Los ladrones del cordero mistico (16 page)

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Authors: Noah Charney

Tags: #Intriga, #Histórico, #Ensayo

BOOK: Los ladrones del cordero mistico
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El ejército revolucionario francés había llegado por primera vez a los Países Bajos austríacos en 1792 para liberar la zona de las tropas austríacas y prusianas. La segunda incursión de ese mismo ejército, que tuvo lugar en 1794, llevó consigo la revolución, y supuso el traslado masivo de los tesoros artísticos de la región. Las instituciones religiosas quedaron abolidas, y sus posesiones fueron confiscadas, entre ellas las de la catedral de San Bavón.

En la ciudad de Gante, los paneles centrales de
La Adoración del Cordero Místico
cayeron en manos del ejército francés republicano, y bajo el mando del general Charles Pichegru fueron sacados del recinto eclesiástico el 20 de agosto de 1794. El oficial al cargo de la confiscación en Holanda y los Países Bajos austríacos era el ciudadano Barbier. Se ignora por qué los franceses se llevaron sólo los paneles centrales del retablo, y no los laterales. El Adán y la Eva originales, así como las alas, almacenados en la sala capitular de la catedral, no se movieron de su sitio. Aunque no se ha conservado ningún documento que lo registre, es posible que, más que almacenados, se hallaran escondidos en la sala capitular, o tal vez el mero hecho de que no estuvieran expuestos junto con los paneles centrales en la capilla Vijd bastara para que los soldados franceses los pasaran por alto. Por el contrario, éstos sí fueron enviados directamente a París, donde se expusieron y donde pasaron a convertirse en una de las atracciones del museo.

El ciudadano Barbier se dirigió a la Convención Nacional de París pocas semanas después de apoderarse de los paneles centrales de
La Adoración del Cordero Místico
, a los pocos días de que el primer envío de arte expoliado llegara desde Holanda: «Demasiado tiempo han privado a los siervos de la contemplación de estas obras de arte […] Estas obras inmortales ya no se encuentran en tierra extranjera […] Reposan en el hogar de las artes y el genio, en la patria de la libertad y la igualdad sagrada, en la República Francesa». Se trataba, sin duda, de un discurso pensado para complacer a las masas, pero deja al descubierto parte de la hipocresía inherente a la expansión republicana. ¿Acaso no eran los «siervos» los que se habían levantado para convertirse en los revolucionarios franceses? Según el dogma revolucionario, el pueblo llano debía contemplar ahora el arte del que la aristocracia le había privado. Y ese arte acababa de ser tomado de un país ya liberado y adoctrinado por la Revolución, es decir que, de hecho, se lo robaban a quienes acababan de convertirse.

Dejando de lado los dogmas confusos, la cuestión estaba clara: París, hogar de los libres, debía convertirse en depositario del arte de todo el mundo. La publicación revolucionaria
La Décade Philosophique
se convirtió en el principal portavoz de la incorporación de los nuevos trofeos de la República. En octubre de 1794 anunció la llegada de los primeros envíos de arte expoliado, mientras más de un centenar de las mejores pinturas del mundo venían en camino. París se convertiría en sede del arte mundial, y en cuna de la vida artística futura.

En julio de 1795, tras dirigir más de un año de derramamiento de sangre, Maximilien Robespierre fue ejecutado, y el Reino del Terror llegó a su fin. La dirección de la República se transfirió al Directorio, surgido de un nueva Constitución promulgada el 27 de septiembre de ese mismo año.

Entretanto, de las imprentas partían numerosos intentos de abordar racionalmente el expolio que se estaba produciendo. Al tiempo que el ejército conquistaba y despojaba a Italia de sus tesoros, un estudiante de arte llamado Antoine Chrysostome Quatremère de Quincy publicó un panfleto de setenta y cuatro páginas oponiéndose al saqueo de Roma con el argumento de que el arte sólo podía apreciarse plenamente in situ, en su entorno natural. De Quincy solicitaba con valentía al Directorio que desistiera, y afirmaba que Europa era una gran nación en lo que respectaba al arte, y que éste debía servir para unir. Cuarenta y tres artistas y ocho miembros de la Academia de Bellas Artes firmaron la petición.

El Directorio respondió el 3 de octubre de 1796 con la publicación, en el boletín oficial gubernamental
Le Moniteur
: «Si exigimos la concentración de obras maestras en París es a mayor honor y gloria de Francia y por el amor que sentimos por esas mismas obras de arte». Dicho de otro modo, nos gustan y las queremos para nosotros. Punto final. Mostrarse en contra de los saqueos era, según el Directorio, poco patriótico.
Le Moniteur
proseguía: «Nos formamos el gusto, precisamente, mediante una larga familiarización con la verdad y lo hermoso. Los romanos, antes incultos, empezaron a educarse al trasplantar las obras de arte de la Grecia conquistada a su país. Nosotros seguimos su ejemplo cuando explotamos nuestras conquistas y nos llevamos de Italia todo lo que sirva para estimular nuestra imaginación».

