Los ladrones del cordero mistico (19 page)

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Authors: Noah Charney

Tags: #Intriga, #Histórico, #Ensayo

BOOK: Los ladrones del cordero mistico
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Los franceses, por su parte, veían a Van Eyck como inventor del realismo, un movimiento artístico diferenciado surgido a mediados del siglo XIX. En la época de Napoleón, las numerosas obras del artista flamenco que fueron robadas y expuestas en el Louvre entusiasmaron al mayor pintor de ese período, Jean-Auguste Dominique Ingres, que citó pictóricamente al Dios Padre del panel central superior de
El retablo de Gante
en su retrato de
Napoleón en el trono imperial
. La admiración que Ingres sentía por Van Eyck avivó el sentimiento popular y artístico. Y, en Inglaterra, la demanda de obras del pintor se disparó, sobre todo después de que la National Gallery adquiriera
El retrato del matrimonio Arnolfini
(también conocido como
El contrato de boda
), en 1842. Dicha demanda creció más aún en 1851 con la compra, por parte de la misma institución, del
Retrato con turbante rojo
, probablemente robado hacía un siglo del gremio de pintores de Brujas.

Tal vez no deba sorprendernos que esta popularidad, tanto académica como comercial, coincidiera con un gran dinamismo en el mercado de los Van Eycks falsos. Un ejemplo temprano de ello lo protagonizó el conocido falsificador inglés William Sykes, al que el novelista Horace Walpole se refiere con benevolencia llamándolo «conocido tramposo». En 1722 convenció al duque de Devonshire para que le comprara un cuadro falsificando una inscripción en el reverso en la que se sugería que lo había pintado Van Eyck por encargo del rey inglés Enrique V. En la actualidad, la obra en cuestión, titulada
La coronación de san Romualdo de Malinas
(de alrededor de 1490, y que se expone en la Galería Nacional de Irlanda), se atribuye a un artista desconocido. La mayoría de los falsos Van Eycks son como éste: no se trata de falsificaciones absolutas, sino más bien de pinturas legítimas del artistas flamencos del siglo XV atribuidas a Van Eyck a fin de elevar su precio.

El siglo XIX fue una época en que los coleccionistas de arte, recurriendo a métodos legítimos e ilícitos, crearon enormes colecciones, aprovechándose del turbulento clima político y del nuevo empobrecimiento de la aristocracia, que vendía sus colecciones artísticas a una nueva clase de nuevos ricos con aspiraciones aristocráticas. El arte se convirtió en un trofeo que los nuevos ricos usaban para presumir de su posición económica y social. El siglo también presenció la evolución de
La Adoración del Cordero Místico
, que pasó de considerarse una obra de arte capaz de despertar indignación religiosa y orgullo (así como a representar a la ciudad de Gante), a convertirse en estandarte de batalla de la incipiente nación que pasaría a conocerse como Bélgica.

En los años que precedieron el siguiente robo de
El Cordero
, la ciudad de Gante ocupó un lugar prominente en el escenario mundial, y no porque cambiara su suerte, sino por el papel que desempeñó en la historia de Estados Unidos.

En efecto, el 24 de diciembre de 1814 se firmó el Tratado de Gante, con el que se ponía fin oficialmente a la guerra de 1812 entre unos jóvenes Estados Unidos presididos por James Madison y el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda. Aquéllos la habían emprendido con la esperanza de conquistar Florida y Canadá, pero no lograron ningún avance significativo. Los británicos tampoco demostraron mucho éxito en el contraataque, más allá de la quema de Washington D.C. Así, el tratado rubricado en Gante, ciudad escogida por su neutralidad, no supuso apenas alteraciones respecto de la situación prebélica. La lentitud de las comunicaciones entre Gante y Estados Unidos hizo que la famosa Batalla de Nueva Orleans se librara dos semanas después de la firma del tratado oficial, pues los generales que participaron en ella —entre los que se encontraba el mitificado Andrew Jackson— no recibieron a tiempo la notificación del fin de las hostilidades. La noticia, finalmente, llegó a Estados Unidos y fue ratificada por el presidente Madison el 15 de febrero de 1815.

El 19 de diciembre de 1816, apenas un año después de la restitución de los paneles centrales,
El retablo de Gante
volvió a ser desmembrado. Mientras el obispo de Gante se encontraba fuera de la ciudad, el vicario general de la catedral de San Bavón, un tal Jacques-Joseph Le Surre, robó los seis paneles que conformaban las alas del retablo. Son pocos, aunque apasionantes, los detalles que de esa sustracción han llegado hasta nuestros días, a causa de la desaparición, durante más de un siglo, de documentos que se custodiaban tanto en el archivo de la catedral como en el ayuntamiento de la ciudad.

