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Authors: Noah Charney

Tags: #Intriga, #Histórico, #Ensayo

Los ladrones del cordero mistico (41 page)

BOOK: Los ladrones del cordero mistico
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Éste ya llevaba meses de actividad en la MFAA, e instruyó a Kirstein en una base del ejército situada en Metz, Alemania. Juntos formaban sin duda una extraña pareja. Posey, el granjero de Alabama, era un soldado auténtico y un buen arquitecto, pero no hablaba idiomas ni sabía mucho de bellas artes. Kirstein, por su parte, era un artista judío, erudito e intelectual, famoso en Nueva York, que hablaba el francés con fluidez y se defendía en alemán.

Posey formó a Kirstein en el papel que le correspondía como hombre de Monumentos. En aquella etapa, recabar información era clave, así como localizar obras de arte locales y apuntalar edificios y monumentos dañados en el fragor de la batalla. Todavía desconocían el alcance del plan de saqueo de obras de arte de los nazis, y dedicaban el tiempo a entrevistarse con los lugareños, intentando arrancarles información sobre posibles escondrijos de piezas desaparecidas, y asegurándose de que las que se mantenían en sus ubicaciones permanecieran en ellas. También redactaban informes sobre sus avances, o sobre su falta de avance. En sus listas,
La Adoración del Cordero Místico
figuraba como una de las obras más importantes que debían buscar y proteger.

Cuando el Tercer Ejército entró en Francia les llegaron los primeros rumores sobre el expolio a gran escala que los nazis habían perpetrado con obras de arte y antigüedades, gracias en gran parte al esfuerzo personal de la espía Rose Valland. Con anterioridad a ese momento, los Aliados ignoraban que Hitler pretendiera construir un supermuseo, y también que los nazis se dedicaran a apoderarse de todas las obras de arte que hallaban a su paso. Aquellos rumores eran, sin duda, muy preocupantes.

Posey y Kirstein recabaron informaciones fragmentarias y desesperantes por lo contradictorias en relación con
El retablo de Gante
. Solía figurar en todos los comentarios y los rumores, tal vez infundados, sí, pero igualmente inquietantes. Su mejor fuente de información, en un primer momento, se la proporcionó el doctor Edward Ewing, un archivero al que entrevistaron en Metz. Él les reveló que la división de propaganda nazi de Goebbels llevaba tiempo asegurando que los Aliados pretendían robar las obras de arte de Europa y que, por tanto, los nazis debían confiscar todo lo que pudieran para impedir que los Aliados se lo llevaran. Un engaño similar se había producido en 1941 cuando los propagandistas italianos publicaron un panfleto incitando el sentimiento antibritánico. Se titulaba: «Lo que los ingleses han hecho en Cirenaica», y mostraba fotografías de antigüedades saqueadas, estatuas rotas y muros cubiertos de pintadas en una ciudad grecorromana de la actual Libia. De lo que nadie se percataba era de que el daño que supuestamente habían causado los ingleses había tenido lugar hacía siglos; el lugar en su totalidad era una ruina. Y lo que quedaba había sido saqueado por los propios italianos, que eran los que habían añadido aquellos grafitis. En efecto, se trataba de un montaje para hacer aparecer a los Aliados como vándalos y ladrones.

Posey y Kirstein le preguntaron por las principales obras de arte que, según les constaba, habían desaparecido, y se centraron sobre todo en
El retablo de Gante
. Ewing había oído rumores que apuntaban a que la obra se encontraba en Alemania, en un búnker de la fortaleza de Ehrenbreitstein, cercana a Coblenza, a orillas del Rin. Otro rumor sugería que Göring se lo había llevado a Carinhall. O se encontraba en Berghof, la villa que Hitler poseía en los Alpes austríacos; o en el castillo bávaro de Neuschwanstein. ¿Se ocultaría acaso en alguna cámara acorazada del Reichsbank de Berlín? ¿En una oficina de Buchner en Múnich? ¿En Suecia? ¿En Suiza? ¿En España? ¿O tal vez, como sugerían algunas fuentes, lo habían escondido en una mina de sal de Austria? ¿Cuál de todos los rumores era cierto, si es que lo era alguno?

El 29 de marzo de 1945 el Tercer Ejército se encontraba acampado en Tréveris, una antigua ciudad alemana llena de antigüedades romanas, y lugar de nacimiento de Karl Marx. Tréveris había sido arrasada en gran parte por los bombardeos aliados. Sobre aquella ciudad otrora gloriosa, Kirstein escribió:

La desolación ha quedado congelada, como si el momento de combustión se hubiera detenido súbitamente y el aire hubiera perdido su capacidad de mantener unidos los átomos y varios centros de gravedad hubieran luchado a muerte por apoderarse de la materia, y la materia hubiera perdido. Por alguna causa desconocida, un puente quedó en pie, intacto […] La ciudad estaba prácticamente vacía. De 90.000 [habitantes], sólo quedaban 2.000, que vivían en una red de bodegas de vino. Se los veía energéticos, mujeres con pantalones, hombres con uniformes de trabajo normales. La convención es no fijarse en ellos. De algunas de las casas cuelgan sábanas blancas, o fundas de almohadas. Apenas queda nada. Fragmentos de fuentes del siglo XV, pedestales barrocos, torreones góticos, todo mezclado, en gran desorden, combinándose con cortadores de carne nuevos, botellas de champán, carteles de viajes, fl ores rojas y amarillas, y un día precioso, gas y descomposición, señales esmaltadas y candelabros con baño de plata, y escombros, escombros espantosos, retorcidos, de una tonalidad apagada. Sin duda Saint-Lô [una ciudad francesa también arrasada por los bombardeos] fue peor, pero no albergaba nada de importancia. Aquí todo era del primer período cristiano, o romano, o románico, o de un barroco magnífico.

