Read Los ladrones del cordero mistico Online
Authors: Noah Charney
Tags: #Intriga, #Histórico, #Ensayo
El robo de los Jueces Justos tuvo lugar durante un período difícil para la joven monarquía belga. Afectada por una recesión nacional desencadenada por la Depresión estadounidense, el desempleo aumentaba de manera galopante. Cuanto más se agravaba la crisis económica, más crecía el fervor religioso. Entre 1932 y 1933, en el área de Beauraing se informó de múltiples apariciones marianas, y ésta se convirtió de pronto en lugar de peregrinación.
Durante los primeros tres meses de 1934 la crisis nacional lo había ocupado todo. El 18 de febrero de ese año el pueblo conoció, horrorizado, la noticia de la extraña muerte de su rey. Alberto I se encontraba de excursión en un lugar remoto llamado Marche-les-Dames cuando resbaló y sufrió una caída que le causó la muerte. Muchos sospecharon que no se había tratado de ningún accidente. Además, el 28 de marzo de ese mismo año, el Banco Socialista del Trabajo se declaró en bancarrota. Miles de pequeños inversores perdieron todos sus ahorros. Apenas unas semanas después, la mayor entidad bancaria del país, la Unión Bancaria General, anunció pérdidas millonarias que la acercaban también al descalabro. Tras el robo del panel de los Jueces Justos, descubierto el 11 de abril, la prensa nacional y local se hizo eco de la historia y expresó su indignación por la falta de medidas de seguridad en la catedral en general, y en la capilla en particular. Ningún guardia se hallaba vigilando el lugar en el momento de los hechos, ni existía barrera alguna entre los visitantes y el retablo.
Los visitantes podían tocar tranquilamente la pintura sin que nadie se lo impidiera. Los columnistas belgas se preguntaban en sus artículos: ¿Así es como protegemos nuestros tesoros nacionales?
Aquél era el robo más sonado de una obra de arte desde que en 1911
La Gioconda
había desaparecido del Museo del Louvre, y los periódicos no se ahorraron las recriminaciones. Tras todas las vicisitudes por las que había pasado
La Adoración
, ¿cómo podían los belgas permitir que se les escapara?
Aunque la «tarjeta de visita» dejada por los ladrones apuntaba a una motivación nacionalista en su referencia al Tratado de Versalles, resultaba inimaginable que el gobierno alemán hubiera financiado un acto tan descarado y agresivo como aquél. Tal vez el panel de los Jueces Justos hubiera sido robado por algún airado justiciero que pensara llevarlo a Alemania como trofeo.
En el lugar del delito no había más pistas. La única información útil la proporcionó un transeúnte que dijo haber visto una luz encendida en la capilla Vijd hacia las 11.15 de la noche. La policía no contaba con nada más. Tres días después del robo, el canónigo Gabriel van den Gheyn declaró, en una entrevista concedida al periódico
La Flandre Libérale
: «Supongo que debe de ser obra de extranjeros, y estoy casi seguro de que su finalidad última es el chantaje». Transcurrida otra jornada, el canónigo publicó un editorial en el periódico
L’Indépendance Belge
en el que afirmaba: «Una vez que he tenido tiempo para recuperarme y reflexionar sobre ello, creo que debemos estar ante un delito de venganza».
¿Se trataba de una mera suposición, o sabía más del robo de lo que manifestaba?
Una respuesta llegó el 30 de abril de 1934 cuando el obispo de Gante, monseñor Honoré-Joseph Coppieters, recibió una carta contenida en un sobre de color verde pálido.
Se trataba de una nota de rescate mecanografiada en francés, y decía así:
Es todo un privilegio informarle de que nos hallamos en posesión de las dos pinturas de Van Eyck que fueron robadas de la catedral de su ciudad. Creemos preferible no explicarle mediante qué circunstancias dramáticas estas perlas han acabado en nuestro poder. Ha sucedido de un modo tan incoherente que la actual ubicación de las dos piezas sólo la conoce uno de nosotros. Éste es el único hecho que debe concernirle, pues sus implicaciones resultan aterradoras.
Le proponemos entregarle las dos pinturas bajo las condiciones siguientes: en primer lugar le entregaremos la grisalla de san Juan. Una vez que la haya recibido, usted entregará a una persona cuya dirección le facilitaremos la cantidad de un millón de francos belgas en 90 billetes de 10.000 francos y 100 billetes de 1.000 francos. El dinero habrá de venir envuelto en un paquete, y sellado con el membrete de la diócesis, paquete que a su vez tendrá que envolverse en papel de embalar y sellarse con lacre corriente.
Asegúrese también, monseñor, de que evita entregarnos billetes con números de serie registrados. Y, por último, debe comprometerse a convencer a las autoridades competentes de que suspendan toda acción legal y abandonen el caso indefinidamente. Una vez que los billetes obren en nuestro poder y que nos aseguremos de que no existen dificultades, le será indicado el lugar en el que puede recoger a los Jueces Justos.
