribuía a la pintura, la fama de ésta crecía.

Mientras Denon creaba el Louvre gracias al robo impuesto militarmente —por más que declarara que su empeño era noble—, la ciudad de Gante podía atribuirse, por derecho propio, ser la cuna de un heroico ladrón. A finales del siglo XVIII Gante había perdido estatus como capital industrial y económica. Pero entonces, un hecho aislado, un robo de naturaleza completamente distinta, resucitó la maltrecha y debilitada ciudad.

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