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Authors: Noah Charney

Tags: #Intriga, #Histórico, #Ensayo

Los ladrones del cordero mistico (45 page)

BOOK: Los ladrones del cordero mistico
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Conscientes de la amenaza, y de lo que el intransigente Eigruber era capaz de hacer, Högler y Pöchmüller siguieron adelante con la destrucción planificada del acceso principal a la mina. Con las primeras luces del alba del día 5 de mayo, tan pronto como las cargas explosivas estuvieron colocadas, los mineros que llevaban dos semanas instalando la carga disuasoria activaron el detonador. Seis toneladas de explosivos unidos a 502 temporizadores y 386 detonadores sellaron 137 túneles en la mina de sal de Altaussee, el mayor museo del mundo de obras de arte robadas. Eigruber ya no podría dañar lo que la mina contenía.

Éste tuvo conocimiento de la explosión, y ordenó a un escuadrón de sus hombres que se dirigiera a toda prisa al lugar de los hechos.

Entretanto, Gaiswinkler y los suyos llegaron furtivamente hasta la entrada de la mina que quedaba oculta en el bosque espeso, y establecieron un perímetro de seguridad alrededor de la zona, anticipándose a la llegada del destacamento de Eigruber. Aunque ya no pudiera acceder a la mina, todavía era capaz de ordenar la ejecución de los mineros y los miembros de la Resistencia, en represalia por su acción. Y si los Aliados se retrasaban más de la cuenta, tal vez Eigruber descubriera el modo de penetrar en la mina. Así pues, tanto ésta como los resistentes debían ser defendidos.

Al caer la noche, los hombres de Eigruber todavía no habían llegado. ¿Les habrían revocado la orden? Gaiswinkler estaba preocupado, y sus hombres aguardaban con los fusiles a punto, por si a través del viento que silbaba entre los árboles les llegaba algún sonido.

Capítulo
9

La exhumación del tesoro enterrado

E
L sol salió sobre Gaiswinkler y los combatientes de la Resistencia la mañana siguiente, el 5 de mayo, pero seguía sin haber ni rastro del escuadrón de las SS de Eigruber. ¿Era posible que estuvieran esperando la llegada de refuerzos? Aquella inactividad inesperada preocupaba a Gaiswinkler más que un ataque frontal. Apostados frente a la entrada secundaria de la mina, en posición defensiva, seguían esperando. Estaban dispuestos a protegerla con su vida hasta que llegara el ejército estadounidense.

El estruendo de la explosión en el pozo principal de la mina había alertado a una patrulla del Sexto Ejército alemán, algunos de cuyos miembros se encontraban acampados en las inmediaciones. La patrulla inspeccionó la mina furtivamente e informó al jefe del ejército que quedaba en activo, el general Fabianku, de que había visto a combatientes de la Resistencia atrincherados, pero no a guardias de las SS. Fabianku envió de inmediato a una fuerza de ataque móvil para recuperar la mina.

El 6 de mayo, frente a la mina, se produjo una pelea de todos contra todos. Hacía exactamente 513 años que
El retablo de Gante
había sido presentado al público por vez primera. En plena lucha, Gaiswinkler envió a dos soldados en avanzadilla para que intentaran encontrar al ejército americano y le advirtieran de lo que sucedía, por si su defensa de la mina fracasaba.

El Tercer Ejército no tuvo conocimiento de las acciones de Gaiswinkler hasta que la avanzadilla estableció contacto con él. Los soldados alcanzaron a los americanos más allá del Paso de Pötschen, a varios centenares de kilómetros de distancia. Robert Posey y Lincoln Kirstein venían detrás de la línea de combate. Éste describió así el avance sobre Austria: «Austria respiraba un aire distinto. En Alemania, las únicas banderas que se veían eran las fundas de las almohadas. En Austria, en cambio, apenas cruzamos el Danubio constatamos que en todas las casas ondeaban las banderolas rojas y blancas del movimiento de resistencia. Los alemanes, al menos superficialmente, no parecían haber causado un gran efecto en el país».

Kirstein y Posey tuvieron que esperar en la ciudad de Altaussee, a pocos kilómetros de la mina, mientras el ejército aseguraba la zona. Para su desesperación, se encontraban muy cerca de las obras de arte, pero no podían saber si habían resultado destruidas. Las noticias de los soldados de la avanzadilla tardaron un día más en llegar a los hombres de Monumentos, día que se les hizo eterno.

En la primavera de 1945, la liberación de los campos de concentración reveló los horrores de las atrocidades nazis. Tras la entrada de las tropas estadounidenses en Buchenwald, Alemania, el 11 de abril de 1945, muchos soldados visitaron el campo. Había cadáveres esqueléticos esparcidos por el campo, sin enterrar, cubiertos de moscas. Posey era de los que habían visitado el campo, y había regresado de él con la fotografía ya mencionada del oficial nazi sonriendo con orgullo mientras sostenía una soga con nudo corredizo. Kirstein no fue al campo, pues le pareció que la visión lo perturbaría en exceso. Tenía motivos para mantenerse alejado: cuando el general George Patton, un tipo duro como una piedra, recorrió Buchenwald en compañía de Eisenhower y otros generales, vomitó al presenciar sus horrores y, posteriormente, pasó varias noches sin dormir.

