Los ladrones del cordero mistico (47 page)

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Authors: Noah Charney

Tags: #Intriga, #Histórico, #Ensayo

BOOK: Los ladrones del cordero mistico
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Los que minimizan el papel de Gaiswinkler destacan que, si bien fue usado brevemente por los Aliados en tanto que gobernador de distrito de Aussee, y tras la guerra inició una exitosa carrera política como miembro de la Asamblea Nacional austríaca (carrera que se nutrió, en gran medida, de su heroísmo en la mina de Altaussee, que se daba por supuesto), en 1950 los electores lo apartaron de la Asamblea. Mientras ocupó su cargo, promovió con éxito una campaña para que la región de Ausseerland (de la que formaba parte Altaussee) se integrara en la provincia de Estiria. Es posible que su salida del poder se debiera a que, como afirman sus detractores, se descubriera que las historias que contaba eran falsas, pero también pudo estar relacionada con otras causas políticas más sutiles.

Los documentos primarios en los que se cuenta de principio a fin la historia de Gaiswinkler son sus propias memorias, aparecidas en 1947 con el título
Salto a la libertad (Sprung in die Freiheit)
, así como una obra de curioso título,
El libro rojo-blancorojo
—que hace referencia a las franjas de la bandera austríaca—, que se acompañaba de un subtítulo poco habitual: ¡
Justicia para Austria
! Éste fue publicado por el Estado austríaco en 1947, y su autoría es anónima. Se tradujo al inglés, con la idea, tal vez, de mejorar la opinión negativa que se tenía de los austríacos en el mundo anglófono inmediatamente después de la guerra. No cabe duda de que se trataba de un acto de propaganda, lo mismo que las memorias de Gaiswinkler, en las que, a la lista de sus obras heroicas añadía su plan para asesinar a Joseph Goebbels. Pero que las dos obras presenten un sesgo propagandístico no implica que las historias que contienen sean falsas.

Finalmente no hizo falta que nadie asesinara a Goebbels, pues él mismo se ocupó de quitarse la vida poco después de que Gaiswinkler se lanzara en paracaídas sobre Austria. El ministro nazi de Propaganda permaneció en Berlín hasta finales de abril de 1945, mientras el mundo que conocía se desintegraba a su alrededor. El 23 de abril Goebbels pronunció un discurso en la capital del Reich en el que incluyó el siguiente párrafo:

Apelo a vosotros para que luchéis por vuestra ciudad. Combatid con todo lo que tengáis, hacedlo por vuestras esposas y vuestros hijos, por vuestras madres y vuestros padres. Vuestros brazos defienden todo lo que alguna vez hemos amado, y a todas las generaciones que nos sucederán. ¡Sentíos orgullosos y valientes! ¡Sed imaginativos y astutos! Vuestro
Gauleiter
(Hitler) está entre vosotros. Él y sus colegas permanecerán a vuestro lado. Su esposa y sus hijos también están aquí. Él, que una vez conquistó la ciudad con doscientos hombres, recurrirá ahora a todos los medios para aglutinar la defensa de la capital. La batalla de Berlín debe convertirse en seña para que toda la nación se levante y plante batalla.

Pero la batalla de Berlín no llegó a ninguna parte. El 30 de abril, con las tropas soviéticas a poco más de un kilómetro del búnker en el que Hitler se había atrincherado, Goebbels fue uno de los cuatro testigos que presenciaron cómo su Führer dictaba sus últimas voluntades y su testamento. Horas más tarde, se suicidó.

El 1 de mayo —día que tal vez había sido el elegido para el asesinato de Goebbels—, éste parecía decidido a seguir el ejemplo del Führer. Uno de los últimos hombres en hablar con él, el vicealmirante Hans-Erich Voss, recordaba que había dicho: «Es una lástima que un hombre como él ya no esté entre nosotros. Pero no hay nada que hacer. Para nosotros, ahora, todo está perdido, y la única salida que nos queda es la que ha tomado Hitler. Yo seguiré su ejemplo». Goebbels y su esposa ordenaron que sedaran a sus seis hijos y les administraron cianuro; acto seguido, se quitaron la vida.

La trama para asesinar a Goebbels es el aspecto menos plausible del relato de Gaiswinkler, pero cuenta con el aval de otro agente doble y compañero suyo, Josef Grafl. La única parte de la historia que habría resultado físicamente imposible es la que afirma que Gaiswinkler y su equipo supervisaron la colocación y la detonación, en una sola noche, de las cargas disuasorias que sellaron la mina. Dicho procedimiento, para el que había que usar seis toneladas de explosivos, 502 temporizadores y 386 detonadores en 137 túneles era, cuando menos, complejo, y no habría podido culminarse en una sola noche. Es posible que Gaiswinkler se refiriera sólo a las seis cargas que sellaron la entrada principal al pozo de la mina, aunque no lo especificó. Los demás hechos notables —que robara un transmisor de radio para emitir mensajes falsos sobre la inminente llegada del ejército yugoslavo, que Eigruber diera personalmente la orden de que un destacamento de las SS destruyera los tesoros de la mina— son plausibles.

