Los ladrones del cordero mistico (23 page)

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Authors: Noah Charney

Tags: #Intriga, #Histórico, #Ensayo

BOOK: Los ladrones del cordero mistico
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El canónigo y el obispo sabían que tarde o temprano los interrogarían sobre el paradero del retablo. Si, como pretendían, querían que les creyeran cuando dijeran que éste había sido enviado al extranjero, tendrían que presentar pruebas. El ministro del gobierno les proporcionó la documentación necesaria: envió una carta al canónigo Van den Gheyn con membrete del Ministerio de Ciencia y Bellas Artes, firmado por el ministro correspondiente. No incluía texto alguno, y el eclesiástico podía añadir lo que considerara necesario en el caso que los ocupaba. Éste mecanografió una carta en la que se exponía que el canónigo de San Bavón había recibido la orden de entregar
La Adoración del Cordero Místico
de Jan van Eyck a un delegado ministerial que, a su vez, enviaría la pintura a Inglaterra para su mejor conservación hasta el fin del conflicto armado.

Aquello parecía plausible, pues otros tesoros belgas ya habían sido enviados a Inglaterra. Numerosas obras de arte de importancia procedentes de otros lugares de Europa eran trasladadas desde sus ubicaciones habituales hasta lugares considerados más alejados de la línea de fuego. Los ataques aéreos austríacos aceleraron el traslado a Roma, en 1918, de muchas de las piezas artísticas diseminadas por el norte de Italia. Las estatuas ecuestres de Bartolomeo Colleoni, obra de Verrocchio, que se exhibían en Venecia, y la de Gattamelata, esculpida por Donatello, que se encontraba en Padua, viajaron hacia el sur, lo mismo que la Cuadriga, los cuatro caballos de bronce que coronaban el balcón de la catedral de San Marcos, también en Venecia, y cuya odisea de traslados causados por guerras y saqueos compite con la de
El retablo de Gante
. Así pues, la historia inventada por el canónigo resultaba verosímil. Tras estampar en lo alto una fecha anterior a la real, dio por completada aquella falsificación oficial.

Cuando el ejército alemán entró en Gante, de inmediato se iniciaron unas indagaciones discretas sobre la localización del retablo. Las conversaciones iniciales mantenidas con Van den Gheyn se plantearon en términos de preocupación por la integridad de la obra. Tal vez con poco tacto, se mencionó la devastación sufrida en Lovaina como argumento a favor de que los alemanes conocieran la nueva ubicación de
La Adoración
. Los invasores insistían en que su intención era velar por su seguridad; si ignoraban su paradero, el retablo podía ser bombardeado sin querer.

El canónigo les mostró la carta falsificada del ministerio en el transcurso de la primera entrevista que mantuvo con los alemanes. Cuando éstos la leyeron, no se molestaron en reprimir las carcajadas. De todos los planes absurdos para salvaguardar las obras de arte, ¿podía existir otro peor que el de enviarlas a los ingleses, que sin duda no se las devolverían jamás? En eso los alemanes tenían razón: Inglaterra, recurriendo a una variedad de métodos que iban desde lo legítimo a lo irregular, habían logrado reunir y mantener una cantidad de piezas importantes que no eran suyas. La adquisición, en 1816, de los frisos del Partenón por parte de lord Elgin, que los compró a unos turcos hostiles que ocupaban Atenas, todavía estaba muy viva en la memoria colectiva. Cuando Grecia recuperó la soberanía de su capital y, primero amistosamente, y después ya no tanto, solicitó la devolución de sus tesoros nacionales, Inglaterra se negó a ello. Los relieves habían sido comprados legítimamente, aunque, eso sí, al gobierno de una potencia extranjera conquistadora. Los frisos del Partenón siguen exhibiéndose en el Museo Británico de Londres en la actualidad, y es muy poco probable que sean devueltos algún día.

Una vez que las risotadas se apagaron, quedó claro que los alemanes no se daban por satisfechos. Preguntaron con creciente insistencia por el nombre del delegado ministerial que se había llevado
La Adoración
, y quisieron saber cómo se había efectuado el traslado. ¿No les había entregado el delegado ningún recibo escrito? Van den Gheyn respondía una y otra vez que no estaba autorizado para revelar aquella información.

El canónigo, el obispo, el burgomaestre y el personal de la catedral fueron interrogados en diversas ocasiones. Los empleados del templo sabían sólo lo que el religioso les había contado —que
La Adoración
había sido trasladada a Inglaterra—. El burgomaestre lo desconocía todo más allá de su conversación inicial, preventiva, con el obispo y el canónigo, durante la que habían llegado a la conclusión de que no debían hacer nada. El obispo se había mantenido deliberadamente desinformado de los detalles, para no tener que mentir. Y el canónigo guardaba silencio.