Somos conscientes de que la cantidad exigida es elevada, pero un millón puede recuperarse, y en cambio un Van Eyck nunca podrá volver a pintarse. Es más, ¿qué autoridad se atrevería a asumir la responsabilidad de rechazar nuestra propuesta, que contiene un ultimátum? Sabemos bien que la comunidad artística y científica reaccionaría con indignación si tuviera conocimiento de su negativa y de las circunstancias de nuestra propuesta.
Si acepta nuestras condiciones, lo que no dudamos, publicará usted el siguiente texto en la sección «Miscelánea» de los anuncios clasificados del periódico
La Dernière Heure
los días 14 y 15 de mayo: «D.U.A. De acuerdo con las autoridades, aceptamos su propuesta totalmente».
D.U.A.
El obispo Coppieters estaba dispuesto a pagar, pero el fiscal de la Corona, Franz de Heem, y el ministro belga de Justicia se opusieron. La policía, al mando de Antoon Luysterborgh, aconsejó al obispo que fingiera complicidad. El magistrado De Heem y la policía redactaron el anuncio que aparecería en los clasificados, de acuerdo con las instrucciones recibidas, pero no con el texto propuesto, sino con éste: «D.U.A. Proposición exagerada».
El 20 de mayo llegó una segunda carta. Los ladrones mantenían el tono amable, pero se mostraban insistentes. Si no aceptaban el acuerdo en su totalidad, los delincuentes empezarían a cortar pedazos de los paneles y los enviarían a la diócesis. La misiva concluía con una posdata misteriosa: «Monseñor, dado que manejamos este caso casi en términos comerciales, y los objetos, en realidad, pertenecen a terceros, es justo que le paguemos una comisión del 5 por ciento, del que podrá disponer libremente». El intento de soborno al obispo añadía insulto al daño infligido.
El magistrado De Heem se hizo cargo de las negociaciones, y respondió por escrito en nombre del obispo. Las cosas se pusieron más difíciles cuando el gobierno belga empezó a presionar para que los paneles fueran recuperados, mediante pago de rescate si era necesario. El gobierno consideraba que el propietario del retablo era él, y no la diócesis, y que la pintura constituía un tesoro nacional, no sólo eclesiástico. Así pues, la recuperación del panel robado era un asunto de emergencia nacional.
El obispo ofreció una recompensa de 25.000 francos a quien recuperara el panel. La suma parecía pequeña en relación con el valor incalculable del panel, y con la petición de los ladrones. En su momento, fueron muchos los que expresaron su sorpresa por la falta de entusiasmo del obispo ante la recuperación del panel, por más que el obispado careciera de los fondos necesarios para intentar pagar el rescate, aun cuando hubiera deseado hacerlo. Pero si el robo era asunto de Estado, ¿por qué no intervenía el gobierno y aportaba los fondos necesarios? Todas aquellas preguntas seguían sin resolverse. Un benefactor anónimo ofreció pagar una recompensa, más adecuada, de 500.000 francos. De él sólo trascendió que se trataba de un masón. Pero ninguna de las dos promesas de gratificación condujo a ninguna pista significativa.
Como mínimo, las notas de rescate sugerían un dato: la que hacía referencia al Tratado de Versalles era, probablemente, una pista falsa. El robo no era ningún acto de nacionalismo mal entendido, sino un delito con ánimo de lucro en un momento de crisis económica, por más que muy bien disfrazado para que pareciera lo contrario. Si de veras se tratara de un acto de represalia por las condiciones del tratado de paz, sus autores se habrían asegurado de que la ciudad de Gante se quedara para siempre sin su panel.
Presionados por el gobierno belga para que prosiguieran con las negociaciones, el obispo y la policía publicaron otro texto en la sección de anuncios clasificados: «D.U.A. De acuerdo con las autoridades, aceptamos plenamente su propuesta».
Al poco, el obispo recibió una tercera carta: «Hemos leído su respuesta en el periódico del 25 de mayo y tomamos nota de sus obligaciones. Obsérvelas a conciencia y nosotros cumpliremos con las nuestras Le sugerimos que no revele a nadie nada sobre la entrega del S.J.». El sobre de color verde pálido contenía un resguardo del depósito de equipajes de la estación de ferrocarril de Bruselas Norte.
El inspector Luysterborgh, acompañado por De Heem, partió a toda prisa hacia Bruselas. Cuando presentaron el resguardo en el depósito de equipajes, recibieron un paquete de 132 × 50 cm, envuelto en papel negro encerado. El empleado era un hombre de unos cincuenta años, sin más rasgo destacable que una barba puntiaguda.
