Los ladrones del cordero mistico (38 page)

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Authors: Noah Charney

Tags: #Intriga, #Histórico, #Ensayo

BOOK: Los ladrones del cordero mistico
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Eisenhower, de hecho, había añadido una salvedad a su declaración original: «Si debemos elegir entre destruir un edificio famoso y sacrificar a nuestros hombres, entonces nuestros hombres cuentan infinitamente más, y es el edificio el que debe perderse». A pesar de sus simpatías por el mundo del arte, el general era un hombre pragmático, aunque pocos mostrarían su desacuerdo con esa afirmación, y menos desde el punto de vista del soldado. Un alto mando no podía decir a sus soldados que estaba dispuesto a sacrificar la vida de algunos de ellos para preservar lo que para muchos no eran más que unas manchas de pigmento de cuatrocientos años de antigüedad esparcidas sobre un lienzo.

Existía, además, otro motivo para explicitar dicha salvedad. En el monasterio italiano de Monte Cassino, los Aliados pasaron semanas intentando expulsar a los alemanes atrincherados que, según creían, se ocultaban en aquel antiguo centro religioso encaramado en lo alto de un peñasco. Las ofensivas terrestres no lograban el menor avance, pues francotiradores alemanes repelían los asaltos aliados. Finalmente se tomó la difícil decisión de iniciar un ataque aéreo. Bombarderos aliados soltaron 1.400 toneladas de bombas que destruyeron en gran parte un edificio monástico fundado en el año 529 por san Benito, echaron abajo unos muros cubiertos de frescos y destrozaron las obras maestras que albergaba. Peor aún fue descubrir que los alemanes no se encontraban en el monasterio mismo. Por si eso fuera poco, paracaidistas nazis lograron alcanzar posiciones defensivas en las ruinas creadas por el ataque aéreo aliado, y la batalla de Monte Cassino se prolongó entre el 15 de enero y el 18 de mayo de 1944. El monasterio y sus tesoros se habían destruido en vano.

La directiva general emitida por Eisenhower el 26 de mayo de 1944 a todas las Fuerzas Expedicionarias Aliadas proseguía:

En algunas circunstancias el éxito de las operaciones militares podría verse prejuzgado por nuestra reticencia a destruir esas piezas veneradas. Entonces, como en Cassino, donde el enemigo se aprovechó de nuestras ataduras emocionales para fortalecer su defensa, las vidas de nuestros hombres son lo más importante. Así, allí donde lo dicta la necesidad militar, los mandos pueden ordenar la acción requerida a pesar de que ésta implique la destrucción de algún lugar honorable.

Pero existen numerosas circunstancias en que el daño y la destrucción no son necesarias y no pueden justificarse. En dichos casos, mediante el ejercicio de la contención y la disciplina, los mandos preservarán centros y objetos de importancia histórica y cultural. Las Juntas del Estado Mayor en sus más altos escalafones asesorarán a los mandos destinados a los lugares donde se encuentran esos monumentos históricos, tanto durante el avance de las líneas de combate como en las áreas ocupadas. Esta información, así como las instrucciones necesarias, serán transmitidas a través de los canales de mando a todos los demás escalafones.

Era inevitable que una guerra mundial diera lugar a tragedias como las de Monte Cassino. Pero el reconocimiento consciente de Eisenhower de que, en la medida de lo posible, e incluso cuando pareciera imposible, las obras de arte y los monumentos debían preservarse, estableció un importante precedente. Para los Aliados, aquélla no era una guerra de aniquilación ni pillaje de un imperio. Se trataba de una intervención contra las acciones de un enemigo vil. Ese ejército enemigo y sus líderes quedarían incapacitados pero su pueblo, su país y su civilización no serían ni arrasados ni erradicados.

A pesar de las palabras de apoyo de Eisenhower, desde el principio la MFAA fue obviado y con frecuencia rechazado por los mandos de los ejércitos aliados. Se trataba de un empeño bienintencionado pero que no contaba con apoyos ni con una concepción exhaustiva, lo que creaba impotencia entre sus oficiales. La MFAA solía seguir las políticas que Wheeler y Ward-Perkins habían improvisado en Leptis Magna en 1943. Cuando algún hombre de Monumentos llegaba a un lugar nuevo, lo primero que debía hacer era inspeccionar los monumentos y obras de arte previamente inventariados para evaluar los daños. En segundo lugar debía organizar las reparaciones in situ en la medida de las posibilidades existentes, recurriendo a menudo al reclutamiento de lugareños que ayudaran cuando no se podía disponer de personal militar. Finalmente, su misión era crear las medidas de seguridad necesarias para los lugares y los objetos siempre que fuera posible. Pero lo cierto era que, con gran frecuencia, los hombres de Monumentos no contaban con equipos que les ayudaran, y era habitual que tuvieran que suplicar que les trasladaran a los sitios, mientras que otros de los asignados a la MFAA se veían obligados a permanecer durante meses en los campos base, sin que nadie se acordara de ellos, hasta que finalmente eran desplegados.

