Read Los ladrones del cordero mistico Online
Authors: Noah Charney
Tags: #Intriga, #Histórico, #Ensayo
Pero esa vez la decisión que importaba era la de Eigruber. Y éste estaba decidido a ejecutar la pena de muerte.
A lo largo de la jornada del 13 de abril de 1945, la mina de Altaussee recibió la visita del secretario de Martin Bormann, el doctor Helmut von Hummel, y del oficial Glinz, que había llevado las bombas, acompañados de otros varios mandos militares alemanes. Aunque Eigruber no estaba al corriente de ello, Albert Speer, el confidente de Hitler y ministro de armamento y producción bélica, había convencido al Führer para que suavizara la infame llamada del Decreto Nerón a la destrucción completa de instalaciones no industriales que los Aliados pudieran usar en su beneficio, y para que emitiera una nueva orden que instara sólo a la incapacitación de las instalaciones, a fin de que éstas no pudieran ser de uso inmediato. En gran medida ese cambio estaba destinado a preservar los tesoros artísticos robados, y Martin Bormann había enviado a Von Hummel para que transmitiera las órdenes a Eigruber: «Las obras de arte no debían de ninguna manera caer en manos enemigas, pero en ningún caso debían ser destruidas». Sólo Glinz y Eigruber sabían que dos de las cajas de «mármoles» que contenían bombas ya habían sido instaladas en su sitio. El 30 de abril se introducirían algunas más.
Emmerich Pöchmüller, el anodino director civil de la mina, tuvo conocimiento de la nueva orden el 14 de abril, cuando Von Hummel se puso en contacto con él. Pero a partir de ese momento Von Hummel delegó su papel de emisario en el director de la mina, al que pidió que explicara a Eigruber la nueva situación. El pobre Pöchmüller, sin autoridad en el Partido Nazi, no tenía la menor posibilidad de convencer a Eigruber de que el decreto de destrucción del Fürher había sido modificado.
Eigruber se negaba a ponerse al teléfono, por lo que el director, desesperado, se trasladó hasta las oficinas del
Gauleiter
en Linz para hablar con él personalmente. El 17 de abril Pöchmüller llegó y se reunió con Eigruber en su despacho. Le informó de que había recibido instrucciones según las cuales no debía permitirse bajo ninguna circunstancia que los tesoros artísticos de la mina cayeran en poder del enemigo, y que ello implicaba que el pozo de la mina debía ser demolido para que ésta quedara sellada, pero conservando las obras de arte que se alojaban en su interior. Según el relato que el propio Eigruber hizo del encuentro, éste dijo no creer esas nuevas órdenes secretas, que provenían directamente de Bormann a través de Von Hummel, órdenes que Pöchmüller, que no era nadie, había oído pero de las que Eigruber, que era su superior, no tenía noticia. «El aspecto básico es la destrucción total —replicó—. En este punto permaneceremos inamovibles.» Y añadió que él «acudiría personalmente y lanzaría granadas a la mina» si era necesario.
Pöchmüller quedó horrorizado, aunque de hecho había supuesto que su reacción podría ser precisamente ésa. Pero contaba con un plan de seguridad. Junto con el capataz de la mina, Otto Högler, y su director técnico, Eberhard Mayerhoffer, Pöchmüller planeó bloquear la entrada de la mina con lo que se conoce como «cargas disuasorias», bombas pensadas para impedir la entrada a la mina a menos que se estuviera dispuesto a dañar irrevocablemente su contenido. Que el sellado de la mina sirviera para mantener alejados de ella a los Aliados, como Von Hummel esperaba, o para mantener alejado a Eigruber era lo que menos importaba a Pöchmüller, pues de hecho los dos eran motivos más que suficientes para bloquear la entrada a la mina.
Dado que habría resultado prácticamente imposible tender las cargas disuasorias en secreto, Pöchmüller logró convencer a Eigruber de que bastaba una serie de cargas más pequeñas colocadas estratégicamente para destruir la mina y hacer que ésta se derrumbara sobre las obras de arte que contenía. Eigruber aceptó que se instalaran esas otras cargas, pero esperaba que se distribuyeran en el interior de la mina, y no sólo en las entradas de los pozos. El capataz Högler calculó que se tardaría casi dos semanas en hacerlo. Era un tiempo excesivo, sobre todo si, como parecía, Eigruber estaba impaciente por destruir las obras de arte.
Gaiswinkler también se había enterado de la existencia de las cajas de «mármol». Él, lo mismo que Pöchmüller, necesitaba saber con cuánto tiempo contaba. ¿Era inminente la destrucción con la que amenazaban? ¿Hacía falta emprender una acción inmediata?
