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Authors: Noah Charney

Tags: #Intriga, #Histórico, #Ensayo

Los ladrones del cordero mistico (27 page)

BOOK: Los ladrones del cordero mistico
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De Heem y la policía ofrecían a los ladrones una dosis de su propia medicina. Con aquellos delincuentes no habría pacto de caballeros. Mentían descaradamente sobre los números de serie de los billetes usados para el pago del rescate. Además, el obispo no podía garantizarles la inmunidad. Eso era cosa de la policía, y sólo ésta tenía autoridad para decidir si un caso se consideraba cerrado o no.

A lo largo de las negociaciones, los ladrones tenían en todo momento la sensación de que estaban tratando exclusivamente con el obispo. Sin embargo, Coppieters había abandonado hacía tiempo toda implicación, y entregaba todas las cartas a De Heem sin abrirlas. En la última comunicación del inspector, éste dejaba de fingir que el obispo estaba implicado en las negociaciones, y se refería a él en tercera persona.

La siguiente misiva de los ladrones expresaba su consternación:

Parece innecesario subrayar lo mucho que nos ha afectado la lectura [de la carta adjunta]. Incumplir un acuerdo en este momento, cuando nosotros sí hemos cumplido con nuestro compromiso, sobre el pago de una comisión relativamente pequeña a cambio de que les entreguemos el objeto más valioso del mundo, y cuya pérdida perseguirá a quienes hayan causado esto, resulta incomprensible. Y socavar la confianza mutua, tan esencial para las delicadas y difíciles negociaciones relativas a esta inmensa obra de arte, resulta terrible Nosotros hemos puesto en peligro nuestras vidas para poseer estas dos joyas, y seguimos pensando que lo que pedimos no es ni excesivo ni imposible de llevar a término.

Al expresar de ese modo la sensación de que habían sido traicionados, los ladrones parecían olvidar que los delincuentes eran ellos. Como mínimo, el obispo podría haber tenido la buena educación de pagar el rescate.

La policía se limitó a responder: «Lamentamos tener que mantener la proposición expresada en nuestra carta». Era evidente que se trataba de aficionados. Los ladrones no se atrevían a manifestar que destruirían el panel de los Jueces si no se pagaba el rescate. Eludían la amenaza explícita, y sugerían sólo que sucedería algo terrible. La policía confiaba en que no causarían daños a la pintura. A nadie le interesaba destruir el panel, y menos a los delincuentes. Hacerlo sería algo así como prender fuego a un maletín lleno de dinero. De modo que la policía esperaría y dejaría que los ladrones se pusieran en evidencia solos.

El 6 de julio llegó la octava carta. En su primera mitad, los ladrones se dedicaban a regañar al obispo por no pagar lo estipulado. Una vez dicho lo que tenían que decir, y ya más descansados, se mostraban dispuestos a alterar ligeramente sus exigencias. En su contraoferta, proponían un pago de 500.000 francos en ese momento, y de otros 400.000 en los doce meses posteriores a la entrega de la pintura.

Ante ello, la policía, impertérrita, respondió: «Mantenemos nuestra última propuesta».

La novena misiva rezumaba impotencia. Los ladrones buscaban repetidamente ganar tiempo, y mantenían el farol.

Como no ha respondido en absoluto a nuestra última carta […] la situación está muy clara […] pero como el cese de las negociaciones depende de nosotros, le ofrecemos una última oportunidad de contactar, por el canal habitual, antes del 28 de julio. Si, llegado ese día, no se ha alcanzado una solución satisfactoria, ello implicará una ruptura definitiva de las negociaciones, con todas las consecuencias que se deriven de ella. Y nadie en el mundo, ni siquiera ninguno de nosotros, tendrá la ocasión de volver a ver la obra inmortal, que se perderá para siempre. Permanecerá donde se encuentra, sin que nadie pueda tocarla. Eso es lo que implicará su decisión.

La respuesta, emocionalmente intensa, era justo lo que buscaba corroborar la policía. En esa carta, sin saberlo, los ladrones estaban desvelando alguna pista.

En las últimas líneas de su carta, los delincuentes revelaban que el panel se encontraba oculto en algún lugar no susceptible de ser descubierto. Es decir, que no se encontraba en la posesión inmediata de los ladrones. En realidad, no existía una amenaza real de que la pintura fuera a ser destruida. Sencillamente, se hallaba oculta, y seguiría oculta si no se pagaba ningún rescate.

La policía decidió subir la apuesta y respondió: «Confirmamos última propuesta».