A un nivel práctico, la principal arma de su arsenal era un cartel en el que podía leerse «Prohibida la entrada a todo personal militar; monumento histórico: Acceder o llevarse cualquier material o artículo del recinto está estrictamente prohibido por orden del oficial al mando». Con ello se pretendía mantener alejados a los propios soldados de los lugares sensibles por temor a los «cazadores de
souvenirs
» y al vandalismo posbélico. Cuando se les terminaban aquellos carteles, los hombres de Monumentos podían improvisar, e instalaban otros con advertencias: «¡Peligro: Minas!», un método tal vez más eficaz de evitar que la gente accediera a las zonas protegidas. La fuerza de la MFAA se basaba en las operaciones secretas que llevaban a cabo persona a persona. Los hombres de Monumentos se entrevistaban con los lugareños (en las lenguas de éstos), mientras tenían lugar los combates, en un intento de averiguar la ubicación de tesoros desaparecidos.

Sólo después de que, finalmente, los Aliados entraran en París, las MFAA encontraron gran cantidad de documentos relacionados con las actividades personales de Göring y el botín de la ERR guardado en el Museo del Jeu de Paume. La mayor parte de aquella valiosa información provenía de una sola fuente: una astuta funcionaria llamada Rose Valland que, sin que los nazis tuvieran conocimiento de ello, sabía alemán y había ejercido de espía para la Resistencia francesa durante la ocupación de París, informando directamente a Jacques Jaujard. Gracias a su pasión por el arte, a su ingenio y a su valor, cuando los Aliados entraron en París, ella disponía ya de un volumen considerable de información, incluidas copias de recibos, fotografías e inventarios, que facilitó al hombre de Monumentos asignado en París, el subteniente James J. Rorimer. A partir de ahí empezó a comprenderse el verdadero alcance del expolio nazi, aunque el plan general —vaciar toda Europa para montar el museo de Linz— no quedaría expuesto en su totalidad hasta transcurridos otros seis meses.

En noviembre de 1944, la MFAA recibió la ayuda de la recién establecida Oficina de Servicios Estratégicos (Office of Strategic Services, OSS), dirigida por el general Donovan, también conocido como Wild Bill, es decir, Bill el Salvaje. La OSS era un servicio de inteligencia, predecesor directo de la CIA. Junto con su equivalente británico, la OSS lanzó diversos programas que tenían por objeto lograr la desestabilización económica nazi mediante la interrupción del suministro de arte robado. Crearon una subdivisión llamada Unidad de Investigación contra el Expolio Artístico (Art Looting Investigation Unit, ALIU). Dicho grupo puso en marcha, en agosto de 1944, el Programa Safehaven (Puerto Seguro), operación aliada que pretendía buscar y capturar bienes nazis ocultos en países neutrales, sobre todo en Suiza, donde se sabía que los nazis habían vendido obras de arte robadas para obtener fondos.

Los servicios de espionaje recibían información no sólo sobre los robos de obras de arte, sino también sobre su destrucción arbitraria. El arte como medio para obtener financiación era una de sus preocupaciones, pero lentamente aparecían pruebas que corroboraban los rumores según los cuales los nazis se dedicaban a la destrucción de obras y monumentos. Un almacén donde se custodiaban colecciones provenientes de los museos nacionales franceses, situado en el castillo de Valençay, fue incendiado por la Segunda División Panzer «Das Reich» de las SS, en el verano de 1944. El Château Rastignac, en la Dordoña, había sido pasto de las llamas, en un fuego provocado por las tropas de las SS, el 30 de marzo de 1942, supuestamente tras fracasar en la búsqueda de 31 obras maestras de los impresionistas, ocultas en un arcón con doble fondo que se guardaba en el desván. No se sabe si los lienzos fueron retirados del castillo antes de la quema, pero ninguna de las obras que contenía ha aparecido con posterioridad. Cada vez eran más los relatos como aquél, y con ellos crecían los temores aliados ante la supervivencia de los tesoros artísticos de Europa.