Así, «trasplantar» se convirtió en el eufemismo preferido para el robo del arte. Si Roma, paradigma de imperio, lo había hecho, también podía hacerlo Francia. Sólo unos años después, Napoleón se autoproclamaría emperador, en un intento de reconquistar para Francia los territorios de lo que había sido el Imperio romano.

Si el camino de Napoleón hacia el imperio estuvo empedrado con éxitos militares, la señalización la pusieron las obras de arte requisadas. El 27 de marzo de 1796, el joven y osado general corso se convirtió en comandante en jefe del ejército republicano en Italia. Le encomendaron la misión de expulsar a los austríacos y a sus aliados del país y de derrotar a las tropas papales. El ejército francés se encontraba en un estado lamentable. Había confiado en que contaría con la contribución de las fuerzas militares de los territorios ocupados para obtener avituallamiento y pagas. En el momento en que Napoleón tomó posesión de su cargo, los soldados llevaban meses sin recibir sus sueldos. Para evitar amotinamientos, Napoleón sancionó el saqueo como forma de pago para el mantenimiento del ejército.

El general era calculador y preciso. Se esforzaba al máximo para controlar los saqueos de su soldadesca. En una orden emitida el 22 de abril de 1796, Napoleón declaraba: «El Comandante en Jefe elogia al ejército por su bravura y por las victorias que ha obtenido del enemigo día a día. Sin embargo, asiste con horror a los espantosos saqueos cometidos por individuos patéticos que sólo se alistan a nuestras unidades cuando los combates ya han cesado, pues estaban demasiado ocupados saqueando». Los soldados no le prestaron demasiada atención. Poco después, Napoleón dictó otra orden: «Al Comandante en Jefe se le informa de que, a pesar de las reiteradas órdenes, los saqueos del ejército continúan, y las casas de campo son despojadas de todo», y autoriza a que se dispare contra cualquier soldado al que se descubra saqueando, y declara que no puede confiscarse nada sin que medie un permiso escrito por las autoridades pertinentes. A partir de entonces, sería Napoleón, y no sus soldados, el que se arrogaría el permiso para saquear.

Napoleón logró dar la vuelta a una campaña desastrosa en Italia y convertir a una multitud desharrapada, hambrienta, de soldados en un ejército disciplinado y profesional. Los integrantes del ejército republicano se convirtieron en sus defensores incondicionales. Su éxito fenomenal en la campaña italiana culminó en un importante armisticio con el duque de Módena. Entre sus condiciones, firmadas el 17 de mayo de 1796, se estipulaba lo siguiente: «El duque de Módena se compromete a entregar más de veinte pinturas. Éstas serán seleccionadas por comisionados enviados a tal fin, de entre los cuadros que posee en su galería y sus tierras». Aquello sentó un precedente para el pago y la retribución mediante obras de arte que, en los siglos venideros, no haría sino indignar y enfurecer a los pueblos que se rindieran.

Asimismo, Napoleón dio instrucciones precisas sobre el procedimiento a seguir en la retirada de las piezas artísticas. A los agentes especiales se les ordenaba que recurrieran al ejército para llevárselas, organizar el traslado a Francia y realizar inventarios exhaustivos. Éstos debían presentarse al mando del ejército, así como al agregado civil del gobierno. Debía dejarse constancia escrita de cada confiscación en presencia de algún oficial reconocido por el ejército francés. Para trasladar el botín hasta Francia era perceptivo usar transporte militar, y era el ejército el que debía hacerse cargo de los costes de las operaciones. De hecho, esas instrucciones detalladas servían precisamente para enmascarar que Napoleón y sus oficiales las pasaban por alto.

La Comisión de las Artes y las Ciencias, institución de sonoro nombre, estaba dirigida por un artista, el ciudadano Tinet, e integrada por un matemático, el ciudadano Monge, un botánico, llamado ciudadano Thouin, y otro pintor, el ciudadano Wicar, el más célebre de todos, que acabó pasando a la posteridad como gran ladrón.

En su vida privada, Jean-Baptiste Joseph Wicar era pintor y coleccionista de arte. Estudió con el más destacado maestro del neoclasicismo francés, Jacques-Louis David, cuya importancia en la historia de la pintura se encuentra apenas un peldaño por debajo de la de Van Eyck, y que supo venderse tan bien que logró ser el favorito tanto de los revolucionarios como de Napoleón. Wicar acompañó a David en su
Grand Tour
hasta Roma en 1784, y regresó a la ciudad italiana para residir en ella entre 1787 y 1793. Aquello le brindó la ocasión de identificar las obras de arte que quedarían bien en el Louvre y en su dormitorio, si la ocasión se presentaba.