El paquete fue trasladado al palacio episcopal de Gante, la misma residencia del obispo en la que Van den Gheyn había escondido los paneles durante la Primera Guerra Mundial. Allí fue examinado por expertos del museo. Se trataba, en efecto, de la mitad del panel que correspondía al reverso, y en él aparecía representada la estatua de san Juan Bautista. Pero entonces la policía realizó otro movimiento cuestionable y mantuvo en secreto la presencia del fragmento del retablo en el palacio episcopal, sin informar a nadie de su retorno.
A pesar del intento por mantener la discreción, el 31 de mayo el periódico
L’Indépendance Belge
publicó un artículo sobre el retorno del panel de san Juan Bautista. ¿Cómo se habían enterado? ¿Acaso había un topo en la policía o en la sede de la diócesis?
La cuarta carta llegó el 1 de junio:
Conforme a nuestro acuerdo y nuestras instrucciones previas, le pedimos que entregue personalmente el paquete que contiene nuestra comisión al padre Meulapas, de la iglesia de San Lorenzo de Amberes. Podría justificarlo explicándole que la entrega tiene que ver con una restitución de documentos y correspondencia relacionada con el honor de una familia muy honorable. Por favor, junto con el paquete, adjunte la página del periódico rasgada y dispuesta verticalmente. La persona que se presente a recoger el paquete, a fin de demostrar su identidad, le entregará la otra parte del periódico rasgado.
¿Quién era ese nuevo intermediario? El vicario Henri Meulapas era el sacerdote residente de la iglesia de San Lorenzo, ubicada en la calle Markgravelei de Amberes. Tras una entrevista con la policía, ésta se convenció de que el religioso no sabía nada del incidente. Lo único que supo responder fue que, a través de la rejilla del confesonario, alguien le había preguntado si ayudaría a una importante familia belga a recuperar algunas cartas que, de divulgarse, supondrían la ruina de la casa real belga. Él se había mostrado dispuesto a colaborar. No —respondió a la policía—, no sabía quién se había confesado, pues la confesión se basaba en el anonimato. No obstante, de haberlo sabido tampoco se lo habría comunicado, porque hacerlo habría supuesto violar el secreto de confesión.
¿Decía la verdad el religioso, o se trataba del mejor actor de Bélgica? De una cosa no había duda: el ladrón estaba usando el secreto de confesión en su beneficio para la comisión del delito.
De Heem siguió fingiendo aceptación de las condiciones en nombre del obispo, e intentando atraer al ladrón hasta una trampa. A través de los anuncios clasificados respondió: «Carta recibida. Debido a algunas indiscreciones, por favor tenga paciencia durante unos días». La policía terminó de formular un plan, y finalmente publicó el siguiente texto: «El paquete será entregado el 9 de junio».
Las siguientes cartas y respuestas aparecidas en la sección de anuncios exponían la preocupación creciente de los ladrones ante la lentitud con que se desarrollaban los acontecimientos. Aunque la publicación de mensajes en los clasificados no podía considerarse realmente un contrato legal, los delincuentes insistían una y otra vez en que el obispo publicara específicamente que renunciaba a emprender acciones legales contra ellos, como si eso fuera a eximirlos de ser sometidos a encausamiento penal, lo que demostraba, a la vez, una falta de comprensión de los procedimientos legales y una gran confianza en un «pacto de caballeros» de dudosa moralidad. Ellos devolverían el panel y recogerían la recompensa, y el obispo se comportaría como una víctima buena y honorable. Dos cartas más hacían hincapié en que se incluyera una frase en concreto, que finalmente publicó De Heem el 13 de junio: «Compromiso absoluto de que se mantendrá el secreto. Procedan sin temor». Esas garantías huecas presentadas por escrito proporcionaban apoyo moral, pero poco más.
La policía entregó el paquete sellado con el pago al padre Meulapas de Amberes, tal como solicitaban los ladrones. El 14 de junio, el ama de llaves de Meulepas vio que un taxista aparcaba junto a la vicaría. Éste se bajó del vehículo con una hoja de periódico arrugada en la mano y llamó a la puerta de la vicaría. Meulapas, tras comprobar que la mitad del periódico que la policía le había entregado encajaba con la que sostenía el taxista, le entregó el paquete.
Pero el paquete no contenía el millón de francos belgas exigidos, sino que la policía había incluido sólo 25.000 francos, tras anotar cuidadosamente los números de serie, además de una carta redactada por iniciativa propia:
En este sobre monseñor les entrega, por la grisalla, dos billetes de 10.000 francos y cinco billetes de 1.000 francos, es decir, 25.000 francos, de los cuales les asegura que no ha anotado los números de serie, y que nadie los ha visto. Contrariamente a lo que esperaba, no ha logrado reunir la cantidad demandada, pero abonará la cantidad de 225.000 francos después, o en el momento de la entrega de los J.
Estas condiciones son innegociables. El obispo no puede hacer más. A causa de la naturaleza del caso, no es posible organizar una suscripción pública El obispo les garantiza que el asunto está cerrado, y que no se hará nada por investigar a las personas implicadas.