Los ladrones, en la nota que siguió, expresaban su confusión. ¿Cuál era esa «última propuesta» que confirmaban, la de los delincuentes o la del obispo? «Dado que no deseamos romper las negociaciones por culpa de un malentendido —explicaban por escrito—, nos apresuramos a reclamarle una respuesta más explícita.» En aquella carta, como en las anteriores, sus autores se extendían en la reprimenda al obispo por no mantener su parte del pacto, a pesar de que la policía ya había dejado claro, varias comunicaciones atrás, que éste no participaba en las negociaciones. Aquélla en concreto terminaba con la amenaza de no escribir más, y realizaba una oferta abierta: leerían el periódico el primer día de cada mes, por si el obispo cambiaba de opinión y decidía cooperar más adelante.

Tras tanto marear a los ladrones, la policía no estaba más cerca de resolver el delito. Si aquélla iba a ser de veras la última carta, no recuperarían el panel; todavía no había pistas.

Pero, al parecer, los delincuentes no podían separarse de su máquina de escribir, e incumplieron incluso su amenaza de dejar de escribir. La undécima misiva llegó el 8 de septiembre. El tono había cambiado, y no quedaba ni rastro de la antigua cortesía. El autor de la carta no se molestaba en fingir que era la persona que firmaba las comunicaciones con las iniciales D.U.A. Al fin se habían dado cuenta de que el obispo no participaba en la negociación, y se referían a él en tercera persona, aunque hacían lo mismo cuando mencionaban a la policía que leería la carta… tal vez para indicar falta de respeto.

Lamentamos personalmente que no le hayan proporcionado [al obispo] los medios que habrían evitado nuestra ira ante las autoridades competentes, que no han mantenido su palabra ni sus promesas […] D.U.A. no puede decir más al respecto, ni dar más instrucciones, pero se aventura a creer que esta carta les hará reflexionar seriamente […] Entretanto, la obra maestra sigue en el mismo lugar, un lugar que sólo conoce D.U.A. y cuyo secreto no ha confiado siquiera a un pedazo de papel.

A pesar de la bronca y de las nuevas tácticas, la policía se mantuvo firme y respondió: «Carta recibida. Lamentamos tener que mantener la propuesta anterior».

Ya sólo habría dos cartas más.

El recurso a la tercera persona quedó descartado en la siguiente, una reprimenda en toda regla contra el trato impropio que estaban recibiendo los ladrones, tanto por parte del obispo como de las autoridades.

Ya preveía que no prestarías la debida atención a mi carta personal [la número 11]. Lo lamento profundamente […] Habrá que admitir que tú y las autoridades tenéis una opinión distinta a la nuestra en este caso en relación con el significado del compromiso […] Personalmente, empiezo a creer que nunca has tenido los 250 [mil francos prometidos en la contraoferta], y que es posible que en ningún momento hayas tenido la intención de pagarlos. Permíteme decirte que has maniobrado mal y que habría sido mejor que me hubieras dejado conservar el san Juan a mí.

Cuesta imaginar que para el obispo hubiera sido preferible que los ladrones se quedaran con el panel de san Juan. Dejando de lado ese lapsus de lógica, el autor de la carta tuvo otro desliz. Por primera vez recurría a la primera persona del singular, lo que indicaba, tal como sospechaba la policía desde hacía tiempo, que quien pedía rescate por el panel robado no era una banda organizada, sino un delincuente que actuaba solo y que, por el tono dolido de las cartas, se sentía totalmente desesperado.

La última misiva llegó el primero de octubre. Recurriendo a un tono más propio de una acusación judicial, el ladrón declaraba que todo aquel desastre era culpa del obispo por no haber jugado con deportividad y haber satisfecho los pactos de su acuerdo:

Has considerado innecesario responder a mi última carta personal. Entiendo que no te gustaran algunas de las frases que contenía, porque a nadie le gusta sentirse entre la espada y la pared, una pared que has levantado tú mismo. Pero eso es de una importancia relativa […] Hemos llegado a un callejón sin salida, el punto en el que tú tendrás que aceptar nuestras condiciones si quieres volver a poseer la obra, si no quieres llevar sobre tus hombros la carga de todo lo que has provocado, sin esperanza de recuperar lo que sólo yo puedo entregarte. Permíteme concluir declarando que yo he hecho todo lo posible por salvar a los Jueces Justos. Tras intentar todo lo que estaba en mi mano, y a pesar de tu respuesta reiterada de que te resultaba imposible realizar contraofertas, creo que yo ya he cumplido con creces mi deber como jefe.

La carta alterna la primera persona del singular con la del plural, lo que indicaba, probablemente, fatiga por parte de su autor. El ladrón también se exculpa por completo, y carga toda la responsabilidad sobre el obispo. Esa fijación en el alto cargo eclesiástico, que no había participado en las negociaciones, sugiere que tal vez el delincuente lo conociera personalmente y de que hubiera supuesto que éste entraría en su juego, por lo que su decepción habría sido mayor.