El testimonio del otro agente doble entrenado por los británicos, Josef Grafl, difiere en varios puntos del de Gaiswinkler. Grafl subraya el hecho de que la misión principal de los paracaidistas era el asesinato de Joseph Goebbels, y que dicha misión sólo se abandonó cuando se supo que éste no había llegado a alcanzar la zona. Gaiswinkler había afirmado que tuvieron que renunciar al atentado contra Goebbels cuando el transmisor resultó irreparablemente dañado tras el salto en paracaídas sobre la ladera de la montaña, pero Grafl aseguraba que la radio no resultó dañada, sino que los paracaidistas decidieron que no podrían avanzar por la nieve si cargaban con ella, y la abandonaron. Muchos años después de la guerra, Grafl planteó que Gaiswinkler se había mostrado bastante inactivo y había desempeñado un papel menor en la salvación de los tesoros de la mina, al tiempo que reclamaba una porción mayor de gloria para sí mismo, afirmando que había sido él quien había conducido a los soldados aliados tras su llegada al lugar de los hechos, y que los había ayudado a capturar a Kaltenbrunner. Las alegaciones de Grafl han llevado a algunos a rechazar la versión de Gaiswinkler. Para otros, los desacuerdos de los dos agentes de operaciones especiales se deben a una enemistad mutua que les lleva a intentar pasar por héroes al tiempo que restan credibilidad a la palabras del otro. Desconocemos cuál es la verdad.

La otra versión de primera mano sobre el papel de la Resistencia austríaca en Altaussee proviene de otro líder de dicho movimiento. Sepp Plieseis era montañero y cazador, y había nacido en 1913 en la localidad alpina de Bad Ischl. Comunista, había luchado primero con las Brigadas Internacionales en España. Posteriormente se unió a los franceses, pero fue capturado por la Gestapo y enviado a Dachau y, después, a un campo de concentración de Hallein, desde donde, increíblemente, logró escapar en agosto de 1943 en una fuga multitudinaria en la que 1.500 hombres alcanzaron la libertad. Se dedicó en cuerpo y alma a combatir el nazismo y, tras regresar a Austria, dirigió un grupo de la Resistencia local cuyo nombre era el mismo que el apodo que se había puesto a sí mismo: «Willy». Aquella banda de refugiados harapientos, desertores y otros especímenes perseguidos por los nazis empezaron siendo apenas treinta. Ese grupo de la Resistencia se puso en contacto con el equipo de ochenta mineros que trabajaban en Altaussee y que formarían su propio subgrupo de resistentes, dirigidos por Mark Danner Pressl y el minero llamado Alois Raudaschl que, gracias a su amistad con él, tenía acceso a Ernst Kaltenbrunner en su cercano refugio alpino. A partir de mayo de 1945, una vez los Aliados hubieron tomado la zona que incluía Bad Ischl y Altaussee, Plieseis fue nombrado asesor local de seguridad de los Aliados. Después de la guerra Plieseis se convirtió en oficial de la localidad de Bad Ischl, así como en miembro de la rama local del Partido Comunista. En 1946 publicó unas memorias de título explícitamente comunista:
Del Ebro a Dachstein: La vida de lucha de un obrero austríaco
.

Sepp Pleiseis sólo menciona a Gaiswinkler en una ocasión en su libro, y lo describe como el jefe del «mejor grupo» de combatientes de la Resistencia. A pesar de ello, más tarde cambió sus declaraciones y manifestó: «Nosotros, los luchadores por la libertad en esa época, no tuvimos ninguna relación con los paracaidistas [Gaiswinkler y su equipo], y ellos no tuvieron conocimiento de que en los pozos de la mina se escondían obras de arte. Ellos se habían lanzado en paracaídas apenas unos días antes, y buscaban refugio».

Lo más probable es que se trate de variaciones sobre el mismo hecho. Los acontecimientos principales tuvieron lugar, pero se trató en gran medida de un empeño colectivo, del esfuerzo combinado de muchos pequeños héroes, más que de la labor de un genio individual. Algunos de los que sobrevivieron hasta el final de la guerra reclamaron su parte de gloria, una parte tal vez desproporcionada si se cotejara con la realidad. Con todo, es posible que jamás conozcamos toda la verdad sobre la salvación de la mina.

