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Authors: Noah Charney
Tags: #Intriga, #Histórico, #Ensayo
También parece haber existido el curioso consenso en la diócesis de que las alas eran sólo de importancia relativa para la obra en su conjunto, y de que eran los paneles centrales los emblemas fundamentales de San Bavón y de Gante. Esa idea pudo verse potenciada por el hecho de que los soldados franceses se llevaran sólo los paneles centrales con destino al Louvre, por más que Denon reaccionara con rapidez ante el error en el saqueo e intentara reconstituir el retablo entero en París.
Que Adán y Eva se salvaran pudo no ser más que una cuestión de logística, de los paneles a los que Le Surre tenía acceso, de lo difícil que le habría resultado sacar discretamente más piezas de la ciudad. Fueran cuales fuesen las razones, la ridícula suma que el vicario general recibió por los laterales robados sugiere que se trataba más de unos honorarios por los servicios prestados que de un precio de venta obtenido mediante negociación, otro indicio más de que fue Nieuwenhuys el que encargó el robo.
Cuando se descubrió que los paneles laterales habían sido vendidos hubo un clamor de indignación en Gante, pero el daño ya estaba hecho. Llama la atención que Le Surre no fuera castigado por su acción, al menos no públicamente, más allá de los límites de la diócesis. Él se defendió afirmando que ésta consideraba que los laterales eran superfluos, y que no los había robado, sino vendido en nombre del obispado.
Se sugirió connivencia de la diócesis, sobre todo cuando se supo que Le Surre mantenía su cargo después incluso de que la venta pasara a ser del dominio público. Cuando el obispo, Maurice de Broglie, fue nombrado para el cargo en Gante, Le Surre fue el colaborador que se llevó consigo desde su anterior diócesis. Los dos eran amigos y colegas desde hacía mucho tiempo. ¿Es posible que el obispo pro-francés hubiera aprobado la venta? Falta la motivación para involucrarlo. Si Le Surre tenía permiso para la operación, ¿por qué habría vendido unas obras de fama internacional por apenas 3.000 florines? Si se trataba de un robo ideológico, una declaración pro-francesa, pro-imperial, de que lo que Napoleón había robado debía seguir siendo propiedad de Francia, entonces los paneles no se habrían vendido a un marchante belga que, a su vez, los entregaría a un coleccionista inglés en Alemania.
El escándalo también suscitó la pregunta, abordada en diversos artículos de prensa en los años que siguieron, de si
El retablo de Gante
pertenecía a la nación que muy pronto pasaría a conocerse como Bélgica o si era propiedad del obispado. Ello sucedía mucho antes de que se establecieran acciones legales internacionales para repatriar patrimonio cultural. Actualmente, tanto el propietario particular como el país habrían reclamado una obra considerada oficialmente parte del patrimonio cultural. En la mayoría de los países el retablo se consideraría propiedad del propietario particular, pero se impediría su salida del país, ni mediante préstamo ni tras una venta, sin la aprobación de su gobierno. Pero en 1816, una vez una obra de arte abandonaba su país de origen, incluso si su paradero se conocía, era poco lo que podía hacerse.
Hoy, por más que se aludan frecuentemente, existen requisitos por los que se obliga a presentar prueba de diligencia debida y buena fe para evitar que se considere culpable a alguien en caso de que se descubra que la obra de arte que ha adquirido es robada. La diligencia debida implica que el comprador y también el vendedor deben demostrar que han buscado en las listas de obras robadas y preguntado a las autoridades para asegurarse de que la obra en cuestión no es de origen ilícito conocido. Buena fe significa que el comprador ha de mostrar que la obra de arte ha sido adquirida en la creencia sincera de que no procedía de una transacción ilícita.
Pero en la época que nos ocupa no existía ninguna obligación de esa clase, ni se velaba por el cumplimiento de leyes internacionales para la preservación del patrimonio cultural. Tampoco se llevaba un control exhaustivo sobre la procedencia de los objetos, una vez expoliados. Con la dificultad añadida derivada del hecho de que, en un tiempo preelectrónico, la información se encontrara diseminada, comprar y vender arte robado resultaba de lo más fácil.
Italia intentó aprobar las primeras leyes de conservación a principios del siglo XIX. En 1802, el Vaticano, en un intento de preservar lo que quedaba de las colecciones papales después de que Napoleón las arrasara, prohibió la exportación de obras de arte antiguas, y de las contemporáneas si se consideraban de gran calidad. Pero a causa del caos de la época, el decreto no se aplicó por primera vez hasta 1814. E, incluso a partir de entonces, poco pudo hacerse para descubrir las exportaciones ilícitas.
