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Authors: Noah Charney

Tags: #Intriga, #Histórico, #Ensayo

Los ladrones del cordero mistico (36 page)

BOOK: Los ladrones del cordero mistico
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El conde Wolff-Metternich, finalmente, recibió una orden del Führer a finales de 1940 en la que declaraba que la Einsatzstab gozaba de libertad para actuar bajo mando directo del propio Hitler, y que se encontraba fuera de la jurisdicción del gobierno militar. Totalmente consternado ante la situación, Wolff-Metternich realizó un último esfuerzo, concediendo quizá un beneficio de la duda excesivo a los oficiales nazis. Se reunió con Göring en París en febrero de 1941. Sobre el encuentro escribió:

Aunque ya a finales de 1940 parecía claro que el botín sería trasladado a Alemania y que Hitler y Göring pretendían compartirlo entre ellos mismos y algunas de las colecciones públicas del país, decidí reunirme con Göring durante su visita a París en febrero de 1941 para inspeccionar el producto del saqueo. Yo albergaba una débil esperanza de que fuera posible decir algo sobre los objetos y los principios de la Protección del Arte, y tal vez añadir una o dos palabras sobre los escrúpulos que podía suscitar el tratamiento de las posesiones artísticas de los judíos. El riesgo era considerable, como descubrí al ser interrumpido bruscamente e invitado a marcharme.

Oficialmente, el control de Göring sobre la ERR terminó con la directriz de Hitler, expresada en una carta enviada por Rosenberg fechada el 18 de junio de 1942. Éste exponía a Göring que a la ERR ya no le resultaría posible poner a su disposición las obras de arte confiscado para sus colecciones personales. ¿Se habría percatado Hitler de lo que sucedía? A pesar de su carta, el coronel y barón Kurt von Behr, director de la ERR en Francia, siguió suministrando a Göring obras robadas, aunque éste dejó de realizar viajes a París para seleccionarlas personalmente.

Von Behr, de hecho, no era coronel —carecía de cargo oficial más allá de ser, por más incongruente que pueda parecer, jefe de la delegación local de la Cruz Roja del París ocupado—. Insistía en que lo llamaran coronel, aunque ni siquiera poseía el uniforme adecuado. Añadía una esvástica al de la Cruz Roja, para parecerse, en el atuendo, a un oficial de las SS. Con su ojo de cristal, sus prominentes pómulos y la manía de hacer chasquear los pulgares metiéndolos en los puños, Von Behr fue ascendido finalmente al puesto de jefe de la Dienststelle Westen (División Occidental) de la ERR, a cargo de la operación de saqueo nazi en Francia, con sede en el Museo del Jeu de Paume de París. El edificio, lugar de almacenamiento de las obras de arte requisadas por los nazis, también era el lugar en el que éstos se las robaban unos a otros, acaparando todos los tesoros que podían antes de que otros cargos superiores se personaran con las mismas intenciones. Hasta que, el 21 de abril de 1943, Von Behr fue apartado de su cargo la ERR no dejó de suministrar material a Göring.

Mientras manejó los hilos de la ERR, éste seleccionó aproximadamente setecientas piezas para su colección personal, muchas más de las que podían presumir en los mejores museos del mundo.

Las numerosas historias relacionadas con los robos de obras de arte durante la Segunda Guerra Mundial —historias de heroísmo individual y colectivo— han llenado páginas enteras de libros. Baste decir que Gante tenía motivos para temer que más de un nazi ávido de saqueo la despojara de su patrimonio cultural.

Jacques Jaujard buscaba desesperadamente impedir que los nazis se apoderaran de los tesoros trasladados al Château de Pau. En junio de 1942, obtuvo de los alemanes, por escrito, la garantía de que las piezas almacenadas en el castillo no serían tocadas. Dicha garantía, confirmada por el Ministerio de Bellas Artes de Vichy, hacía mención explícita de
La Adoración del Cordero Místico
. Una de sus cláusulas aseguraba que no podía ser retirado del castillo sin que mediaran tres firmas: la de Jaujard, la del alcalde de Gante y la del conde Wolff-Metternich. El primero, deliberadamente, había hecho todo lo que había podido para preservar los tesoros bajo su custodia. Pero, como sucedió con tantas otras promesas nazis, aquélla también resultó papel mojado.