Dos valientes mineros se ofrecieron voluntarios para entrar en la mina de noche e inspeccionar secretamente el contenido de las cajas. La extracción de sal no se había interrumpido desde que Altaussee había empezado a usarse como depósito de obras de arte, por lo que las idas y venidas de los mineros cargados con equipos resultaban normales a los agentes de las SS. No está claro si fue Gaiswinkler o Pöchmüller quien ordenó a los mineros que entraran furtivamente, aprovechándose de la oscuridad nocturna. Posteriormente, ambos se atribuirían la decisión. Es más que probable que uno de los mineros fuera Alois Raudaschl, el jefe de los trabajadores que cooperaban con la Resistencia. Sus antepasados llevaban siglos trabajando en la mina, y ellos conocían sus cuevas y pasadizos con los ojos cerrados. Recorriendo túneles secretos lograron evitar que los guardias de las SS los descubrieran. En el mayor de los silencios, abrieron una de las cajas que supuestamente contenían piezas de mármol.
Pero estaba llena de paja.
¿Estaría, de todos modos, el mármol oculto bajo una primera capa? Apartaron la paja y encontraron una bomba alojada en el interior. Con todo, los detonadores no estaban fijados a ella, ni parecían encontrarse en ninguna parte.
Gaiswinkler y Pöchmüller sabían al fin lo de las bombas, pero la Resistencia carecía de los efectivos necesarios para atacar la mina, y ninguno sabía a ciencia cierta si las bombas estallarían o no en el caso de que la mina resultara atacada. Gainswinkler estableció contacto con Michel para advertirle de la amenaza, mientras Pöchmüller ordenaba al capataz Högler que sacara las bombas de las cajas, pero que dejara éstas donde se encontraban, para no levantar sospechas.
La noche siguiente, Michel, los dos mineros y un asistente accedieron a la mina por los pasadizos de la montaña, evitando así a los guardias apostados junto a la entrada. Una vez en el interior, trasladaron las obras de arte más valiosas a una ubicación distinta: la capilla de Santa Bárbara. La capilla, excavada en la piedra, contaba con bancos de madera, una pila de agua bendita, cirios, e incluso su propio retablo policromado. Se trataba del lugar más resistente de la mina, el que con mayor probabilidad resistiría la explosión de las bombas que aguardaban en las cámaras de almacenaje cercanas.
El primer objeto que trasladaron a la capilla subterránea fue
El retablo de Gante
, que hasta entonces había permanecido en una sala conocida como Mineral Kabinett.
El 28 de abril, Pöchmüller envió el siguiente mensaje al capataz Högler: «Por la presente se le ordena retirar las ocho cajas de mármol recientemente almacenadas en la mina en acuerdo con el
Bergungsbeauftragter
Dr. Seiber, y depositarlas en un cobertizo que le parezca adecuado como depósito de almacenamiento temporal. También se le ordena que prepare el bloqueo disuasorio lo antes posible. El momento en que se supone que dicho bloqueo ha de entrar en efecto sólo le podrá ser comunicado por mí personalmente». Pöchmüller ponía en peligro su vida con el envío de ese mensaje. Aunque llegó a Högler sin incidencias, el 30 de abril Glinz, el asistente de Eigruber e inspector de distrito, oyó una conversación en la que el capataz comentaba con uno de los mineros cuál debía ser la disposición de los camiones encargados de sacar las cajas con las bombas. Aunque Glinz desconocía la implicación de Pöchmüller, y no sabía nada del bloqueo disuasorio, el plan para retirar los explosivos de la mina quedó abortado. A partir de ese día pasarían a ser seis los guardias apostados junto a la entrada las veinticuatro horas del día.
Para entonces Gaiswinkler había recibido la noticia de que el Tercer Ejército de Estados Unidos se aproximaba. Pero no sabía cuándo llegaría, ni si sería ya demasiado tarde. No está claro si Gaiswinkler y Pöchmüller trabajaban juntos para alcanzar su meta común de preservar el contenido de la mina. Cuando, terminada la guerra, cada uno de los dos escribió sobre su misión, la labor del otro quedaba excluida del relato, algo significativo que revelaba que ambos pretendían atribuirse una porción mayor de heroísmo. Así pues, no queda claro si Gaiswinkler estaba al corriente de las acciones de Pöchmüller en la mina, aunque parece probable que así hubiera sido, pues los dos colaboraban con los mineros de la Resistencia. En cualquier caso, fuera cual fuese su grado de cooperación, a Gaiswinkler le pareció que el tiempo se agotaba, y decidió pasar a la acción en la medida de sus posibilidades.
Empezó por lanzar un farol táctico. Su equipo se apoderó del principal transmisor de radio de la región, el Viena II, que permanecía almacenado en Bad Aussee, para poder emitir la noticia falsa de que el Ejértito Partisano Yugoslavo se acercaba por las montañas del sur, desde Eslovenia. Para dar credibilidad a la noticia, los miembros de la Resistencia encendieron hogueras en las montañas, que proporcionaban la impresión de que en ellas se había instalado un gran campamento.
A continuación, la Resistencia se apoderó de dos blindados para el traslado de personal, así como de uniformes de las SS. Disfrazados con ellos, lograron llevar a cabo con éxito una arriesgada operación durante la que secuestraron a tres importantes líderes nazis: los jefes de la unidad regional de la Gestapo y Franz Blaha, representante de Eigruber que había recibido el encargo de destruir la mina de sal.