Una vez que los paneles laterales de
La Adoración del Cordero Místico
estuvieron en su poder, L. J. Nieuwenhuys encontró un comprador en la persona de Edward Solly, el influyente coleccionista inglés radicado en Berlín. Sin duda, éste debía de conocer los orígenes ilícitos de su trofeo, pero, o bien no le importó, o la pieza era demasiado valiosa para dejarla escapar. Así, adquirió los seis paneles pintados por las dos caras por 100.000 florines (unos 120.000 dólares de hoy) en 1818. De inmediato se convirtieron en los objetos más preciados e importantes de su colección. En un año, y en una sola compra, Nieuwenhuys obtuvo un beneficio neto de 97.000 fl orines (116.400 dólares).
Edward Solly, cuya fortuna procedía de la industria maderera, alimentaba su amor por el arte coleccionándolo y, en ocasiones, comerciando con él. Al igual que muchos otros marchantes de arte de su época, se instaló en Berlín. Tras la caída de Napoleón, el Imperio austro-húngaro recobró vitalidad y empezó a reclamar las obras que le habían sido arrebatadas y la ampliación de las colecciones imperiales. Las pinturas italianas, que Francia había sacado del país durante la ocupación, inundaban los mercados y eran adquiridas con avidez por coleccionistas ingleses y alemanes. Fue durante ese período cuando la mayoría de las obras de arte italianas que en la actualidad llenan los museos ingleses llegaron a la isla. Fueron tantas las piezas de excelente calidad que cruzaron el Canal de la Mancha que, por primera vez, los estudiosos empezaron a desplazarse hasta Inglaterra para estudiar arte italiano.
En Berlín, Solly sacó un gran partido de las sacudidas que tuvieron lugar en las colecciones europeas durante y después de la República Francesa y el Imperio. De la magnitud del comercio del arte en esa época da una idea la cantidad de piezas que poseía Solly. En 1820 contaba ya con más de 3.000 pinturas y obras sobre papel, en su mayoría de los maestros renacentistas italianos, entre ellos Bellini, Rafael, Tiziano y Perugino. La colección la albergaba la inmensa residencia que Solly poseía en el número 67 de Wilhelmstrasse, en Berlín. Sus pinturas italianas ocupaban siete de sus galerías, que también hacían las veces de almacén. El coleccionista admitió a un amigo que las transacciones que realizaba con obras de arte holandesas y flamencas no lo apasionaban. Según él, eran «sólo una manera de proporcionarme los recursos para satisfacer mis verdaderos deseos»: las pinturas italianas.
En 1821, el rey de Prusia, Federico Guillermo III, adquirió la totalidad de la colección de Solly. Su plan pasaba por crear una Galería Nacional de Prusia que rivalizara con el Louvre. Y el tesoro más preciado de su colección eran los seis paneles laterales de
El retablo de Gante
.
Solly pasó tres años negociando la venta de su colección al Estado prusiano. Las dos partes deseaban mantener los detalles de la operación en secreto tanto tiempo como fuera posible. Aunque al coleccionista no le intesaba que se corriera la voz, lo cierto era que su negocio había menguado, y era más lo que adquiría que lo que vendía. Por su parte, Prusia no quería que se conociera, ni en el país ni en el extranjero, la inmensa suma de dinero que estaba gastando en arte en un período de inestabilidad social. Demasiadas voces se alzarían para opinar que convenía gastar más en infraestructuras y no en la acumulación de una colección de arte que superara en esplendor a la del Louvre.
El rey Federico Guillermo III había asistido al expolio de Napoleón, había sentido su propio patrimonio cultural amenazado y había sufrido pérdidas. Siguiendo el consejo del prestigioso historiador del arte alemán Gustav Friedrich Waagen, el monarca prusiano empezó a crear una colección real. Como muchas de las obras de arte robadas que se exhibían en el Louvre habían empezado a regresar a sus países de origen y el mercado europeo vivía en un torbellino de piezas artísticas, Federico Guillermo III vio una gran oportunidad para la glorificación de su reino a través de su adquisición.
La colección de Solly fue vendida finalmente a Prusia en dos lotes. El primer grupo consistía en las 885 pinturas más importantes, por las que el Estado prusiano pagó 500.000 libras (aproximadamente unos 55 millones de dólares de hoy). El segundo, que incluía obras menos importantes pero dignas de figurar en un museo, estaba formado por 2.115 pinturas y dibujos, y fue adquirida por 130.000 libras (el equivalente a unos 10 millones de dólares). Solly era consciente de que estaba vendiendo esas obras por sólo una parte de su valor total, y desde luego por bastante menos de lo que él había pagado por ellas. Pero se alegraba de que su colección permaneciera unida, convertida en un legado que le sobreviviría. Para él, aquella venta con descuento era un gesto de generosidad que le abría el camino a la jubilación.