En un intento de infundir a sus compañeros soldados un nivel mínimo de respeto por lo que los rodeaba, Posey y Kirstein habían desarrollado el hábito de redactar una breve historia de las ciudades que el Tercer Ejército ocupaba. Su esperanza era educar a las tropas y minimizar, así, los saqueos y los daños. Aquella estrategia se había revelado útil en las ciudades francesas de Nancy y Metz, por lo que, una vez que los trabajos más urgentes se hubieron completado, los hombres de Monumentos se dispusieron a elaborar una introducción sobre Tréveris.

El capitán Posey llevaba meses con dolor en una muela del juicio, que finalmente se le hizo insoportable. Los dentistas del ejército estaban instalados a unos ciento cincuenta kilómetros de donde se encontraba, de modo que Kirstein se adentró en la localidad en busca de algún odontólogo. Se tropezó con un adolescente que le pareció amable y dispuesto a relacionarse con un soldado americano. Kirstein apenas hablaba alemán, y el muchacho no sabía inglés, pero a aquél le pareció que tal vez el joven se avendría a ayudarlo. Le ofreció un chicle Pep-o-Mint, y así estableció un vínculo con él. A continuación, mediante señas, le indicó un dolor de muelas, hinchando el carrillo y torciendo el gesto de dolor. El adolescente pareció comprenderlo, y condujo a Kirstein, de la mano, por toda la ciudad, hasta que le señaló el cartel de la consulta de un dentista local.

Kirstein volvió a por Posey y lo llevó hasta allí. Para su sorpresa, el dentista hablaba algo de inglés. Mientras trabajaba en la boca abierta de Posey, empezó a conversar con Kirstein, que permanecía sentado a su lado.

¿Cuál era su misión en el ejército americano?

Le explicaron que estaban allí para proteger obras de arte y monumentos.

El dentista alzó la vista de pronto y les explicó que su yerno, en tanto que ex comandante del ejército alemán, se había dedicado a lo mismo. ¿Les gustaría conocerlo? Vivía en un pueblo cercano.

Posey y Kirstein aceptaron de inmediato. Tal vez contara con información que les ayudara a clarificar los rumores contradictorios sobre el paradero de las obras de arte robadas por los nazis. En realidad, los hombres de Monumentos dependían de aquel método detectivesco basado en las casualidades. El dentista se montó en su jeep y los condujo a las afueras de Tréveris, al campo.

Pero había algo que no terminaba de encajarles. El dentista no dejaba de pedirles que se detuvieran con excusas sospechosas. ¿Podían parar en esa granja para que él pudiera comprar unas verduras? ¿Podían esperar un momento junto a esa casa, donde vendían vino, pues quería llevar un par de botellas a su yerno y a su hija? ¿Podían detenerse una vez más en aquella taberna de ahí, porque tenían que contarle una cosa? La ciudad se convertía en pueblo, y el pueblo en campo abierto, y gradualmente las muestras de bienvenida a los aliados iban menguando. En Tréveris todas las casas mostraban banderas blancas, que simbolizaban que sus habitantes acogían de buen grado al ejército aliado. Pero fuera donde fuese que el dentista los conducía, las banderas brillaban por su ausencia. Posey y Kirstein empezaron a sospechar que les estaban preparando una emboscada.

Entonces su acompañante les señaló una casa de campo en lo alto de una colina, a cierta distancia de la aldea más cercana. Desconfiados, Kirstein y Posey le ordenaron que fuera él el primero en acercarse a la desvencijada granja. Oyeron un intercambio alegre de saludos y el canturreo de un bebé, y concluyeron que el lugar debía de ser seguro.

Una vez en el interior de la casita oscura, el dentista les presentó a su yerno, Hermann Bunjes; a su esposa, Hildegard; a su madre; a su hija Eva; y al hijo recién nacido de Hermann y Eva: Dietrich. La casa era un extraordinario oasis de calma comparado con el caos del final de la guerra que hacía que, a escasos kilómetros de allí, el ejército alemán estuviera desintegrándose. Kirstein describió la residencia campestre como dotada de un «ambiente agradable propio de la vida de un académico cultivado, muy alejado de la guerra». Kirstein y Posey se fijaron en las paredes, que estaban cubiertas de grabados de obras de arte y arquitectura francesas: Notre Dame de París, Cluny, la Sainte Chapelle, Chartres… lugares que los soldados norteamericanos habían visto por primera en su vida durante la guerra, sirviendo en el ejército. Chartres había fascinado a Posey, que había cantado sus excelencias en una de las muchas cartas que enviaba a su esposa. En el petate llevaba algunas postales de recuerdo de muchos de los monumentos franceses que había visto, y que pensaba regalar a su hijo Woogie cuando regresara.