En enero de 1915 llegaron órdenes desde Berlín exigiendo un certificado del obispo en el que declarara que los alemanes no habían robado
El retablo de Gante
. Circulaban rumores de que éste no se encontraba en la ciudad. La suposición general era que los alemanes se lo habían llevado para unirlo a los paneles laterales, que llevaban ya tiempo en el Museo Kaiser Friedrich de Berlín. Una revista italiana había publicado un informe sobre el caso en diciembre de 1914. Europa estaba indignada. A Alemania no le interesaba lo más mínimo que la acusaran de confiscar obras de arte, y menos en ese caso concreto en que, además, era inocente.

Y no es que no hubiera intentado apoderarse de él. A juzgar por el entusiasmo con que interrogaron al canónigo y al personal de la catedral, no hay duda de que los alemanes se hubieran llevado el retablo de haberlo hallado, a su llegada, en la catedral de San Bavón. Con todo, lo cierto es que no se llevaron los paneles de Adán y Eva alojados en Bruselas. Es posible que los alemanes pensaran que si no lograban encontrar la pieza central de
El retablo de Gante
, no tuviera sentido perder el tiempo y ganarse mala reputación llevándose los laterales.

Todo ello enmarcó la publicación de un artículo que escandalizó a académicos de la comunidad internacional. A principios de 1915, en la revista
Die Kunst
, el historiador del arte Emil Shäffer planteó la pregunta: «¿Debemos llevarnos pinturas de Bélgica para exponerlas en las galerías alemanas?». En el artículo se sugería que había llegado el momento de reunir las piezas desperdigadas de
La Adoración del Cordero Místico
. Sin andarse con rodeos, Schäffer escribía: «Las mejores obras capturadas como botín de guerra en Bélgica deberían ser entregadas a las galerías alemanas». Los paneles laterales ya se encontraban en Berlín. Bélgica era un país ocupado. ¿Por qué no llevarse las piezas que quedaban en Bruselas y en Gante para mostrar unida, una vez más, la obra maestra en Berlín?

Las respuestas llegaron de especialistas de todo el mundo, y en ellas se condenaba lo expuesto en el artículo y la mera idea de despojar a un país conquistado de su tesoro nacional. El saqueo napoleónico era el caso más citado como ejemplo de un horror que no debía repetirse. Las respuestas alemanas publicadas expresaban también la indignación universal ante la idea. Wilhelm von Bode —con sus gafas, su bigote que corría paralelo a la mandíbula y su aspecto imponente— era, en aquella época, la figura más conocida internacionalmente del mundo del arte, y máximo exponente de la teoría del arte alemana y sus políticas. Él también publicó su respuesta: «Estoy convencido de que todos los países civilizados deberían conservar intactas sus propias creaciones, así como todos aquellos bienes artísticos que legítimamente les correspondan; y de que los mismos principios de protección deberían ejercerse tanto en territorio enemigo como en casa». Pero no estaba claro que las operaciones reales estuvieran a la altura de aquel sentimiento virtuoso expresado públicamente. En Gante, al calor de la guerra, el interés demostrado por los alemanes en la localización de
La Adoración
dejaba entrever que su captura era una seria probabilidad.

Los italianos expresaron más acusaciones, sobre todo contra Bode, que fue director general de los museos de Prusia entre 1905 y 1920, entre ellos el Kaiser Friedrich. Bode se sintió obligado a salir al paso de los ataques, y su respuesta se publicó en un periódico de Turín: «La afirmación según la cual he confeccionado una lista de obras de arte que han de ser consideradas botín de guerra es ridícula hasta la farsa». ¿Respondían aquellas acusaciones sólo al temor paranoico de que el hábito del saqueo, que durante milenios había gozado de buena salud, volviera a surgir a pesar del clima de cambio que se respiraba? ¿O era el discurso académico pura imaginación?

En el verano de 1915, el comisario alemán encargado del arte belga, el doctor Otto von Falke, realizó una declaración pública en nombre del gobierno imperial de Alemania, en la que afirmaba que ni una sola obra de arte había sido trasladada desde Bélgica, ni iba a serlo. Las órdenes militares alemanas para la protección de las obras de arte y el patrimonio histórico eran estrictas y claras.

A pesar de ello, en Malinas ya había sucedido lo que Von Falke negaba. ¿Estaba mintiendo o se trataba más bien de un cruce de informaciones?

Gracias a aquellas acusaciones y defensas, el canónigo Van den Gheyn gozó de un breve respiro, pues las reuniones para abordar la cuestión de
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cesaron temporalmente. Con todo, el período de calma terminó con la llegada a Gante de dos historiadores del arte alemanes dispuestos a representar el papel de policía bueno y a velar por la integridad del retablo. Si el ejército alemán ignoraba el paradero de la pintura, podía destruirla sin querer. Aquellos historiadores del arte no lo dijeron, pero parecían convencidos de que
La Adoración
se encontraba todavía en las inmediaciones de Gante. ¿Les había informado alguien? ¿De quién podía tratarse?