A pesar de su odio al nazismo, Kirstein seguía siendo un enamorado de la cultura germánica y de su legado artístico, que no tenía nada que ver con el régimen actual y diabólico del país, que ya se desmoronaba. Según escribió:

La horrenda desolación de las ciudades alemanas debería provocarnos, supongo, un sentimiento de orgullo profundo. Si alguna vez se ha infligido una venganza bíblica, he aquí que ha sido ésta. Guiño de ojos y sonrisas ante hipnóticas catástrofes. Pero quienes construyeron el Kurfürstliches Palais, las grandes mansiones de Zwinger, de Schinkel, y los mercados de las grandes ciudades alemanas no fueron los verdugos de Buchenwald o Dachau. Ninguna época de la historia ha producido ruinas tan hermosas. Sin duda son casi filigranas, delicadas si se comparan con las de la Antigüedad, pero lo que les falta de romanticismo y dimensión lo compensan con la extensión que cubren […]

En una enumeración aproximada: probablemente las colecciones estatales de objetos muebles no hayan sufrido daños irreparables. Pero el hecho de que los nazis pretendieran ganar la guerra en todo momento, sin contar ni con las represalias ni con la derrota, es el responsable de la destrucción del rostro monumental de la Alemania urbana. Menos grandilocuente que Italia, menos noble que Francia, yo, personalmente, la compararía a la pérdida de las iglesias de Wren de la City de Londres, y eso es borrar de la faz de la tierra demasiada elegancia.

La destrucción de Alemania no llegó sólo de manos de los Aliados. El Decreto Nerón de Hitler había debilitado los medios de subsistencia de su propio pueblo. En los ríos se hundían barcos para que sus aguas resultaran intransitables. Se destruían puentes y túneles, se minaban carreteras, se dinamitaban fábricas. La destrucción proliferaba por todo el territorio alemán. A la vista de todo lo que se había perdido, resultaba más importante aún salvar lo que quedara.

La Resistencia de Gaiswinkler seguía combatiendo. Finalmente, no hicieron falta refuerzos. Fabianku no había contado con la fuerza y la determinación de los defensores de la Resistencia, que mantuvieron sus posiciones. La unidad de ataque alemana tuvo que retroceder.

Al día siguiente, 7 de mayo, los alemanes aceptaron una rendición incondicional en Reims. La guerra había terminado. Los Aliados habían ganado.

El 8 de mayo, las primeras tropas estadounidenses alcanzaron la cima de la montaña y descendieron hasta la mina. La 80.ª División de Infantería de Estados Unidos, bajo mando del comandante Ralph Pearson, asumió su protección. Gaiswinkler y la Resistencia habían protegido su valioso contenido, y Eigruber no había consumado su promesa de destruir para siempre aquellos tesoros.

A pesar de los esfuerzos de Posey y Kirstein por informar a las unidades aliadas más avanzadas, que sin duda habían de llegar a la mina antes que ellos, el comandante Pearson no supo de la existencia de los tesoros que albergaba Altaussee hasta que recibió un mensaje. Sigue constituyendo un misterio quién se lo envió. Según el informe de Michel, fue él mismo el que lo notificó al comandante Pearson. Aquél también se atribuyó la responsabilidad de haber ordenado la retirada de las bombas de las cajas de mármol. Sus afirmaciones fueron avaladas por algunos, pero es posible que los coaccionara para obtener su apoyo. Al término de la guerra, colaborar con los Aliados, e inventar incluso historias de resistencia a los propios colegas nazis, constituía una buena estrategia para evitar la cárcel o la ejecución. Así pues, todas las declaraciones realizadas por nazis resultan sospechosas.

La versión de Michel sobre Altaussee fue la primera en ser oída por un estadounidense, pues fue él quien recibió al comandante Pearson a su llegada a la mina. Llegó incluso a acompañarlo en una visita guiada, y le señaló la entrada derrumbada. En ese momento no había motivo para dudar de su relato, pues las versiones contradictorias no se habían producido aún. Además, Michel era el único presente que hablaba inglés.

Gaiswinkler no se encontraba en la mina cuando llegaron los americanos. Según lo que él mismo relató (que no cuenta con confirmación de otras fuentes), él y su equipo encabezaron un contraataque furtivo esa misma noche. Avanzaron agazapados por el bosque de abetos cubierto de nieve y cayeron sobre el cuartel del general Fabianku. La operación pilló por sorpresa a éste y a su guardaespaldas y, milagrosamente, los decididos combatientes de la Resistencia de Gaiswinkler lograron apresar al propio Fabianku.