Blaha confirmó a los miembros de la Resistencia que August Eigruber estaba decidido a hacer volar la mina. Para entonces todas las líneas de comunicación nazis habían sido cortadas por los Aliados, por lo que cada oficial alemán que permanecía en su puesto actuaba por iniciativa propia. No se podía establecer contacto con Von Hummel ni con Martin Bormann para que confirmaran sus órdenes y salvar, así, el contenido de la mina. La unidad de las SS de Eigruber seguía siendo lo bastante fuerte como para lanzar un ataque directo.
Había que hacer algo más.
En una maniobra de extraordinaria valentía, el líder de los mineros, Alois Raudaschl, se ofreció voluntario para ponerse en contacto con el oficial nazi más poderoso de la zona, y uno de los más poderosos de todos: el jefe de las SS Ernst Kaltenbrunner, número dos de Himmler, que se encontraba atrincherado en la cercana Villa Castiglione. Austríaco de nacimiento y abogado por formación, Kaltenbrunner poseía el rostro arquetípico del malo de Hollywood, atractivo y siniestro: cicatrices y marcas causadas por el acné juvenil, ojos algo separados, muy brillantes, pelo rubio y labio inferior prominente. Ostentaba una gran cantidad de cargos: jefe de la Oficina Central de Seguridad del Reich (
Reichssicherheitshauptamt
), jefe de la Gestapo y
Obergruppenführer
de las SS; se contaba, en efecto, entre los líderes de élite de unidad. Durante un año, a partir de 1943, llegó incluso a ocupar el puesto de presidente de la Comisión Internacional de la Policía Criminal (ICPC), organización que se convertiría en la Interpol. El poder de Kaltenbrunner fue incrementándose de manera constante a lo largo de la guerra, sobre todo tras el intento de asesinato que vivió Hitler el 20 de julio de 1944. A partir de ese momento el Führer encargó a Kaltenbrunner la misión de destapar la conspiración, y éste tuvo acceso directo a Hitler. Alcanzó la cúspide del poder el 18 de abril de 1945, fecha en que Himmler lo nombró comandante en jefe de las fuerzas armadas que quedaban en el sur de Europa, a pesar de que, para entonces, el fin ya asomaba en el horizonte. Muchos han considerado ese ascenso a un alto cargo en una fecha tan tardía como el equivalente a empujar a Kaltenbrunner ante el paso de un tren, pero la buena fe de éste era inquebrantable. Si alguien podía rectificar a Eigruber, era él.
Alois Raudaschl y Kaltenbrunner tenían un amigo común que vivía cerca de Villa Castiglione. A las dos de la tarde del 3 de mayo de 1945, Raudaschl se reunió con Kaltenbrunner en el domicilio de ese amigo. Le habló del comportamiento de Eigruber, de las bombas ocultas en las cajas de mármol y del desacato manifiesto a las órdenes de Hummel. Movido por su sentido del patriotismo, así como por su deseo de preservar unos iconos culturales irreemplazables almacenados en el interior de la mina, Kaltenbrunner le autorizó a retirar las bombas a pesar de la insistencia de Eigruber. Así pues, los mineros volverían a intentarlo, esta vez con el beneplácito de Kaltenbrunner.
Según otros relatos fue Gaiswinkler, y no Raudaschl, el que se reunió con aquél y lo convenció para que interviniera y salvara las obras de arte. Por su parte, Michel también aseguraría más tarde que la retirada de las bombas se produjo por iniciativa suya.
Los mineros pasaron cuatro horas retirando las bombas y las cajas que las contenían. A medianoche, cuando la operación estaba casi concluida, otro de los esbirros de Eigruber, el sargento de tanque Haider, llegó a la mina. Al ver lo que sucedía, amenazó con que, si se retiraban las bombas, Eigruber se trasladaría «personalmente a Altaussee y los ahorcaría a todos él mismo».
Temiendo las repercusiones, Raudaschl se puso en contacto con Kaltenbrunner, que telefoneó personalmente a Eigruber a las 13.30 del 4 de mayo, horas después de la amenaza del sargento Haider, y le ordenó que permitiera la retirada de las bombas. Eigruber cedió y aseguró que no habría represalias. Ordenó a los guardias de las SS que permitieran el acceso de los mineros a la mina, y Haider no pudo hacer otra cosa que quedarse a observar.
Pero Eigruber tenía otros planes. No estaba dispuesto a consentir que lo ningunearan de ese modo, y menos entonces, cuando su deber era precisamente hacer cumplir la orden final de su Führer, pues Hitler se había quitado la vida hacía apenas unos días. Sus verdaderas intenciones pasaban por enviar a un destacamento de soldados a la mina para que destruyeran las obras de arte de su interior, a mano, con lanzallamas si era necesario. La destrucción de los tesoros artísticos del mundo sería su legado final.
El Tercer Ejército americano ya había dejado atrás Salzburgo y se dirigía a buen ritmo a Altausse. Los soldados de las SS que habían custodiado la entrada de la mina abandonaron sus puestos anticipándose a la llegada inminente del enemigo.