Tras aquellos dos especialistas llegó un oficial alemán bastante menos amable y bastante más directo. Hasta oídos de los alemanes había llegado la historia de la carreta que se había llevado a escondidas el retablo. Así pues, ¿alguien los había visto? ¿Había hablado alguno de los amigos del canónigo? No podía tratarse de eso, pues de ser así los alemanes ya se habrían apoderado de los paneles. ¿Qué había sucedido?

El oficial mostró sus cartas y admitió que existían tres teorías sobre el paradero de
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: 1) estaba escondido en Gante; 2) había sido trasladado a Inglaterra; y 3) se encontraba cargado en un buque, en el puerto de El Havre, donde el gobierno belga se había refugiado. El canónigo se encogió de hombros. Sólo el ministro de Cultura de Bélgica conocía la ubicación exacta del retablo. ¿Por qué no se lo preguntaba a él? Por supuesto, Van den Gheyn sabía que el ministro se hallaba sano y salvo en El Havre, fuera del alcance de los interrogatorios. El canónigo debió de sonreír para sus adentros: lo que el oficial no sabía era que
El retablo de Gante
se encontraba oculto a unos pocos centenares de metros de donde se hallaban.

Los alemanes empezaban a perder la paciencia. El 18 de octubre de 1915 el obispo de Gante recibió una carta del inspector general de caballería del ejército alemán escrita en términos conminatorios en la que amenazaba con serias repercusiones y exigía conocer el paradero de
La Adoración
. El obispo respondió con total sinceridad. No tenía la menor idea.

Después de aquello siguió otro período de calma. Los avatares de la guerra acaparaban la atención y la desviaban del paradero del retablo oculto. Van den Gheyn empezaba a creer que el problema había desaparecido. Transcurrió un año y medio sin más incidentes.

Pero en mayo de 1917 alguien llamó a la puerta de la residencia del obispo. Dos civiles alemanes solicitaban permiso para fotografiar varias pinturas importantes pertenecientes a la colección de la catedral, entre ellas el retablo. Actuaban como si no supieran que los paneles no se encontraban expuestos a unos pocos metros de allí, como si desconocieran todas las pesquisas sobre su paradero llevadas a cabo por los oficiales del ejército alemán. El obispo los remitió al canónigo, o al ministro belga. Quedaba claro que aquello había sido una especie de prueba para ver si el tiempo transcurrido les había hecho bajar la guardia. Pero una vez vieron que su ardid era descubierto, los civiles alemanes le revelaron que sabían que
El retablo de Gante
se encontraba en las inmediaciones.

Diez días después regresaron con escolta armada y registraron el palacio episcopal. Golpearon las paredes en busca de espacios huecos. Comprobaron los tablones sueltos del suelo. Pero no encontraron nada. El retablo había sido trasladado hacía casi tres años. ¿Por qué buscaban en el palacio, si, según declaraciones de otros alemanes, sabían que el retablo había salido de allí en un carro de mercancías? Los buscadores parecían desorganizados.

Y entonces surgió un nuevo peligro. Los alemanes empezaron a requisar residencias privadas para usarlas como cuarteles. Las confiscaciones iban en aumento, y cada vez eran más los domicilios particulares intervenidos, que seguían una línea que se aproximaba a la primera de las dos casas en las que se ocultaba
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. Si alguna de ellas quedaba ocupada por las tropas alemanas, era casi seguro que acabarían encontrando los paneles.

El 4 de febrero de 1918 el canónigo y los cuatro mismos ciudadanos trasladaron una vez más el retablo a una nueva ubicación, situada más al norte: la iglesia de San Esteban, de la orden de los agustinos. Se desconoce si recurrieron una vez más a un carro de mercancías o si se les ocurrió alguna otra estrategia para transportarlo. En tanto que iglesia, era improbable que San Esteban fuera a ser confiscada, y buscaron un buen escondrijo en su interior: retiraron un confesonario de la pared, colocaron los paneles verticalmente, apoyados en ella, y lo devolvieron a su sitio.

Aquél sería el último movimiento al que someterían al retablo. Ya no habría más preguntas. La guerra se acercaba a su fin, y existían pocas dudas sobre el resultado. Los alemanes ya no podían permitirse el lujo de buscar un tesoro oculto.

Pero la inminente derrota puso al descubierto que todo aquello de la conservación de obras de arte y edificios históricos no era más que fachada. Semanas antes del armisticio, los alemanes anunciaron públicamente que harían estallar toda la ciudad de Gante en su retirada.

Ahora, el canónigo Van den Gheyn estaba dividido: ¿debía revelar, finalmente, cuál era el paradero de
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? Prefería que cayera en manos enemigas a que resultara destruido para siempre. ¿O acaso debía poner en peligro su propia vida para intentar trasladarlo una vez más, llevárselo de Gante, ahora que la guerra se acercaba a su fi n? Aunque llevaba ya varias noches sin dormir, no lograba decidirse.

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