Se sabe que Le Surre era un sacerdote nacido en Francia, nacionalista e imperialista, lo mismo que el obispo de Gante, un aristócrata llamado Maurice de Broglie, y que un posible cómplice del robo, el canónigo de la catedral, Joseph Gislain de Volder. Le Surre desaprobaba la restauración monárquica de Luis XVIII y veía con horror el exilio de Napoleón y la devolución de gran parte de la colección de arte lograda mediante expolio. Para él, Napoleón era un gran hombre, el mejor que había dado Francia. El arte era el símbolo de la victoria francesa, y debía permanecer en el país. Y no sólo eso: Le Surre sabía que podía obtenerse un beneficio de todo ello.

Se desconoce hasta qué punto fue premeditado el robo de Le Surre de los paneles laterales, ni cuántas personas más estuvieron involucradas, aunque se sospecha que el canónigo De Volder pudo ser su cómplice. Algunas respuestas pueden inferirse de la limitada documentación que sobrevive.

El vicario general Le Surre no pudo haber actuado solo, por la sencilla razón de que los seis paneles pesaban demasiado para que una sola persona los trasladara, aunque fuera uno a uno. Cada panel pesa, aproximadamente, entre sesenta y cien kilos. Además, habría sido muy difícil «colocar» los paneles laterales de
La Adoración del Cordero Místico
, posiblemente una de las diez pinturas más importantes y reconocibles de Europa. El robo habría resultado inútil de no haber existido alguien dispuesto a adquirirlos sin formular preguntas. La lógica apunta hacia un delito premeditado y oportunista, un delito que, como mínimo, fue alentado —y probablemente encargado— por algún marchante de arte acaudalado e influyente, de mentalidad pirata. Así, es casi seguro que la sustracción la encomendara el comprador que apareció en escena: un hombre sin escrúpulos, célebre por haberse beneficiado de las confiscaciones y ventas de obras de arte de toda Europa realizadas por el ejército francés.

En tanto que marchante de arte radicado en Bruselas, Lambert-Jean Nieuwenhuys ya se había revelado como todo un especulador de guerra. De porte elegante y regio, pero dotado de un olfato agudo y despiadado para intuir oportunidades, tanto legales como cuestionables, por las manos de Nieuwenhuys pasó un número asombroso de importantes obras de arte flamencas durante ese período. Una vez que se hubo labrado un nombre como marchante de arte en Bruselas, manejó gran cantidad de pinturas, pues se aprovechaba sin complejos del caos de la invasión y la ocupación francesas, así como de la redistribución de las piezas artísticas que las acompañaron. Su influencia se extendía de Alemania a España, y se vio implicado en numerosas adquisiciones y ventas tanto legítimas como ilegítimas, así como en errores de atribución deliberados y en la propagación de falsificaciones. Su nombre y el de su hijo C. J. pueden encontrarse en el origen de obras de arte diseminadas por todo el mundo, lo que demuestra el poder y la influencia que tuvieron los marchantes oportunistas en ese período de inestabilidad política.

Durante la ocupación francesa de lo que entonces se llamaron Países Bajos Franceses, los marchantes de arte más taimados, como Nieuwenhuys, supieron ver la ocasión que se les presentaba de adquirir obras de arte de gran importancia a los confiscadores franceses, ignorantes de su valor. Sólo en Bruselas, cincuenta iglesias y seminarios fueron expoliados por la comisión francesa. Fueron tantas las piezas artísticas de esa zona que entraron en el mercado, y casi todas robadas, que la marea no empezó a remitir hasta pasado 1815, cuando ávidos coleccionistas ingleses, alemanes y rusos descendieron con sus billeteras abiertas sobre el recién independizado Reino Unido de los Países Bajos. Nieuwenhuys, el príncipe de los marchantes de arte belgas, recogió entonces la mayor parte de los beneficios de aquel mercado ilícito de arte flamenco.

Nieuwenhuys ya se había visto involucrado en tratos con
El retablo de Gante
, o al menos con una de sus copias. El marchante inglés W. Buchanan escribió en sus
Memoirs of Painting
que Nieuwenhuys había vendido paneles de la copia de Michiel Coxcie de
La Adoración del Cordero Místico
, pintada para Felipe II en 1559, después de que ésta fuera robada por uno de los generales de Napoleón. Pero Nieuwenhuys los había vendido como si fueran originales.

La copia de Coxcie de
El retablo de Gante
—cuyos paneles, a la sazón, se exhibían en Berlín, Múnich y Gante— se consideraba prácticamente indistinguible del original a ojos inexpertos. Uno de los generales de Napoleón destinados a España, Auguste-Daniele Belliard, se había llevado la copia del retablo de un monasterio en 1809, mientras se encontraba de servicio.