Mientras esperaban, en ascuas, conocer cuál había sido el destino de las obras alojadas en la mina, Posey y Kirtstein se sentaron junto al ventanal de una taberna a beber algo. Se encontraban a escasos kilómetros de la mina de sal. Desde allí contemplaron un espectáculo asombroso: una unidad armada de las SS apareció para entregarse. Kirstein describió así la escena: «Desde la ventana de la taberna de Altaussee observábamos estupefactos el espectáculo de la rendición de una unidad de las SS. Aquellos asesinos profesionales, impecablemente uniformados, se ofrecían voluntarios para luchar contra los rusos, de quienes estaban convencidos que los americanos los protegerían. Querían conservar sus armas hasta el día en que accedieran a la seguridad que les otorgaría el estatus de prisioneros de guerra, pues creían posible que sus propios hombres dispararan contra ellos».

Mientras Kirstein y Posey seguían observando, desde la planta superior de la taberna se oyeron unos vítores. Subieron para ver qué sucedía, y encontraron a un grupo de oficiales formando un corrillo alrededor de una radio, celebrando, gritando de alegría. La radio estaba dando la noticia: unos montañeros austríacos habían guiado a soldados de Estados Unidos a realizar una redada nocturna. Cuando el sol apenas despuntaba en el horizonte y nacía el 12 de mayo, alcanzaron su presa. Acababan de detener a Karl Kaltenbrunner. Éste había arrojado a un lago su uniforme y sus documentos de identidad y pretendía hacerse pasar por médico. Sólo cuando su amante lo vio avanzando entre un grupo de prisioneros alemanes y lo llamó por su nombre, fue reconocido y capturado. Kaltenbrunner fue el líder de las SS de mayor rango en enfrentarse a juicio en Núremberg, y fue ejecutado el 16 de octubre de 1946.

Después, Posey y Kirstein tuvieron conocimiento de que la mina había sido protegida por los Aliados y la Resistencia. Se dirigieron a ella a toda prisa, y llegaron horas después de que Gaiswinkler hubiera partido para perseguir y capturar al general Fabianku. No llegaron a conocer a su equivalente austríaco.

Hasta que no estuvieron en la entrada de la mina, Posey y Kirstein no descubrieron que se habían hecho estallar seis cargas de dinamita junto a la entrada que daba acceso a las salas de depósito situadas en el corazón del pozo. De ese modo, un muro de tierra y piedras impedía llegar hasta las obras de arte. En un primer momento temieron haber llegado demasiado tarde: ¿también habrían estallado explosivos en el interior de la mina?

¿Se extendía la destrucción más allá del pozo de entrada? El contenido del museo de obras robadas por Hitler aguardaba al otro lado de aquel muro de escombros, si es que ese otro lado existía. ¿Y si todo había quedado destruido? ¿Y si el techo había cedido y los pasadizos estaban enterrados?

Finalmente encontraron a un intérprete que les explicó la situación. El pozo había sido dinamitado como medida preventiva, precisamente para impedir la destrucción del contenido de la mina. Pero haría falta tiempo para retirar los escombros que obstruían el túnel, y los mineros austríacos no estaban seguros de si eran muchos o pocos. En un primer momento calcularon que tardarían entre siete y quince días en despejar la entrada. Posey y Kirstein, por su parte, esperaban que la operación pudiera culminar en dos o tres jornadas. Los mineros se pusieron manos a la obra, y al día siguiente los escombros quedaron retirados. Posey y Kirstein serían los primeros en acceder al interior.

Guiados por uno de los mineros, los dos hombres avanzaban por el pozo oscuro, apenas iluminado por la luz tenue de las lámparas de acetileno que rebotaba contra las paredes rojizas, brillantes, salpicadas de cristales de sal.

A menos de un kilómetro de la boca del pozo, Posey y Kirstein llegaron frente a una puerta de hierro. Al otro lado les esperaba una cantidad asombrosa de joyas artísticas robadas en cumplimiento del programa de saqueo nazi.

A medida que exploraban cueva tras cueva, las dimensiones del expolio iban saliendo a la luz. A algo más de un kilómetro de la entrada, una de las cuevas, conocida como Kammergraf, albergaba múltiples galerías llenas de piezas, de tres niveles cada una. Otra, llamada Springerwerke, y de menos de veinte metros de fondo, contenía dos mil pinturas almacenadas en dobles estantes que recorrían las tres paredes, así como en una columna central. La luz de las lámparas parecía ser engullida por la oscuridad reinante en el interior de las cuevas. Los haces de luz devolvían a la vida marcos dorados, brazos de mármol, la trama de unos lienzos, rostros pintados en la penumbra.

Entonces llegaron a la capilla de Santa Bárbara, donde Michel había ocultado algunas de las obras más preciadas.

Allí, sin envolver, sobre cuatro cajas de cartón vacías, separadas apenas un palmo del suelo de arcilla de la mina, reposaban los ocho paneles de
La Adoración del Cordero Místico
de Van Eyck. Alguien, justo antes de que la entrada de la mina quedara sellada, había contemplado con admiración y amor ese gran tesoro. ¡Qué cerca había estado de quedar por siempre jamás enterrado vivo! ¡Qué cerca de la destrucción completa!

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