El 3 de agosto de 1942, sólo dos meses después, un Jaujard consternado supo que
El retablo de Gante
había sido confiscado por el doctor Ernst Buchner, director de los museos estatales de Baviera, y trasladado a París. Buchner, junto con otros oficiales, había llegado a Pau en camión. Exigió que le entregaran
El Cordero
. El conservador que estaba de servicio le dio largas, e insistió en recibir un telegrama de confirmación. Envió un mensaje a Jaujard, pero éste no llegó a la centralita de Vichy. Poco después de la llegada de Buchner, recibieron un telegrama oficial, en papel amarillo, del Ministerio de Vichy, firmado por Pierre Laval, jefe del gobierno de Vichy, controlado por los nazis, en el sur de Francia, solicitando que los diecisiete arcones que contenían
El retablo de Gante
fueran entregados a Buchner. El conservador no tenía elección.

Poco después de ese incidente, unos oficiales belgas preguntaron a Jaujard, en el Louvre, si podían visitar Pau para inspeccionar
El Cordero
. Al tener conocimiento de lo ocurrido, se mostraron indignados. Jaujard transmitió una queja oficial al gobierno de Vichy, pero no pudo hacer nada más. El conde Wolff-Metternich en persona expresó su indignación y fue despedido de su puesto por ello. En ese momento, nadie sabía quién había dado la orden de la retirada del políptico.

Resultó que el doctor Martin Konrad, profesor de Berlín que había publicado tres obras sobre Van Eyck, había escrito una carta en septiembre de 1941 a Heinrich Himmler, jefe de las SS y la Gestapo, sugiriendo que
La Adoración del Cordero Místico
fuera trasladada a Berlín para su «salvaguarda» y «análisis». Con la aprobación de éste, Konrad se desplazó hasta Pau, y posteriormente hasta París, donde por dos veces se encontró con la negativa de Wolff-Metternich. El interés de Himmler por el retablo era más místico que artístico o histórico. El jefe de las SS creía no sólo que
El retablo de Gante
era un ejemplo sobresaliente del arte germánico y nórdico y, por tanto, ario, sino también que tal vez contuviera elementos ocultos, que lo fascinaban y merecían un estudio más detallado.

Las noticias del saqueo artístico que perpetraban los nazis llegaban a los Aliados en forma de rumores y de retazos esporádicos de pruebas. No sería hasta la ofensiva aliada, que creó una zanja en Europa, cuando el verdadero alcance del saqueo empezó a reconocerse. Anticipándose a la invasión aliada, y basándose en evidencias que había ido recabando, el general Eisenhower emitió una declaración al ejército aliado durante el verano de 1944 en relación con la protección de los tesoros artísticos: «En breve nos veremos combatiendo por todo el continente europeo en batallas libradas para preservar nuestra civilización. Inevitablemente, en la senda de nuestro avance se encontrarán monumentos históricos y centros culturales que simbolizan para el mundo todo lo que luchamos por conservar. Es responsabilidad de todo mando proteger y respetar esos símbolos siempre que sea posible». La declaración de Eisenhower constituía toda una primicia histórica. En ningún otro momento un ejército había entrado en guerra con la intención expresamente formulada de evitar daños a obras de arte, culturales y monumentos, y de perseguir su preservación.

Desde el inicio de la guerra, los británicos vieron la necesidad de crear una división de oficiales con formación en la protección de las obras de arte y los monumentos en zonas de conflicto, que se dedicara a garantizarla. En enero de 1943, durante una pausa en los combates cercanos a Trípoli, en el norte de África, Mortimer Wheeler, director del Museo de Londres y arqueólogo de prestigio, empezó a desarrollar una preocupación creciente por el destino de las ruinas de tres ciudades antiguas de las proximidades, situadas a lo largo de la costa libia: Sabratha, Leptis Magna y Oea (la ciudad antigua alrededor de la cual se extendía Trípoli). Ante la inminente derrota del Eje en el norte de África, y entre el caos propio de la guerra, a Wheeler le preocupaba que los monumentos antiguos se convirtieran en «carne fácil para cualquier perro que pasara por allí». El arqueólogo destacaba, alarmado, que los Aliados carecían de un sistema en vigor, fuera de la clase que fuese, para salvaguardar los archivos, las obras de arte, los museos o los monumentos que se encontraran en el camino.

Wheeler reclutó a un amigo y oficial como él, que además era un famoso historiador del arte y arqueólogo por derecho propio —John Ward-Perkins—, y juntos se acercaron en jeep hasta las ruinas de Oea y Leptis Magna, lugar de nacimiento del emperador Septimio Severo cuyas excavaciones las había iniciado recientemente un equipo de arqueólogos italianos en cumplimiento de órdenes de Mussolini. Ello significaba que las maravillas de la antigua arquitectura, e incluso las estatuas, habían sido desenterradas, pero no se había garantizado su seguridad ni se habían trasladado a museos. Cuando llegaron, Wheeler y Ward-Perkins descubrieron con espanto que un equipo de la Royal Air Force estaba instalando una estación de radar entre las ruinas, que según sus miembros les proporcionarían cobertura contra los bombardeos enemigos.