No sabemos si Belliard creyó que la copia de Coxcie era el original. Lo más probable es que se la llevara por su parecido, aunque supiera ya —o averiguara al poco— que el Van Eyck original se encontraba repartido entre el Louvre y la catedral de Gante. En cualquier caso, probablemente vio en ella una ocasión de negocio.

Belliard trasladó la copia de Coxcie a Bruselas, donde la vendió a través de Nieuwenhuys, panel a panel. Éste hacía pasar cada uno de ellos por original. Lo que contaba era que los originales habían sido robados y se habían dispersado a causa de lo convulso de la época. Durante la era napoleónica, se veía como muy posible que los territorios conquistados por una u otra fuerza imperial permanecieran bajo su dominio indefinidamente. Por tanto, el arte expoliado en la guerra era, a todos los efectos, propiedad de la nación que se lo apropiaba. Sólo en años recientes ha existido, entre los marchantes de arte, una reticencia generalizada a comerciar con obras de dudosa procedencia, en parte por las demandas presentadas por los descendientes de los propietarios cuyas obras de arte fueron robadas en guerras anteriores.

Por tanto, cuando se corrió la voz de que
El retablo de Gante
había sido capturado por las fuerzas francesas, para los compradores potenciales no fue algo necesariamente problemático descubrir que sus paneles circulaban en el mercado del arte. La familia Nieuwenhuys se enriqueció gracias a ese cambio de propietarios a gran escala, y se benefició de la falta de información concreta sobre dónde se encontraban las piezas y quiénes eran sus propietarios. Nieuwenhuys y su hijo, C. J., que había heredado la astucia de su padre para los negocios, así como su más que dudosa ética, vendieron varios Van Eycks auténticos, entre ellos
La Virgen de Lucca
(1436), además de bastantes falsificaciones y pinturas atribuidas falsamente para incrementar su valor. Por ejemplo, Nieuwenhuys vendió el
Tríptico de la Natividad
, de Rogier van der Weyden, haciéndolo pasar por una obra de Hans Memling, pintor más cotizado que aquél en la época que nos ocupa.

También en 1816, unos soldados franceses confiscaron una segunda copia completa de
El retablo de Gante
, pintada por un artista anónimo en 1625 para su exhibición en el ayuntamiento de la ciudad. Dicha copia, que actualmente puede admirarse en Amberes, había estado en París desde 1796. Al tratarse de una copia, el Louvre no la consideró lo bastante importante como para mantenerla, por lo que en 1819 se la vendió a un coleccionista alemán afincado en Inglaterra, Carl Aders. La compra de éste coincidió con la adquisición, por parte de la National Gallery de Londres, del
Retrato con turbante rojo
y del
Retrato del matrimonio Arnolfini
, ambos de Van Eyck, hecho que daría inicio a la locura por Van Eyck en la isla.

Eran tantas las falsificaciones de obras del autor, y tantas las pinturas falsamente atribuidas a él en esa época que en una exposición sobre arte flamenco celebrada en 1830 en Manchester, de los cinco Van Eycks exhibidos, ni uno solo era auténtico. Un artículo aparecido en el
Manchester Guardian
lo admitía, pero no parecía inmutarse al respecto: «De las obras genuinas de Van Eyck, en realidad no podemos sentirnos satisfechos de que la exposición de Old Trafford no contenga un solo ejemplo». La naturaleza del comercio del arte, como sucede con otros mercados económicos, requiere de una oferta que satisfaga una demanda: y cuando a los marchantes se les agotan las obras auténticas, esa demanda puede satisfacerse con falsificaciones, atribuciones falsas y robos.

Nieuwenhuys participó en las tres modalidades.

La dificultad de moverse en el mercado del arte sin contar con la actitud decidida de un marchante experimentado como fue Nieuwenhuys indica que el vicario general Le Surre actuó siguiendo órdenes de aquél. Le Surre era el hombre que participaba desde dentro. Aprovechándose de un momento en que el obispo se encontraba fuera de la ciudad, robó los laterales del retablo y se los vendió a Nieuwenhuys por la modesta cantidad de 3.000 florines (unos 3.600 dólares de hoy).

Es posible que el vicario general se llevara sólo las alas del retablo porque era mucho más probable que no se supiera que habían sido robadas recientemente. Los paneles centrales, que hacía apenas un año habían regresado desde París, estaban frescos en la mente de todos. Pero los laterales habían permanecido en los almacenes de la catedral desde 1794.

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