El 2 de noviembre de 1944 sir Leonard Woolley escribió a lord Macmillan en relación con un descubrimiento que confirmaba sus temores:

Nuestro informante refiere que se encontraba en Múnich en octubre de 1943, donde tuvo conocimiento, a través de un funcionario del Estado bávaro que había recibido una notificación oficial, de que Hitler había emitido una orden secreta a todas las autoridades responsables por la que instaba a que, en última instancia, todas las obras de arte y edificios históricos de Alemania, ya fueran alemanes o de origen extranjero, ya hubieran sido adquiridos legal o ilegalmente, debían ser destruidos antes de permitir que cayeran en manos de los enemigos de Alemania […] Una obediencia literal a las órdenes de Hitler supondrá no sólo la destrucción de los tesoros artísticos de la propia Alemania, sino una gran parte del patrimonio de muchos de nuestros aliados. A la vista de esta amenaza, parece esencial que el gobierno de Su Majestad reciba ahora la recomendación de tomar ciertas medidas preventivas.

Esta carta condujo a la organización de una «contra-misión» secreta en la que se vieron implicados algunos agentes dobles austríacos. Su extraordinaria aventura, conocida como Operación Ebensburg, resulta parte esencial de la historia sobre el rescate de
El retablo de Gante
por parte de los hombres de Monumentos de los Aliados. Es de destacar que los relatos mutuamente contradictorios de la carrera para salvar los tesoros artísticos europeos es consecuencia del caos de la guerra. En el resto del presente capítulo se exploran las distintas versiones de la historia y se debaten las razones por las que éstas difieren, a fin de identificar la más probable entre las numerosas «verdades» que se han preservado en los documentos de fuentes primarias.

El futuro jefe de la Operación Ebensburg sería un piloto austríaco de la Luftwaffe llamado Albrecht Gaiswinkler. Nacido en 1905 en la localidad de Bad Aussee, de padre obrero en las minas de sal, Gaiswinkler se convirtió en un hombre dinámico y carismático, de perilla oscura, ojos pequeños, mirada intensa y una calva galopante que terminó siendo tonsura. Tuvo varios empleos en el ámbito de la industria antes de entrar, en 1929, en la Seguridad Social de Graz, capital de la provincia alpina austríaca de Estiria. Gaiswinkler era un sindicalista activo, miembro del Partido Socialdemócrata y, más aún, antinazi declarado que en 1934 pasó varios meses en prisión por sus discrepancias políticas con el régimen. Se unió a la Resistencia clandestina regional en 1938, y sus actividades acabaron por llamar la atención de la Gestapo. Para evitar ser encarcelado de nuevo, Gaiswinkler se alistó en la Luftwaffe el 20 de marzo de 1943. Sirvió en Bélgica y Francia, donde presenció la ejecución de miembros de la Resistencia francesa, visión que le llevó a desertar. Durante esa época su familia le escribía cartas con regularidad, en varias de las cuales se mencionaba la existencia de camiones llenos de obras de arte metidas en cajones que llegaban de noche a la mina de sal de Altaussee, cercana a su lugar de residencia, y a unos centenares de kilómetros de Linz.

En la primavera de 1944, la unidad de Gaiswinkler se trasladó a París. Allí estableció contacto con el maquis, el movimiento de guerrilla de la Resistencia francesa. Logró desaparecer de su división alemana intercambiándose la identidad con la víctima de un bombardeo que había quedado desfigurada hasta resultar irreconocible. Y se unió a los maquis con un alijo robado que incluía medio millón de francos y cuatro camiones llenos de armas y munición. En septiembre de ese año él y otros dieciséis prisioneros alemanes se rindieron a los soldados estadounidenses del Tercer Ejército en Dinan, Alsacia. Durante el primer interrogatorio a que fue sometido, expresó con gran convicción sus inclinaciones antinazis. Y lo más importante: reveló su conocimiento de la existencia de un depósito de obras de arte en Altaussee.

La Resistencia austríaca proporcionó alguna otra información sobre la mina de sal, que complementaba los conocimientos personales de Gaiswinkler, que se había criado en la región. Desde hacía más de tres mil años se explotaban los yacimientos de sal en la zona mediante minas. Ésta no se extraía con picos, sino con agua, que disolvía los cristales de sal de las rocas. La salmuera se canalizaba a través de la mina hasta que alcanzaba la superficie, donde el agua se sometía a evaporación para que aflorara la sal. Desde que se dictaron unos privilegios reales en 1300, la zona minera había permanecido a cargo de unas mismas familias, que habían permanecido aisladas de otras comunidades, pues no permitían que los forasteros explotaran la sal de su territorio. Así, como consecuencia de una endogamia mantenida durante seiscientos cincuenta años, y de durísimas condiciones de trabajo (que se realizaba en la oscuridad de las profundidades), abundaban deformidades y dolencias. La comunidad, de aproximadamente 125 mineros y sus familias, se comunicaba en un dialecto extraño más relacionado con el alemán medieval que con la lengua contemporánea. Incluso sus uniformes parecían sacados de otra época: trajes de lino blanco y gorros puntiagudos de los que en ocasiones aparecen en los grabados de mineros del siglo XVI.

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