En 1794 Wicar fue nombrado conservador de antigüedades del Louvre, un cargo de gran poder, sólo por debajo del director del museo. Ese mismo año fue llamado para dirigir la Comisión de las Artes y las Ciencias durante la campaña italiana, con la misión de confiscar obras de arte siguiendo el rastro de las victorias napoleónicas. Wicar abandonó el puesto en 1800 y se instaló definitivamente en Roma, donde abrió un taller como retratista de gran éxito, solicitado por los viajeros del
Grand Tour
, y como marchante de arte especializado en dibujos robados. Allí podía admirar a sus anchas la ciudad que había ayudado a Napoleón a expoliar (una buena parte del botín seguía en su residencia; no se había desprendido de él para poder deleitarse en su contemplación, sí, pero también para poder venderlo siempre que el precio le pareciera adecuado).

Dirigida por Wicar, la Comisión de las Artes y las Ciencias realizó su primera escala italiana en mayo de 1796: la ciudad de Módena, recién derrotada. Allí confiscaron no sólo las veinte pinturas acordadas en nombre de la República, sino la colección ducal de camafeos y un número indeterminado de otras obras de arte para su uso personal. El ciudadano Wicar demostró ser un delincuente ingenioso en la apropiación de preciadas obras de arte, sobre todo aquellas que resultaban más fáciles de sustraer, como eran las realizadas en papel, que luego vendía a marchantes internacionales a elevadísimos precios. Él solo robó en Módena cincuenta pinturas y un número indeterminado de dibujos para su colección privada. El saqueo particular a la colección del duque de Módena concluyó sólo cuando Napoleón llegó a la ciudad. Fue él quien impidió a sus comisarios que sustrajeran nada más. Lo que no le privó de escoger dos cuadros para su uso y disfrute.

Se acababa de crear un precedente que se repetiría tras las victorias sobre Parma, Milán, Mantua y Venecia, entre otras ciudades. En el armisticio se exigía que parte del pago se efectuara en obras de arte. Esta exigencia venía seguida, cuando llegaba el momento de recoger, de un expolio que excedía en mucho lo estipulado en los acuerdos de paz. Entre las obras tomadas se contaban creaciones de Miguel Ángel, Guercino, Tiziano, Veronés, Correggio, Rafael y Leonardo, así como antigüedades como la famosa Cuadriga, los caballos de bronce que remataban la basílica de San Marcos de Venecia, saqueados a su vez de Bizancio en 1204 durante la Cuarta Cruzada y ahora «trasplantados» a París.

Otras ciudades que se hallaban en el punto de mira de Napoleón tomaron medidas para proteger sus tesoros artísticos. Nápoles no entró en combate contra Napoleón, y firmó un tratado de inmediato, lo mismo que Turín. Como consecuencia de ello, el expolio a las dos ciudades fue el de menor alcance.

El papa Pío VI se avino a términos con Napoleón en junio de 1796, pero pagó un alto precio por ello. Además del desembolso de 21 millones de libras en dinero y bienes (aproximadamente unos 60 millones de dólares de hoy) el artículo 8 del Tratado de Tolentino estipulaba que el pontífice debía entregar: «cien pinturas, bustos, vasijas o estatuas que seleccionarán los comisionados y enviados a Roma, incluidos, específicamente, el busto en bronce de Junio Bruto y el busto en mármol de Marco Bruto, ambos expuestos en el Capitolio, así como quinientos manuscritos de la elección de los mencionados comisionados». Entre el centenar de obras se encontraban ochenta y tres esculturas, incluido el gran
Laoconte
, y el
Apolo Belvedere
, así como la maravillosa pintura de Rafael titulada
La Transfiguración
. Añadiendo insulto a la injuria, se le exigió al Vaticano el pago del transporte de todas las obras de arte que le arrebataban los franceses, una suma elevadísima que ascendió a las 800.000 libras, el equivalente a unos 2,3 millones de dólares. De Bolonia, dominio de los Estados Pontificios, se llevaron cuarenta pinturas, y diez más de Ferrara. Para transportar las obras saqueadas de Bolonia solamente hicieron falta ochenta y seis carros. Napoleón escribió: «La comisión de expertos se ha hecho con un buen alijo en Rávena, Rimini, Pésaro, Ancona, Loreto y Perugia. El lote completo será enviado a París sin dilación. También existe un envío de la misma Roma. Hemos despojado a Italia de toda obra de valor artístico, con excepción de algunos objetos de Turín y Nápoles».

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