Los dos arqueólogos fingieron contar con una autoridad de la que carecían. Como posteriormente referiría Ward-Perkins, «mediante engaños, logramos imponer algunas medidas que se revelaron bastante eficaces». Improvisaron unos carteles en los que se leía «No traspasar», que instalaron sobre los monumentos más destacados y junto a las estatuas, y empezaron a pronunciar conferencias informales ante las tropas sobre el entorno en el que se encontraban, y a insuflarles una sensación de respeto y apreciación por las ruinas y las obras de arte que los rodeaban. Aquellas medidas se convertirían en el procedimiento tipificado por la División de Monumentos, Bellas Artes y Archivos, inspiradas en parte en sus acciones.

En junio de 1943, Wheeler decidió usar su impresionante lista de contactos para elaborar algo más oficial a partir de sus políticas improvisadas. Se sentía espoleado por su conocimiento de los planes aliados de invadir la isla de Sicilia, que Wheeler describió como «máximo secreto del que resultó que yo formaba parte […] El arqueólogo que había en mí estaba lleno de inquietud». Uno de los lugares más ricos del mundo en ruinas y excavaciones arqueológicas, así como en obras de arte, los tesoros sicilianos se hallaban en grave peligro si no se actuaba de algún modo antes de la invasión. Wheeler sugirió que un grupo reducido y bien organizado, encabezado por algún arqueólogo cualificado, se estableciera en Sicilia para promover la protección de sus monumentos. Este mensaje acabó llegando al secretario de Estado para la Guerra, sir P. J. Grigg, y al mismísimo primer ministro Winston Churchill, que se mostraron de acuerdo con la idea y de inmediato buscaron a un arqueólogo que encabezara la operación.

En octubre de 1943, los británicos establecieron una división de la Oficina de Guerra, la Delegación de Asesoría Arqueológica, que se ocuparía de la recuperación y la protección de los objetos artísticos en los territorios recién liberados. En un primer momento se trató de la operación de un solo hombre, el prestigioso arqueólogo sir Leonard Woolley, que apenas contaba con la ayuda de su esposa. A Woolley le gustaba así, y rechazó la oferta de disponer de más personal. Prefería pensar que sus sencillos juicios eran muy superiores a los que pudiera pronunciar un comité, y quería poder presumir de los triunfos que había logrado él solo. A decir verdad, se trataba de un arqueólogo y un político brillante. Hijo de clérigo, Woolley era conservador del Museo Ashmolean de Oxford, conocido sobre todo por dirigir las excavaciones arqueológicas en Ur, antigua ciudad de lo que hoy es Irak, aunque también había trabajado junto a T. E. Lawrence en Siria en 1913. La novelista Agatha Christie, que apenas iniciaba su carrera literaria, era gran admiradora de Woolley, de quien destacaba sobre todo su capacidad para hipnotizar al público que le oía hablar sobre las maravillas de la arqueología. (Christie pasó largas temporadas con Woolley, y se casó con su asistente en las excavaciones de Ur, en 1930.) La autora escribió: «Leonard Woolley veía con los ojos de la imaginación […] Estuviéramos donde estuviésemos, lograba hacer que cualquier cosa cobrara vida […] Era su reconstrucción del pasado, y creía en ella, y cualquiera que lo escuchara lo creía también».

Cuando empezó la guerra, Woolley se puso en contacto con instituciones artísticas y arqueológicas para elaborar listas de las obras de arte y los monumentos que se encontraban en la trayectoria de los combates. Muy a su pesar, empezó a reclutar personal cuando comprendió que haría falta una fuerza de campo que acompañara a las fuerzas aliadas. Woolley creía que su papel, y por tanto el papel de todo el que trabajara en el ámbito de la protección de obras de arte y monumentos, debía consistir en destacar los lugares que el ejército debía evitar y planear la restitución de obras y piezas artísticas tras la guerra, y no en enviar a oficiales de campo. Y escribió: «No me parece que la idea de que debemos permitir que los expertos más eminentes, poseedores de altas distinciones artísticas o arqueológicas, se paseen por los campos de batalla para ese fin pueda ser aceptada en absoluto como adecuada». Existía un elemento de clasismo en su afirmación —las vidas de las personas con una mejor educación no podían ponerse en peligro en zonas de combate—, así como cierto deseo de ser el único actor en el minúsculo y recién estrenado «teatro» de la protección artística y arqueológica durante la guerra. Haría falta un empujón decidido de los estadounidenses para desestimar la política de no intervención directa de Woolley y alentar el trabajo de campo aliado para la protección de las obras de arte y los monumentos.

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