Hermann Bunjes hablaba con ellos en francés, y Kirstein se lo traducía a Posey. Les explicó que era un ex oficial de las SS, que el conde Wolff-Metternich lo había eximido del servicio tras ejercer de asesor de arte tanto para Rosenberg como para el mismísimo Göring. En el informe aliado redactado tras la guerra sobre la actividad de la ERR se declara que, si bien Bunjes nunca fue miembro de la ERR, estuvo presente en París como director del Instituto Histórico del Arte Alemán, y que actuó inicialmente como asesor de Göring como agregado de la ERR. Se trataba de un especialista en escultura gótica francesa. Bunjes había estudiado en la Universidad de Bonn antes de ampliar estudios de posgrado en Harvard. Había iniciado la redacción de su libro sobre Cluny en París, en colaboración con el famoso profesor de Harvard Arthur Kingsley Porter. Su gran pasión era un ensayo que llevaba años escribiendo sobre la escultura del siglo XII en Île-de-France, la zona en torno a París.

Kirstein describió así sus sensaciones al conocer a Bunjes:

Fue un modo raro y de algún modo simbólico de entrar en contacto con la cultura alemana contemporánea. Allí, en la fría primavera, muy por encima del aniquilamiento de las ciudades, trabajaba un erudito alemán enamorado de Francia, locamente enamorado, con aquel fatalismo desesperado e impotente que describe Rilke, el poeta alemán. ¿Cuándo y cómo creía que regresaría? Con todo, su único deseo era terminar su libro […] Costaba creer que ese hombre hubiera sido, durante seis años, confidente de Göring, el más íntimo de los que formaban la guardia pretoriana de Hitler, y que hubiera pertenecido a las SS.

Bunjes poseía información, mucha información. Pero pretendía poner precio a lo que sabía. Quería que le prometieran protección para él y su familia. ¿De quién?, preguntaron Posey y Kirstein. En tanto que ex oficial de las SS, Bunjes pertenecía a la élite de Hitler, adiestrada para matar.

Bunjes necesitaba protegerse de otros alemanes. Las SS eran tan odiadas y temidas por sus paisanos que el mayor peligro que corría era ser víctima de quienes, en su propio país, se tomaban la justicia por su mano. Pero Kirstein y Posey no estaban en disposición de garantizarle protección ni salvoconductos para su familia. A pesar de ello, Bunjes aceptó hablar. A pesar de haber sido un entusiasta de la causa en otro tiempo, estaba hastiado del nazismo, o eso aseguraba. Sin duda, había sido cómplice en el expolio de obras de arte, y se había arrimado a Göring. ¿De veras se arrepentía de lo que había hecho, o simplemente se alineaba con las potencias que ya llamaban a su puerta?

A medida que Bunjes hablaba, salía a la luz información nueva y muy reveladora. Según decía, conservaba registros de las piezas robadas en Francia por los nazis. Al parecer, había actuado como una especie de agente artístico, tratando con la ERR en representación de Göring. En marzo de 1941 Bunjes se había desplazado hasta Berlín con un gran cartapacio que contenía fotografías del material de la ERR, que presentó a Göring para que éste diera su aprobación. También se reunió con Alfred Rosenberg para abordar la cuestión de la disponibilidad de las piezas robadas para la colección privada de Göring. Bunjes conocía el contenido de aquel cartapacio, y sabía más cosas. Sabía dónde estaban siendo almacenadas las obras de arte reproducidas en su interior.

Kirstein escribió sobre el encuentro: «A medida que hablábamos en francés iba apareciendo información, una información increíble, respuestas detalladas a preguntas que llevábamos nueve meses formulando infructuosamente, y que quedaron resueltas en apenas diez minutos». Por primera vez, Bunjes reveló a los hombres de Monumentos la verdadera dimensión de lo que les aguardaba, de los planes de Hitler, del destino de miles de las obras de arte más importantes y bellas del mundo.

Posteriormente, Bunjes escribiría sobre sus experiencias como oficial y sus encuentros con Göring:

Se me ordenó que informara al
Reichsmarschall
[Göring] por primera vez el 4 de febrero de 1941 a las 18.30 en el Quai d’Orsay, en París.
Herr Feldführer
Von Behr, de la Einsatzstab Rosenberg [a cargo de las operaciones de la ERR en Francia] también estuvo presente. [Göring] deseaba conocer detalles sobre la situación del momento sobre la confiscación de las obras de arte de los judíos en los territorios ocupados. Él aprovechó la ocasión para entregar a Herr Von Behr fotografías de los objetos que el Führer deseaba adquirir para sí mismo, así como de aquellos que [Göring] pretendía conseguir.

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