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Authors: Noah Charney

Tags: #Intriga, #Histórico, #Ensayo

Los ladrones del cordero mistico (22 page)

BOOK: Los ladrones del cordero mistico
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En efecto, entre el 25 y el 30 de agosto de ese año, la pequeña ciudad que se halla a medio camino entre Bruselas y Lieja quedó destruida casi por completo. Lo trágico del caso fue que Lovaina se había rendido al Primer Regimiento alemán el 19 de agosto. La ciudad seguía intacta seis días después de haber aceptado pacíficamente la ocupación cuando el ejército alemán fue atacado por una fuerza de apoyo belga llegada desde Amberes, en las inmediaciones de la ciudad. Las unidades del ejército se retiraron a Lovaina, causando el pánico entre los otros soldados de la ciudad, que sucumbió al rumor de que los Aliados estaban lanzando un ataque a gran escala. Cuando los alemanes se dieron cuenta de que ello no era así, los dirigentes de las fuerzas ocupantes llegaron a la conclusión de que sus soldados habían sido engañados por la población local. En represalia, saquearon y prendieron fuego a Lovaina durante cinco días consecutivos. Cientos de ciudadanos fueron ejecutados, y la biblioteca de la universidad, llena de manuscritos antiguos, así como la catedral de San Pedro y más de una quinta parte de todos los edificios de la ciudad quedaron destruidos. El ejército germánico vio en el saqueo y la destrucción de Lovaina una herramienta útil para intimidar al resto de Bélgica y lograr su rápida rendición.

El incidente horrorizó al mundo, y avivó los temores que todo aquel diálogo entre conservadores de bien había intentado apaciguar. Los titulares de todo el mundo lograron unificar la opinión pública contra la barbarie alemana y propagaron el temor a un nuevo terremoto artístico como el napoleónico por el resto de Europa.

Para disculpar la destrucción de la biblioteca de Lovaina, la
Kunstchronik
, otra revista de arte alemana seguida internacionalmente, escribió: «Una confianza implícita puede ponerse en los mandos de nuestro ejército, que jamás olvidará su deber para con la civilización, ni siquiera en el fragor de la batalla. Y, sin embargo, incluso ese deber tiene sus límites. Deben hacerse todos los sacrificios posibles para preservar el valioso legado del pasado. Pero cuando lo que está en juego es el todo, su protección no puede garantizarse». La Primera Guerra Mundial terminó con un tercio de la población europea. Cuando las estrategias de los generales tenían tan poco en cuenta las vidas de los soldados, parece irónico que se gastara tanta tinta en exigir la protección de obras de arte. Y, sin embargo, éste se veía como la herencia eterna de toda civilización. Había sobrevivido, sobreviviría, debía sobrevivir a todo ser humano que participara en la guerra.

Durante los primeros años de la Gran Guerra se afianzó la teoría de que la contienda era cosa de armas y ejércitos, y de que los monumentos y las obras de arte debían protegerse del conflicto. El artículo 27 de la Convención de La Haya, promulgada en 1907, declara que:

En asedios y bombardeos deben adoptarse todas las precauciones posibles para salvar los edificios dedicados al culto religioso, el arte, la educación o el bienestar social, así como los monumentos históricos, los hospitales y los puntos de concentración de enfermos y heridos, siempre que no se usen simultáneamente para propósitos militares. Es deber de los asediados marcar esos edificios y puntos de concentración con elementos visibles, que deben ser conocidos de antemano por el ejército asediador.

Sin embargo, con el avance de la guerra, la optimista ideología de la preservación, cuyo cumplimiento se reveló cada vez más difícil, cayó derrotada. En el fragor de la batalla, las bajas aumentaban y los monumentos caían. Lovaina fue sólo la primera víctima.

Tras el estallido de la guerra, a pesar del diálogo de los partidarios de la conservación en las publicaciones especializadas, existía el temor justificado de que el ejército alemán estuviera dispuesto a destruir obras de arte y monumentos si ello les reportaba beneficios estratégicos. En aquellos primeros días del conflicto armado, las reglas del compromiso, si es que debían establecerse, todavía eran desconocidas. Pero el ejército alemán no sólo había saqueado en Lovaina, sino también en Malinas, creando un rasero inicial de destrucción a pesar de los artículos publicados en un sentido contrario.

Cuando las primeras balas de la Primera Guerra Mundial surcaron el aire, los doce paneles de
El retablo de Gante
se encontraban diseminados. Pero el loco periplo de la obra maestra de Van Eyck no había hecho más que empezar.