Ni siquiera los paneles de
El retablo de Gante
que permanecieron en la ciudad que los había visto nacer estuvieron exentos de peligros. En 1822 se declaró un incendio en la catedral de San Bavón, y muchas de las obras de arte que albergaba quedaron destruidas. Gracias a la rápida intervención del personal del templo y de los bomberos locales, los paneles se salvaron del fuego, y sufrieron sólo daños menores causados por el humo.
En 1832, bajo la supervisión de Gustav Waagen, los paneles fueron sometidos a un buen frotado, gracias al que quedó a la vista la inscripción oculta que, por primera vez, hacía referencia a un tal «Hubert van Eyck». Aquello puso patas arriba el mundo del arte, y catapultó aún más a Van Eyck, o mejor dicho, a los Van Eyck, al primer plano.
El territorio que había iniciado su andadura como Flandes (y que posteriormente había pasado a ser los Países Bajos Austríacos primero, y los Países Bajos Franceses después, para convertirse finalmente en el Reino Unido de los Países Bajos) se separó oficialmente de Holanda en 1830 y se convirtió en Bélgica. El nombre se escogió por su referencia a la tribu celta originaria de la región, denominada «Belgae» por los conquistadores romanos.
La historia de las ocupaciones de este pequeño territorio es larga y densa. Desde los celtas a los romanos, pasando por los condes de Flandes, que entregaron esa porción de tierra al Imperio borgoñón, que a su vez cayó a manos de los Habsburgo, pasó por siglos de conflictos religiosos y cambios de poder, antes de que los republicanos franceses y los ejércitos imperiales se lo apropiaran. Desde 1830 se ha conocido como Bélgica. Pero, a lo largo de su existencia, a través de muchos nombres y muchas potencias ocupantes, su mayor tesoro ha sido siempre
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. Y ahora ese tesoro estaba disperso; sus alas habían sido robadas, sacadas del país y vendidas a la colección real de Prusia.
En 1830, el rey prusiano construyó la Königliche Gallerie de Berlín para que albergara los frutos de sus esfuerzos. La colección de Edward Solly se sumó a otra relativamente pequeña pero maravillosa, la colección Giustiniani, formada por 157 pinturas, que Prusia también había adquirido para crear el embrión del nuevo museo berlinés.
Los amantes del arte ampliaron su periplo para incluir ese nuevo centro artístico y admirar su obra más destacada: los paneles laterales de
El retablo de Gante
. Un crítico inglés, George Darley, anotó, durante su visita de 1837, que el cambio de ubicación parecía obrar maravillas en la pintura de Van Eyck, que exhibía «la más refrescante transparencia, después de la atmósfera acre y ferruginosa que en Gante los ha cubierto durante cuatrocientos años. Sus azules, verdes y carmesíes, como las piedras preciosas más ricas reducidas a aguas puras multicolores, que nadaban y se remansaban en espejos luminosos sobre varias partes de la superficie, parecen agitados por la varita del pintor-mago». Darley proseguía explicando que un examen detallado de la superficie de la pintura de Van Eyck no permitía adivinar rastro alguno de pinceladas: «Apenas un roce se eleva del nivel general para revelar que las capas fueron sucesivas: y sin embargo ninguna otra obra puede presentar menos de ese aspecto lamido tan habitual y tan detestable en una ejecución fina». El lirismo de Darley es indicativo del nivel de admiración que sentía por las pinturas de Van Eyck en ese período. En tanto que artista más cotizado del siglo XIX, las obras de Van Eyck eran las más codiciadas por ingleses, franceses y alemanes.
El museo de Berlín pasó a convertirse en el Kaiser Friedrich Museum en 1904, fecha en que se trasladó a un nuevo espacio, mucho mayor, en lo que actualmente se conoce como Isla de los Museos de Berlín. Sólo entonces, gracias a la presencia de la prensa escrita, que asistió a los actos de inauguración de la nueva galería, la importancia de la colección Solly apareció ante los ojos del público general a un nivel internacional. El
London Times
publicó en 1905 una confirmación tanto de las aptitudes de Solly como coleccionista como del éxito de sus tratos llevados a cabo con total discreción, y lo consideraba «uno de los coleccionistas más destacados de todos los tiempos, y uno de los que más se han avanzado a su época».
En el Kaiser Friedrich Museum, los seis paneles de madera correspondientes a los laterales de
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se mostraban cortados verticalmente, para que ambos lados, el anverso y el reverso, pudieran verse desde un solo ángulo. Esa clase de cirugía severa nunca sería aprobada en la actualidad y, de hecho, la desmembración de una obra maestra, ya entonces, resultaba algo drástica. En cualquiera caso, revela que se daba más prioridad a la exhibición que al respeto por la obra y su conservación. Esa alteración crucial facilitaría el robo de los dos lados de uno de aquellos paneles cortado verticalmente, que se produciría en 1934. Las alas del retablo permanecerían expuestas en Berlín hasta 1920.