Read Los ladrones del cordero mistico Online
Authors: Noah Charney
Tags: #Intriga, #Histórico, #Ensayo
La intriga final de la historia de
El retablo de Gante
antes de la Primera Guerra Mundial se produjo en 1861. El gobierno belga persuadió al personal de la catedral de San Bavón para que vendiera los paneles de Adán y Eva a fin de exponerlos en la galería nacional de Bruselas, y de conservarlos mejor. El precio de venta fue de 50.000 francos (unos 115.000 dólares de hoy), una entrada de efectivo muy necesaria para una diócesis con problemas de fondos. El gobierno belga también entregó a San Bavón las copias de los paneles laterales pintados por Coxcie en 1559, los únicos que estaban en su posesión de todos los pintados por Coxcie, para que sustituyeran los que habían sido robados y que se exponían en Berlín. Como parte final del trato, el gobierno encargó al artista belga Victor Lagye que pintara copias de los paneles de Adán y Eva para que se mostraran in situ, en sustitución de los que se trasladarían a Bruselas. Esos nuevos paneles no representaban a la primera pareja desnuda, como en el original, sino que, haciéndose eco de lo que el emperador José II había exigido ochenta años atrás, el gobierno belga pidió a Lagye que cubriera la desnudez de Adán y Eva con unas piezas de pelo de oso estratégicamente colocadas. Así, los paneles adaptados para satisfacer la mojigatería victoriana de la época se instalaron en la catedral en 1864.
Con las peripecias homéricas del viaje de
La Adoración del Cordero Místico
, resulta comprensiblemente difícil recordar dónde se encontraba cada uno de los paneles en un momento determinado. Así, entre 1864 y la Primera Guerra Mundial, las localizaciones fueron las siguientes:
Exhibidas en su escenario original —la capilla Vijd de la catedral de San Bavón de Gante— estaban las nuevas copias de los paneles de Adán y Eva pintadas por Victor Lagye, los paneles laterales copiados por Michiel Coxcie en 1559 y los paneles centrales originales, que habían regresado de París.
El gobierno belga, por su parte, estaba en posesión de los paneles originales de Adán y Eva, que permanecieron en el Museo de Bruselas salvo por unos meses de 1902 en que se cedieron en préstamo para que constituyeran la obra central de una exposición sobre maestros flamencos celebrada en Brujas.
El Museo de Berlín, heredero de la colección real prusiana, era el propietario de los seis paneles laterales originales de Van Eyck. En 1823, la institución adquirió la copia de Coxcie de los paneles centrales de
La Adoración del Cordero Místico
, que se exhibían en la Pinacoteca de Múnich desde que ésta se los compró a L. J. Nieuwenhuys. Así pues, en Berlín se exponía ahora una semblanza de
El retablo de Gante
completo, y podía presumir, casi tanto como la ciudad que lo había alumbrado, de contar con una proporción similar de material original.
Los desperdigados paneles del retablo podían descansar brevemente.
Y entonces estalló la Primera Guerra Mundial.
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Un canónigo esconde
El Cordero
G
ANTE fue la sede de la Exposición Internacional de 1913, un breve respiro antes de las convulsiones de la Primera Guerra Mundial, que desencadenaría las siguientes etapas del viaje accidentado e ilícito de la creación maestra de Van Eyck y que, en sí mismo, constituye una peripecia a través de la historia de los robos de obras de arte.
La victoria de Alemania, en 1871, en la guerra franco-prusiana trajo consigo una entrada de ingresos, alimentada inicialmente por las indemnizaciones que Francia se vio obligada a asumir, que se destinó en gran medida a mejorar las colecciones artísticas del Estado alemán. Bajo la dirección de Wilhelm von Bode, el nuevo y carismático director del Museo de Berlín, sucesor de Gustav Waagen, Alemania empezó a adquirir no sólo piezas individuales, sino también colecciones enteras. Esta cosecha artística incluía la financiación de excavaciones arqueológicas, como la que Heinrich Schliemann dirigió en Troya, y cuyos hallazgos llenaban las galerías de Alemania. Paulatinamente, los museos estatales alemanes y los coleccionistas particulares estadounidenses iniciaron una competencia para adquirir las obras de arte de una aristocracia europea cada vez más empobrecida.
El estallido de la Primera Guerra Mundial supuso un enfoque totalmente nuevo sobre el modo de tratar las obras artísticas. Durante los milenios anteriores, las reglas de juego habían sido muy simples: el conquistador saquea al conquistado. En un principio, las obras de arte y los monumentos se veían como emblemas de los derrotados que debían ser destruidos. Después, con el idilio de la Roma antigua con el coleccionismo —declarado públicamente, sobre todo, a partir de la toma de Siracusa en el año 212 a.C., por la que Roma se familiarizó con las maravillas artísticas del período helenístico—, las obras de arte pasaron a considerarse trofeos que debían tomarse por derecho de conquista, llegándose al extremo, en ocasiones, de alterar las estrategias militares a fin de apoderarse del arte del enemigo.
