Read Los ladrones del cordero mistico Online
Authors: Noah Charney
Tags: #Intriga, #Histórico, #Ensayo
Hitler ya contaba con experiencia como censor. En los inicios de su mandato como Führer había ordenado el cierre del ala moderna del que había sido museo del príncipe de la Corona, la Galería Nacional de Berlín, la misma en la que se habían exhibido los seis paneles de
El retablo de Gante
hasta la firma del Tratado de Versalles. Se refería a ella, por las obras de Kandinsky, Schiele, Malevich y Nolde que contenía, como a la «Cámara de los Horrores». Fue el Ministerio de Educación el que la cerró oficialmente el 30 de octubre de 1936, apenas unos meses después de la partida de los visitantes extranjeros que habían acudido a Berlín con motivo de la celebración de los Juegos Olímpicos. El momento de la clausura indica que los nazis eran conscientes de que sus opiniones sobre el arte no serían bien recibidas en gran parte del mundo.
Aquello fue una señal de los tiempos que corrían. Dos meses antes, el director del Museo Folkwang, de Essen, se había deshecho de un cuadro de Kandinsky, vendiéndoselo a un marchante por 9.000 marcos, en el transcurso de un acto público de lo que se denominó «purificación». Según reiteraba, esa clase de arte degenerado infectaba a todo el que lo contemplaba, por lo que debía ser perseguido y apartado no sólo de los museos, sino también de las colecciones privadas. Para establecer un punto de contraste edificante, la Casa del Arte Alemán (Haus der Deutschen Kunst), se inauguró en marzo de 1937. Se trataba de una exposición anual de obras de arte aprobadas por el Reich que marcaba un ejemplo de elevación moral de lo que debía ser el arte del Imperio. Se alojó en el primer edificio erigido como monumento de la propaganda alemana, que se construyó entre 1934 y 1937, en una relectura del estilo neoclásico que acabaría encarnando la arquitectura fascista.
Aunque los nazis expresaban públicamente su desprecio por lo que denominaban «arte degenerado», eran sin duda conscientes de su valor monetario. Unos iconoclastas auténticos habrían deseado ver esas obras destruidas, pero los nazis no vacilaron en aprovecharse de aquello que denunciaban, y vendían el arte confiscado a marchantes y coleccionistas que sí lo apreciaban y que seguirían considerándolo objeto de veneración y belleza.
El 30 de junio de 1937 Hitler autorizó a Adolf Ziegler, pintor y presidente del Departamento del Reich para las Artes Plásticas, a requisar, con motivo de una exposición, ejemplos de arte alemán degenerado que se hallaran en posesión de las instancias imperiales, provinciales o municipales de Alemania. Ziegler era uno de los asesores artísticos del Führer, y amigo personal desde hacía mucho tiempo. (Hitler le había encargado que pintara un retrato de homenaje a su sobrina, que se había suicidado recientemente.) Éste coleccionaba algunas de las pinturas de Ziegler, que exhibía en su residencia de Múnich. Lo irónico del caso es que Ziegler había iniciado su carrera como pintor de tendencias modernas, tendencias que posteriormente contribuiría a condenar.
Cuando llevaba apenas veinte días en su nuevo cargo, Ziegler inauguró la que tituló como Exposición del Arte Depravado, que primero pudo verse en Múnich, y posteriormente en Berlín, Leipzig y Düsseldorf. La muestra era el resultado de la confiscación rápida y sistemática de lo mejor del arte moderno existente en las colecciones alemanas. Los mejor representados (o tal vez habría que decir los peor representados) eran los autores abstractos y minimalistas, así como los de origen no teutónico. El que tenía un mayor número de obras expuestas era Emil Nolde, que contaba con veinte. Entre las piezas de otros artistas famosos puestos en la picota se encontraban nueve cuadros de Kokoschka, seis de Otto Dix, y pinturas de Chagall, Kandinsky y Mondrian.
La exposición se había estructurado y realizado intencionadamente para que las obras expuestas no lucieran. Las 730 piezas se presentaban muy juntas, apretujadas en galerías estrechas y escasamente iluminadas. La luz que podría haber penetrado a través de las ventanas se cubría con pantallas que, a su vez, se agujeraban para que a través de ellas se colaran rayos cegadores de sol. Las esculturas se dispusieron frente a las obras pictóricas. Junto a ciertos lienzos se instalaron placas con comentarios denigratorios. En una pared donde se exhibían las obras de artistas alemanes contemporáneos podía leerse la siguiente inscripción: «Hasta hoy, éstos eran los instructores de la juventud alemana». La muestra, itinerante, realizó escalas en las ciudades artísticamente más ricas del país, como si se tratara de acusadores que arrastraran a brujas de un lado a otro para que el pueblo pudiera verlas antes de enviarlas a la hoguera.
Tras la exposición, Hitler organizó un saqueo masivo a su propio pueblo, disfrazado bajo la apariencia de una «purificación». Por toda Alemania, todas las obras de arte que el comité de Ziegler consideraba depravadas, sin más criterio que ése, eran confiscadas sin que mediara compensación económica y sin diferenciar si ésta se hallaba en un museo, una galería de arte, un domicilio particular o una iglesia.