Tras la invasión alemana a Bélgica, los funcionarios de Gante y Bruselas temieron que sus respectivos paneles del retablo se convirtieran en blancos. Y no era para menos, pues el Museo Kaiser Friedrich de Berlín ya poseía los laterales, gracias al oportunismo del vicario general Le Surre, que había ejercido con nocturnidad, y a las transacciones posteriores. Para los alemanes imperialistas, apoderarse de las piezas que todavía quedaban en Bélgica y exhibir, completa, en su capital, una de las obras maestras de la pintura universal, no entrañaba la menor dificultad.

Un héroe inesperado se significó para proteger el retablo durante la Gran Guerra: el canónigo Gabriel van den Gheyn, de la catedral de Gante. Además de sus deberes eclesiásticos, Van den Gheyn era el custodio de los tesoros del templo. Se trataba de un cargo que le venía como anillo al dedo, pues su verdadera pasión era la arqueología. Cuando le preguntaban a qué se dedicaba, siempre respondía, en primer lugar, que era arqueólogo e historiador, y sólo después explicaba que era canónigo.

Gabriel van den Gheyn tenía una cara de niño acentuada por el peinado, muy corto arriba y en los lados, lo que le confería el aspecto de un vendedor callejero de periódicos encerrado en el físico corpulento de un adulto. Su entusiasmo contagioso por la historia, el arte y, en particular, el misticismo católico, se manifestaba a pesar de la expresión de su mirada, más triste y más sabia de lo que su edad dejaba traslucir. El joven religioso acabaría representando un papel protagonista en la historia de
El retablo de Gante
en las dos guerras mundiales, así como en el robo infame de uno de los paneles ocurrido en 1934. Pero, por el momento, la mayor preocupación la constituía la integridad del retablo ante el rápido avance del ejército alemán en los inicios de la Gran Guerra.

Intranquilo por lo que pudiera ocurrir con los paneles centrales, el canónigo Van der Gheyn se reunió con el obispo y el burgomaestre —el magistrado principal de Gante— para consensuar un plan de acción. De imponente porte, rubicundo, casi rubensiano, al burgomaestre y barón Emile Braun sus conciudadanos lo apodaban cariñosamente «Miele Zoetekoeke», es decir, «Pastel Dulce». Émile-Jan Seghers, por su parte, era el vigésimo sexto obispo de la diócesis de Gante. Listo y astuto, el representante de la autoridad eclesiástica estaba dispuesto a escuchar el plan del canónigo, e incluso a poner en peligro su vida para proteger los tesoros de su iglesia. Esperar la llegada de los alemanes sin hacer nada era inaceptable. Los tres hombres decidieron que
La Adoración del Cordero Místico
debía ser sacada a escondidas de la ciudad y ocultada hasta el fin de la guerra.

Pero había poco tiempo. El avance alemán había sido tan rápido que el ejército podía llegar en cualquier momento. También existía el temor a las repercusiones una vez que los alemanes descubrieran que el trofeo de la ciudad de Gante les era negado. Estaban tan seguros de que éstos recurrirían a la tortura y a la destrucción arbitraria como venganza por no poder apoderarse del tesoro que buscaban, que el burgomaestre se negaba a emprender ninguna acción. Era mejor entregar intacta
La Adoración del Cordero Místico
y apaciguar así al dragón alemán que arriesgarse a la muerte y la destrucción como represalia por intentar esconderlo. El obispo Seghers se mostraba dividido. Sólo el canónigo Van den Gheyn creía que
El Cordero
podía, y debía, ser salvado.

Existían razones patrióticas y simbólicas para preservar el tesoro nacional belga, más allá de cualquier consideración artística.
El retablo de Gante
era, desde hacía tiempo, un símbolo de las más altas cotas artísticas de la cultura belga, el punto de apoyo de su patrimonio. En tiempos de guerra, aquel tesoro pasaba a ser estandarte de batalla y se convertía, para Bélgica, en lo que el
David
de Miguel Ángel podría ser para Italia,
La libertad guiando al Pueblo
, de Delacroix, para Francia, y la Puerta de Brandemburgo para Alemania. Si caía en manos enemigas, la impotencia del país para defenderse quedaría a la vista de todos. Su estandarte desaparecería.

El canónigo creía que
El Cordero
debía ser defendido. Y lo que le faltara de fuerza lo compensaría con astucia. Convenció al obispo Seghers para que, como mínimo, se comprometiera a brindarle ayuda pasiva en la ocultación del retablo. La condición era que el obispo no debía conocer en ningún momento los detalles de la operación, pues sin duda sería el primero en ser interrogado.