Esta tendencia se mantuvo inalterada durante el saqueo bárbaro a que el rey Alarico y sus godos sometieron a Roma en el año 410 d.C., y posteriormente en 455, con Genserico y sus vándalos. En 535 Justiniano, emperador de Bizancio, envió a su general Belisario a Cartago, en el norte de África, con la orden de capturar el botín que habían arrebatado a Roma, para poder quedárselo él.
Las cruzadas constituyen el máximo exponente de la guerra gratuita, declarada exclusivamente con el objeto de saquear. Los cruzados se desviaron de la ruta que los llevaba a la liberación de Tierra Santa del dominio infiel en 1204 para saquear Constantinopla, la ciudad más rica del mundo, habitada, por cierto, por hermanos cristianos. Las historias de las guerras declaradas, o ampliadas, para robar obras de arte ocuparían un libro entero, y alcanzaron su cenit en la época de Napoleón. Durante siglos parecía una obviedad que un enfrentamiento bélico implicaba el expolio a los vencidos.
Resultaba, por tanto, de lo más anómalo que en los años anteriores a la Primera Guerra Mundial se estableciera un diálogo abierto —principalmente en artículos publicados en revistas de arte por especialistas de todo el mundo— sobre la cuestión de si el arte debía verse afectado por la guerra, cuándo y cómo debía protegerse, y si siempre debía permanecer en su lugar de origen. La discusión prosiguió una vez iniciada la contienda, la primera guerra en la que los dos bandos habían declarado, al menos, que los monumentos debían preservarse, aunque el precio a pagar por ello fuera la pérdida de ventaja militar, y que el saqueo de obras de arte no debía darse en ningún caso.
Cuando Alemania conquistó Francia y Bélgica en los primeros días del conflicto armado, se asignó a dos oficiales especializados en conservación de patrimonio la misión de supervisar las obras de arte y los monumentos durante la ocupación alemana. El doctor Paul Clemen, profesor de la Universidad de Bonn, fue nombrado guardián de monumentos en Francia y Bélgica por el alto mando alemán. Su colega, el doctor Otto von Falke, director del Museo de Arte Industrial de Berlín, se convirtió en comisionado de arte de la administración civil alemana en Bélgica. La misión de ambos consistía no sólo en evitar daños en las obras de arte, sino también su traslado.
Clemen, nacido en Leipzig, había iniciado su carrera en Estrasburgo, donde se doctoró con una tesis sobre los retratos de Carlomagno. Fue nombrado
provinzialkonservator
de la región de Renania, y en el desempeño de sus funciones era responsable de catalogar y conservar obras de arte y monumentos. El curso académico 1907 - 1908 lo pasó en Harvard como profesor visitante, antes de regresar a su cátedra de Bonn.
Clemen dedicó gran parte de su misión, en 1914, a redactar informes oficiales sobre el estado de los monumentos bajo su jurisdicción. En diciembre de ese año publicó un artículo en la
International Monthly Review of Science and the Arts
titulado: «La protección de los monumentos y el arte durante la guerra». El artículo se convirtió en libro en 1919 y suscitó respuestas escritas de diversos frentes, que en todos los casos expresaban el apoyo a ese nuevo concepto y política según los cuales las obras de arte de las zonas en conflicto debían ser protegidas. Que el arte quedara a resguardo era algo que, por vez primera, se daba por descontado. El debate se suscitaba, más bien, a la hora de determinar si todos los bandos tomaban todas las medidas posibles para asegurar la protección de las obras. Clemen, por su parte, estaba decidido a proteger aquellas que se encontraban en Bélgica, el territorio que le había sido encomendado.
Clemen fue un héroe de la conservación, y su obra se distinguió de la de muchos otros compatriotas suyos durante las dos guerras mundiales. Su impresionante legado fue la extensa lista que elaboró sobre arte y monumentos en Renania mientras, durante cuarenta y seis años, ejerció de editor jefe de una publicación llamada
Die Kunstdenkmäler der Rheinprovinz
(Monumentos de Renania). La mayoría de las obras catalogadas había sufrido graves daños durante la Segunda Guerra Mundial o habían sido destruidas. El obituario de Clemen se publicó en una revista estadounidense, que glosaba elogiosamente su obra en Bélgica durante la ocupación del ejército alemán: «Lejos de despojar el país ocupado de sus objetos artísticos, esa comisión se propuso catalogar y fotografiar los monumentos belgas». Clemen fue una de las pocas figuras públicas con poder durante la Primera Guerra Mundial cuyos actos estuvieron a la altura de los mínimos expresados por la prensa escrita y las publicaciones especializadas. Ironías del destino, su hogar, en el que conservaba una gran biblioteca de ejemplares y manuscritos raros, resultó destruido por un bombardeo aéreo en 1944.