Al parecer, esos saqueos ocurrieron antes de que ni el propio Hitler desarrollara una idea clara de qué arte le gustaba y admiraba. Artistas que no tardarían en convertirse en favoritos suyos y de otros líderes nazis, como Rembrandt y Grünewald, cuyas obras representaban algunas de las cimas más altas del arte teutónico, fueron incluidas en aquella primera caza de brujas artística. En total, 12.000 dibujos y 5.000 pinturas y esculturas se requisaron de 101 colecciones públicas, y eso sin contar las incalculables confiscaciones a particulares. Entre ellos se encontraban trabajos de Cézanne, Van Gogh, Munch, Signac, Gaugin, Braque y Picasso. Tal vez el más conocido de todos ellos era el
Retrato del doctor Gachet
, de Vincent van Gogh.
Hitler inspeccionó las obras requisadas en un almacén de Berlín. En un catálogo de seis volúmenes se enumera su contenido:
—1.290 pinturas al óleo.
—160 esculturas.
—7.350 acuarelas, dibujos y grabados.
—3.300 trabajos de otra clase sobre papel, almacenados en 230 cartapacios.
La suma total era de 12.890 artículos que los nazis arrebataron a sus compatriotas alemanes. Tras su inspección, Hitler declaró que bajo ningún concepto serían devueltos a sus propietarios, ni se pagaría indemnización alguna por ellos. Previendo una actuación similar, se elaboró una lista con el contenido de las colecciones tanto públicas como privadas en Viena, la ciudad que Hitler esperaba con impaciencia poder desbancar como centro cultural.
¿Y qué era lo que había que hacer con todo ese arte degenerado? La Berlin Amt Bildende Kunst (Oficina para las Artes Pictóricas) era una subdivisión del Amt für Weltanschauliche Schulung und Erziehung (Oficina para la Educación Política Mundial y el Adoctrinamiento). Ello implicaba que cualquier operación nazi relacionada con el arte pictórico, incluida la confiscación, era ejecutada por —y debía responder a— la oficina de propaganda y adoctrinamiento, lo que ayuda a comprender cómo la censura nacionalsocialista al «arte degenerado» se transformó en saqueo artístico.
Siguiendo las instrucciones de Joseph Goebbels y el Comité de Propaganda del Reich, en mayo de 1938 se formó un grupo encargado de determinar la mejor manera de deshacerse de las obras de arte confiscadas. Ese mes resultó importante para la formación de los planes de Hitler en relación con cómo abordar el arte en el Tercer Reich. En abril de ese mismo año, ya había empezado a pergeñar la idea de convertir Linz en centro cultural del Imperio. Y posteriormente, en mayo, visitó a Mussolini en Roma y quedó empequeñecido ante la majestad y la historia palpable de la ciudad, que, según él, hacía que Berlín pareciera un castillo de arena. Desde ese momento aspiró a crear una réplica del Imperio romano, no sólo geográficamente, sino también a través de unos monumentos que proclamaran la vocación de permanencia de su gobierno. El arte y la arquitectura eran los legados de las grandes civilizaciones. La Antigua Roma había saqueado los territorios que había conquistado. Los obeliscos de la Piazza del Popolo y la de San Pedro del Vaticano habían sido tomados como trofeos de guerra tras la caída de Egipto. Hitler seguiría los pasos de Roma, y llegaría a diseñar su propio mausoleo, que sería la pieza central del diseño urbano de Linz, y que se inspiraría en el mausoleo dedicado a Adriano que existía en el Castel Sant’Angelo.
Durante una visita a Florencia, ese mayo, el Führer se enamoró del Ponte Vecchio. Y después, para enojo de Mussolini, que no era en absoluto amante del arte, dedicó tres horas a recorrer la Galería Uffizi, maravillándose ante aquella casa de los tesoros maravillosos y tal vez elaborando una lista mental de lo que se llevaría de allí cuando llegara el momento.
De regreso en Berlín, el Comité de Propaganda del Reich se reunió por primera vez. Estaba formado, entre otros, por Ziegler y algunos marchantes de arte con contactos en el extranjero. A los miembros del grupo de trabajo se los autorizó a que escogieran las obras almacenadas que quisieran y las vendieran en otros países para obtener divisas, con la condición de que quedara claro que las obras no tuvieran ningún valor para Alemania.
El principal marchante dedicado a la venta de obras de arte requisadas por los nazis fue la Galerie Fischer de Lucerna, Suiza, que aún hoy sigue siendo una casa de subastas en funcionamiento. La galería organizó una subasta internacional, asegurando que los beneficios servirían para adquirir nuevas obras de arte para los museos de los que provenía el contenido de las piezas subastadas. En realidad, aquellos beneficios se usaron para fabricar armamento nazi.