Una vez quedó claro que el burgomaestre de Gante no participaría en la operación, el canónigo recurrió a uno de los ministros del gobierno belga, cuyo nombre ha permanecido en secreto. Dicho ministro se mostró de acuerdo en que
La Adoración del Cordero Místico
debía ser protegida. Pero ¿qué podía hacer él? Ya era demasiado tarde, y enviar el retablo al extranjero resultaría demasiado peligroso.

Van den Gheyn tenía un plan. A la hora del almuerzo, mientras la catedral permanecía cerrada, él y cuatro residentes se llevaron los paneles del archivo de San Bavón y los introdujeron en el palacio episcopal, situado en un edificio anexo. Los nombres de aquellos cuatro amigos, cuya ayuda resultó tan esencial, no se han conservado —el heroísmo en tiempos de guerra suele cubrirse de un velo de anonimato—. Lo turbulento de la época, el miedo y la confusión ante la inminente ocupación alemana, sumados al hecho de que los paneles llevaran tiempo almacenados en los archivos, llevaron a que transcurrieran varios días hasta que el personal de la catedral se percatara de la desaparición de
La Adoración del Cordero Místico
. El pánico se apoderó brevemente de los trabajadores, que temieron que la obra ya hubiera sido expoliada. El canónigo les aseguró que se encontraba a buen recaudo, e inventó la mentira piadosa de que había sido trasladada al extranjero para mayor seguridad. Con ello pretendía proteger al personal ante los posibles interrogatorios a que serían sometidos.

¿Cómo sacar el retablo del palacio episcopal y trasladarlo fuera de la ciudad? El religioso y sus colegas prepararon cuatro grandes cajones de madera en los que transportar sus piezas. Éstos debían entrar desmontados en la sede episcopal y armados in situ, para no despertar sospechas. La dificultad de camuflar unas cajas lo bastante grandes como para que en ellas cupiera el retablo, por más que fuera desmontado en paneles, más manejables, no ha de obviarse. Aquellos hombres debieron de sentir los ojos de la ciudad entera clavados en ellos. Si alguien descubría que unas cajas entraban en el palacio episcopal, deduciría que
El Cordero
se encontraba oculto en ellas, y la operación habría fracasado.

Por la noche, en la residencia del obispo, alumbrados tenuemente por una única lámpara, limpiaron el retablo de polvo y humedad, lo envolvieron en mantas y lo sellaron en los cajones. Pero ¿cómo iban a mover aquellos cuatro armatostes que contenían una pintura del tamaño de un cobertizo y del peso de un elefante? El canónigo tenía una idea.

En aquella época era habitual que los vendedores ambulantes recorrieran la ciudad ofreciendo mercancías diversas en carros tirados por caballos. Desde aquella especie de mercadillos ambulantes, sobre ruedas, se dedicaban a pregonar sus productos, tanto nuevos como usados, que iban desde el menaje del hogar hasta la ropa, y desde las mantas hasta las alfombras, pasando por herraduras para caballos. Nada podía resultar sospechoso en un carro abierto traqueteando por la ciudad.

Así pues, el canónigo consiguió una de aquellas carretas de venta ya cargada con toda clase de mercancías. El 31 de agosto de 1914, sus amigos cruzaron con ella la ciudad de calles adoquinadas entre el tintinear de los objetos que transportaba. Introdujeron el vehículo en el patio de la residencia del obispo y cerraron la verja. Actuaban con cautela, protegidos por la penumbra de la noche, intentando no hacer ruido, y de ese modo fueron descargando la quincalla de la que iba cargado: sartenes y cazos, alfombras y pies de lámpara, escobas y hoces, libros y bridas. Después arrastraron los cuatro cajones de madera hasta el fondo del carro vacío y volvieron a cargarlo con los mismos objetos: primero extendieron las alfombras, después apilaron a conciencia el resto de los utensilios para que todo pareciera dispuesto de cualquier manera.

Completada la operación de camuflaje, abrieron la verja del patio y cruzaron la ciudad. Si alguien los hubiera observado habría pensado, simplemente, que los empleados del obispado habían realizado una compra vespertina del quincallero local. Las herraduras del caballo repicaban contra los adoquines, y la carreta dejó atrás la estación de ferrocarril y se detuvo dos veces en sendas casas particulares de las inmediaciones. En cada una de ellas descargaron dos cajones con sumo cuidado, y los ocultaron en el interior de aquellas residencias, protegidos entre sus paredes, bajo los tablones de sus suelos de madera.

Por el momento,
La Adoración del Cordero Místico
estaba a salvo. Aunque no por mucho tiempo.

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