Durante la Primera Guerra Mundial, el arte proporcionaba una lente a través de la que ventilar cuestiones sociopolíticas candentes. Cuando los bombarderos franceses sobrevolaron Alsacia, la prensa alemana expresó su temor por la integridad de la obra maestra de Matthias Grünewald,
El retablo de Isenheim
, que albergaba el monasterio de Colmar. El tema candente que subyacía era el control de Alsacia, región que sólo recientemente había pasado de ser territorio francés a integrarse a Alemania, y que rivalizaba con Bélgica por el título de maltrecho campo de batalla de las superpotencias europeas.
Uno de los mayores temores de Alemania era el saqueo de su patrimonio cultural por parte de los rusos, temor que se vería confirmado hasta extremos aterradores al término de la Segunda Guerra Mundial. En aquella época existía la tendencia, por parte de Alemania, de atribuir a los rusos barbaridades de las que podían ser o no culpables.
Un incidente en particular puso en guardia a los alemanes. En otoño de 1914, el ejército ruso se apoderó del contenido del Museo Ossolinski de Lemberg, y trasladó su contenido a San Petersburgo. El museo quedaba del lado ruso de la nueva frontera con el Imperio alemán. Los rusos aseguraban que habían trasladado las obras de arte para protegerlas de futuros conflictos. Los alemanes consideraron que se trataba de un saqueo. Las cifras de los objetos confiscados de ese único museo resultaban sobrecogedoras:
—1.035 pinturas
—28.000 obras sobre papel (acuarelas, dibujos, grabados)
—4.300 medallones
—5.000 páginas manuscritas
Esos tesoros polacos jamás regresaron.
La opinión mayoritaria en esa época era que el arte merecía una mayor protección frente a los daños de la guerra que los seres humanos. En ese debate, franceses y belgas declararon que sus soldados no debían poner en peligro ningún edificio histórico, aunque el enemigo se ocultara en su interior o tras él, independientemente de la ventaja militar o la pérdida de vidas humanas que la decisión comportara. En todos sus escritos competían por asumir el papel de protectores del patrimonio cultural durante la Primera Guerra Mundial.
En un número de la respetada revista de arte
Die Kunst
, el especialista Georg Swarzenski, director del Museo de Arte de Frankfurt, que desde 1939 —tras escapar de la Alemania nazi— y hasta 1957 fue director del Museo de Bellas Artes de Boston, escribía:
El sentimiento popular debe declarar y declarará que no hemos sacrificado la vida y la propiedad para acumular más posesiones artísticas. El daño causado por la guerra, los valores que destruye, son tan grandes que no debemos considerar siquiera una fracción de esos valores espirituales como indemnización. [Hacerlo implicaría que] el propósito de la guerra no era la seguridad y el fortalecimiento de la vida económica y política del propio país, sino el debilitamiento y la destrucción de la existencia espiritual y cultural del enemigo. Esa meta, que conduciría al empobrecimiento de la humanidad, no es, tal vez, aceptable, para ninguno de los países en guerra, y desde luego no lo es para el Imperio alemán.
Aquello sonaba muy bien, pero en el fragor de las batallas, ¿las acciones de Alemania estarían a la altura de aquellas palabras bienintencionadas que proliferaban en la prensa y en las revistas especializadas? Todas las guerras implican bajas, sean fortuitas o no. Pero sólo en contadas ocasiones se habían producido daños colaterales durante las batallas antes de la Primera Guerra Mundial. Durante la reclamación de Florencia por parte de los Medici en 1512, Miguel Ángel se dedicó a buscar como un loco colchones con los que proteger los maravillosos frescos de San Miniato del Monte, que veía peligrar a causa de las vibraciones causadas por un cañón emplazado en el campanario de la iglesia y que tenía la misión de bombardear la ciudad. La Acrópolis de Atenas resultó dañada por una explosión durante un bombardeo lanzado por Venecia en 1687, que se vio agravado por el hecho de que las fuerzas otomanas ocupantes usaban el templo como polvorín. Con todo, dejando de lado excepciones notables, los monumentos históricos no habían sufrido daños accidentales subsidiarios en las contiendas pasadas. O bien el arte se convertía en objetivo manifiesto de destrucción, o bien se dejaba intacto.
Pero esa guerra era distinta. Los avances en la capacidad militar implicaban nuevas amenazas para los monumentos y los edificios históricos. La nueva artillería, el uso de aviones y las escaramuzas que se extendían por todo el territorio europeo, y que no se veían restringidos a los campos de batalla y las murallas de las ciudades asediadas, implicaban que los edificios históricos quedaran expuestos a los soldados, y que los errores en el lanzamiento de bombas y artillería causaran bajas culturales no intencionadas. Un ejemplo temprano de ello fue la destrucción, en 1914, de la ciudad belga de Lovaina, incluida la importantísima biblioteca de su universidad.