Las obras que no se habían vendido cuando llegó el 20 de marzo de 1939, fecha en la que, repentinamente, se ordenó que el almacén se convirtiera en depósito de cereales, fueron quemadas en el patio de un parque de bomberos próximo. A la pira fueron a parar 1.004 pinturas al óleo y esculturas, y 3.825 obras sobre papel. Pero antes de que se realizaran las ventas y las quemas, algunas de las mejores obras confiscadas fueron «retiradas» por algunos líderes nazis y pasaron a engrosar sus colecciones privadas.
Hitler no era el único dirigente nazi que coleccionaba con pasión obras de arte obtenidas de saqueos de guerra. El coleccionista privado más sobresaliente fue Hermann Göring, mariscal de la Luftwaffe del Reich. Durante la Segunda Guerra Mundial, Göring reunió una inmensa colección de una calidad extraordinaria en Carinhall, su finca situada a las afueras de Berlín. Aquel sofisticado pabellón de caza había sido construido en recuerdo de su primera esposa, una sueca llamada Karin, que había fallecido en 1931. Allí viviría tras sus segundas nupcias con Emma Sonneman, cuyo nombre puso a su segunda residencia, Emmyhall. Pero fue a la primera a la que, póstumamente, empezó a idolatrar, y creó una completa colección de obras de arte concebida como santuario votivo para ella. Carecía por completo de escrúpulos sobre el medio de adquirir las piezas. Cuando empezó la guerra, Göring pronunció una frase infame: «Antes lo llamaban saqueo. Pero hoy las cosas han llegado a ser más humanas. Con todo, yo pienso saquear, y hacerlo a conciencia».
Los gustos de Göring eran reflejo de los de Hitler. Al término de la guerra poseía sesenta cuadros robados del maestro alemán del siglo XVI Lucas Cranach el Viejo, cuya vida y obras se consideraban ejemplo del mejor arte teutónico. Su preferencia por el arte y los artistas germánicos era tal que en una ocasión entregó ciento cincuenta pinturas auténticas de autores impresionistas y postimpresionistas franceses a cambio de un solo Vermeer, el
Cristo con la mujer adúltera
, que resultó ser una copia de apenas dos años de antigüedad creada por Han van Meegeren, maestro de las falsificaciones.
Sobre el papel, la política nazi durante la Segunda Guerra Mundial acataba las directrices sobre protección de obras artísticas establecidas en la Gran Guerra: dado que el gran arte era eterno, debía elevarse por encima de las contiendas bélicas y ser preservado como gran logro de la civilización humana. Pero, una vez más, aunque aquellas palabras sonaban muy bien, en el fragor de la batalla las cosas se veían de otro modo.
El 26 de junio de 1939, Hitler promulgó la directriz oficial por la que pretendía obtener obras para su proyecto de museo de Linz. Pero, a la vez, le preocupaba la opinión internacional respecto de sus actuaciones, por lo que se mostró vacilante a la hora de iniciar los saqueos de inmediato, al menos los que tenían por objeto las obras más famosas. Y se tomó la molestia —sobre todo a través de Goebbels y el Ministerio de Propaganda— de aportar excusas legales para justificar el saqueo y la destrucción que planeaba, por más endebles que fueran. Éstas iban desde la captura legalizada de bienes que pertenecieran a los «enemigos del Reich» (judíos, católicos, masones, o cualquiera que tuviera algo que mereciera la pena robar), hasta la adquisición de obras de arte para negociar con ellas las condiciones de un futuro armisticio, recurso de inspiración napoleónica.
En 1940, algunas divisiones especiales de historiadores del arte y arqueólogos recibieron el encargo de realizar inventarios de las posesiones artísticas de todos los países europeos, teóricamente para protegerlos del robo y los posibles daños. La dirección de los mismos corrió a cargo del doctor Otto Kümmel, director de los Museos estatales de Berlín, y la suma de ellos acabó por conocerse como el Informe Kümmel. Pero el Estado, controlado por el Partido Nazi, tenía otros motivos. De hecho, el Informe Kümmel detallaba una lista de obras de arte que los nazis consideraban posesiones legítimas del Tercer Reich. El Estado planeaba en secreto usar esos inventarios a modo de listas de deseos, y se embarcaría en un programa de apropiaciones del que, en un primer momento, las divisiones especiales del ejército no tenían conocimiento. Éste obedecía las órdenes relativas a la confiscación de propiedades, pero en su mayor parte no participaba él mismo de aquellos saqueos. Una destacada excepción la constituía Göring, que robaba para ampliar sus colecciones privadas.
El Informe Kümmel incluía todas las obras completadas o encargadas en Alemania o por un alemán en cualquier momento de la historia, cualquier obra de «estilo alemán» (una descripción lo bastante amplia como para que cupiera en ella la pintura renacentista y romántica septentrional, así como cualquier otra cosa que fuera del gusto del Führer), y cualquier obra que, a partir de 1500, hubiera existido en Alemania y hubiera sido trasladada a otro país.
El retablo de Gante
encajaba en todas aquellas categorías, y la pérdida de los laterales en virtud del Tratado de Versalles era una herida abierta y sangrante para Hitler.