El mayor reconocimiento de méritos debería ser para los mineros, los grandes olvidados. Casi con total seguridad fue uno de ellos, Alois Raudaschl, o Gaiswinkler con la ayuda de éste, el que se puso en contacto con Kaltenbrunner para impedir la destrucción de la mina. También es probable que los ochenta mineros de la Resistencia fueran quienes instalaran, despacio pero con tesón, las cargas disuasorias, ya fuera por iniciativa propia, ya siguiendo las órdenes de algún jefe de grupo. Pöchmüller, por su parte, aseguraba haber sido quien ordenó la retirada de las bombas ocultas en aquellas cajas que, supuestamente, contenían piezas de mármol. También en este caso es posible que así fuera, pero lo cierto es que los mineros fueron los únicos que asumieron el gran riesgo de colocar las cargas disuasorias y de retirar las bombas de las cajas. En un informe de 1948 enviado al gobierno austríaco y firmado colectiva y anónimamente por los «Luchadores por la Libertad de Altaussee» los mineros manifestaban haber obrado por iniciativa propia al descubrir casualmente las bombas en el interior de las cajas de mármol, y habérselas llevado al bosque para que no causaran daños. Sin embargo, en ese mismo informe aseguran que las cargas disuasorias también las instalaron ellos, cuando la lógica dicta que para una empresa de esa naturaleza harían falta unos conocimientos de ingeniería y demoliciones que tal vez ellos solos no poseyeran.

Así pues, seguimos sin saber a quién debemos agradecer la conservación de
El retablo de Gante
, entre otras más de 7.000 obras maestras que a punto estuvieron de perderse para siempre. En otoño de 1945 el propio Lincoln Kirstein escribió en la revista
Town and Country
que «tantos testigos contaban tantas versiones que, cuanta más información acumulábamos, menos verdad parecía contener». Existe la tendencia a elevar a las personas a los pedestales, pues la historia y la memoria resultan más fáciles de explicar recurriendo a héroes individuales. Con frecuencia, la medalla de héroe se cuelga al hombre que da la orden, y no a los trabajadores anónimos que la ejecutan, asumiendo un gran riesgo personal. En el fondo, se trató sin duda de un esfuerzo colectivo en el que surgieron héroes osados y destacados, tanto entre los Aliados como entre los austríacos. Ha de reconocerse un mérito específico a aquellos que no pudieron o no quisieron alardear de su papel en la salvación de los tesoros almacenados en la mina: los mineros locales que trabajaron con la Resistencia, ya fuera por iniciativa propia o siguiendo órdenes de Pöchmüller, Michel o el hombre que relató la historia más espectacular, el impetuoso Albrecht Gaiswinkler.

Fueran quienes fueran los muchos hombres valerosos que contribuyeron a la conservación de los tesoros artísticos europeos, debería bastar con que les demos las gracias, hayan sido éstos austríacos o Aliados, e independientemente del puesto que ocuparan.

El 21 de agosto de 1945 Robert Posey era el único pasajero en el vuelo de aquel avión de carga que se dirigía a Bruselas. A su lado, en la fría bodega, iban las cajas de madera que contenían
El retablo de Gante
. Por orden de Eisenhower, debía custodiarlas hasta su país de origen. Con todo, el viaje no iba a estar exento de sobresaltos.

Durante la travesía se desató una fuerte tormenta. El avión y la valiosa carga que transportaba se vieron sacudidos por constantes turbulencias, intensos vientos y ráfagas de lluvia. El piloto informó a Posey que el aterrizaje en Bruselas no era seguro; la ciudad estaba cubierta de nubes. Tras una hora más sobrevolándola, la tormenta amainó en las alturas, pero seguía descargando sobre la capital belga. El piloto localizó un aeródromo pequeño a una hora de Bruselas. El aterrizaje fue complicado, pues el viento no dejaba de embestir el aparato. Finalmente, a las dos de la mañana tomaron tierra. En las instalaciones no había nadie que les diera la bienvenida, y mucho menos que les ayudara con su preciada carga.

Bajo la cortina de lluvia Posey corrió desde la pista hasta la oficina del aeródromo. Llamó a la operadora y le pidió que realizara una llamada de emergencia a la embajada de Estados Unidos en Bruselas. Pero no obtuvo respuesta. Desesperado, Posey convenció a la telefonista para que marcara los números de las diversas residencias de la capital en las que había destinados soldados norteamericanos. Finalmente, logró contactar con un oficial. Posey lo recordaba así:

Le pedí que reuniera a todo el personal que pudiera y que se dirigieran al aeropuerto. Tenía el tesoro en mis manos y pensaba custodiarlo como era debido. Él consiguió un par de camiones, acudió a unos cuantos bares y enroló a unos cuantos soldados rasos. Yo también le había pedido que encontrara a alguien que supiera algo sobre traslado de obras de arte, y él se presentó con un sargento de cocinas con algo de experiencia. Acercaron los camiones hasta la bodega del avión. Todavía era de noche, y llovía, y tronaba.

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