La policía había realizado un trabajo razonable en el manejo de las demandas del rescate, pero estaban soltando el hilo de un pez que ya no podrían recuperar. El resto de la investigación estaría salpicado de omisiones, vacilaciones y decisiones inexplicables.

Transcurrieron en silencio seis semanas más. Y entonces sucedió algo absolutamente melodramático y exagerado, algo que, para todos los implicados, era más propio de una obra de ficción que de un hecho real.

El 25 de noviembre de 1934, en el Colegio Santa María de la localidad de Dendermonde, cercana a Gante, durante un encuentro de la convención local del Partido Político Católico, Arsène Goedertier, de cincuenta y siete años, se desplomó, abatido por un infarto. Trasladado a una posada cercana, un amigo médico, el doctor Romain de Cock, le administró una inyección, tras lo que fue trasladado a la residencia de su cuñado, el joyero Ernest van den Durpel, en compañía de De Cock y de un sacerdote benedictino que había asistido al acto. Mientras lo trasladaban al domicilio, situado en la calle Vlasmarkt, Goedertier volvió a perder el conocimiento, aunque De Cock logró reanimarlo. Aturdido, el enfermo susurró con voz ronca: «Doctor, ¿estoy en peligro?».

Tendido en lo que sería su lecho de muerte, Goedertier se negó a que le confesara el padre Bornauw. Éste insistió, pero el moribundo lo rechazó diciendo: «Mi conciencia está en paz». Lo que sí hizo, en cambio, fue pedir que avisaran a su abogado, Georges de Vos. Éste llegó y se reunió en privado con su cliente durante quince minutos, según recordaban los hijos de Van den Durpel cuando, años después, les preguntaron por el asunto.

E instantes después Arsène Goedertier murió.

Cuando Georges de Vos abandonó el dormitorio donde acababa de producirse el fallecimiento, lo hizo muy pálido. No comentó nada a ninguno de los presentes, ni al padre Bornauw ni al médico, ni al anfitrión, Ernest van den Durpel. Tampoco habló con la policía. De hecho, el abogado del difunto jamás acudió a la policía, a pesar de tener conocimiento de una información de vital importancia para la resolución de un caso de robo muy divulgado.

Sólo un mes después de aquella muerte Georges de Vos reveló que, con su último aliento, Goedertier había admitido ser el ladrón de los paneles robados de Van Eyck. El abogado se había inclinado sobre el lecho para oír los murmullos del hombre agonizante, que le comunicó que él era la última persona en el mundo que conocía el paradero del panel de los Jueces. Entre estertores, Goedertier susurró: «Sólo yo conozco la ubicación de
El Cordero Místico
… mi estudio, en el archivo marcado como
Mutualité
… armario… llave».

Y entonces, en el momento más inoportuno, como si del desenlace de una ópera se tratara, el hombre había pasado a mejor vida.

¿Quién era Arsène Goedertier? La información que poseemos sobre él apunta a que, en muchos aspectos, era el candidato menos probable para perpetrar el robo de un tesoro nacional exhibido en una catedral y para pedir dinero a cambio de su devolución.

Arsène Théodore Victor Léopold Goedertier era un agente de cambio y bolsa, obeso y de corta estatura, de bigote espeso, curvado hacia arriba y encerado, quevedos, calvicie galopante y unas orejas grandes, puntiagudas, que parecían nacer más abajo de lo que era normal. Nacido el 23 de diciembre de 1876 en la ciudad de Lede, cerca de Gante, fue uno de los doce hijos de un director de escuela primaria. Después de que su padre renunciara a su puesto tras una controversia relativa a la financiación del centro, le ofrecieron el cargo de sacristán en la iglesia de Santa Gertrudis, situada en el pueblo de Wetteren, a las afueras de Gante. Tras la muerte de la madre de Arsène, que ocurrió en 1896, el joven se convirtió en organista de la iglesia, donde terminó sucediendo a su padre como sacristán entre 1911 y 1919. En este sentido, consta que en una ocasión realizó unas enigmáticas declaraciones: «El mayor error de mi padre fue hacerme sacristán».

Arsène Goedertier fue un pintor poco destacado. Había estudiado en la Real Academia de Arte de Dendermonde y en la academia artística de Wetteren, de la que posteriormente se convertiría en director gerente. Desde 1913 un retrato suyo está expuesto en el ayuntamiento de Wetteren. El tema favorito de sus pinturas eran los interiores de las iglesias.

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