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Authors: Kate Atkinson

Tags: #Intriga

Me desperté temprano y saqué al perro

BOOK: Me desperté temprano y saqué al perro
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Tracy Waterhouse compra literalmente a una prostituta la custodia de su hija. El asesinato de la madre antes de que se lleve a cabo el intercambio pone de manifiesto una serie de relaciones tejidas alrededor del antiguo caso Braithwate (una horripilante masacre de prostitutas), cerrado tres décadas antes. El detective Jackson Brodie, que investiga los orígenes de la adopción de una cliente neozelandesa, se sumerge en una trama de extorsión y chantaje dictada por los intereses más turbios.

Kate Atkinson

Me desperté temprano y saqué al perro

ePUB v1.0

lamirona
28.03.13

Título original:
Started Early, Took My Dog

Kate Atkinson, 19 noviembre 2010.

Traducción: Patricia Antón de Vez

Editor original: lamirona (v1.0)

ePub base v2.1

Para mi padre

Todos los errores son míos, algunos deliberados. No me he ceñido necesariamente a la verdad.

Mi agradecimiento a:

Russell Equi, como de costumbre; Malcolm Graham, inspector jefe de la Policía de Lothian and Borders; Malcolm R. Dickson, inspector adjunto de la Policía de Escocia; David Mattock y Maureen Lenehan, por revisitar Leeds y los años setenta conmigo.

Me desperté temprano - y saqué al Perro -

Y fui a visitar el mar -

Las Sirenas del Fondo

Subieron para verme -

Y las Fragatas - en el piso de Arriba

Extendieron sus Manos de Cáñamo -

Suponiendo que yo era un ratón -

Varado - en la Arena -

Pero nadie pudo moverme de allí - hasta que la Marea

Cubrió mi sencillo Zapato -

Y llegó hasta mi Delantal - y hasta mi Cinturón -

Y hasta mi Corpiño - también -

Hizo como si fuese a devorarme -

Enteramente como el Rocío

Sobre una Mata de Dientes de León -

Y entonces - yo también - eché a andar -

Y Él - Él me siguió - de cerca -

Sentí Su Talón de Plata

Rozándome el Tobillo - y entonces mis Zapatos -

Rebosaron de Perlas -

Hasta que así nos encontramos en tierra firme con la Ciudad -

A Nadie Él parecía conocer -

Y con una reverencia - y una mirada intensa -

Que me dirigió - El Mar se retiró.

EMILY DICKINSON,
«Me levanté temprano y saqué al Perro»

Por falta de clavo, la herradura se perdió.

Por falta de herradura, el caballo se perdió.

Por falta de caballo, el jinete se perdió.

Por falta de jinete, la batalla se perdió.

Por falta de batalla, el reino se perdió.

Y todo por la falta de un simple clavo.

Canción tradicional inglesa

Solo estaba limpiando un poco por ahí.

PETER SUTCLIFFE,
el Destripador de Yorkshire

Tesoro

9 de abril de 1975

Leeds, «Ciudad-autopista de los setenta». Un eslogan lleno de orgullo. Sin asomo de ironía. En algunas calles todavía parpadea la luz de gas. Así es la vida en una ciudad del norte.

Los Bay City Rollers en el número uno. Bombas del IRA por toda la región. Margaret Thatcher es la nueva líder del Partido Conservador. A principios de mes, en Albuquerque, Bill Gates funda lo que se convertirá en Microsoft. A fin de mes, Saigón cae ante el ejército norvietnamita. El programa
The Black and White Minstrel Show
todavía se emite en la televisión y John Poulson sigue en la cárcel. «Bye Bye Baby, Baby Goodbye». En medio de todo aquello, la única preocupación de Tracy Waterhouse era el agujero en una puntera de las medias. Con cada paso que daba se hacía más grande y eran recién estrenadas.

Les habían dicho que era en el piso quince del edificio de apartamentos de Lovell Park y, cómo no, los ascensores no funcionaban. Los dos agentes de policía subían por las escaleras entre jadeos y resoplidos. Cuando ya se acercaban a la cima, tenían que descansar en cada rellano. La agente Tracy Waterhouse, una chica grandota y desgarbada recién salida del período de prueba, y el agente Ken Arkwright, un blanco corpulento de Yorkshire con un corazón que era pura grasa, estaban ascendiendo el Everest.

Ambos verían los inicios de la fiebre asesina del Destripador, pero Arkwright se jubilaría mucho antes de que llegara a su fin. Aún no habían capturado a Donald Neilson, la Pantera Negra de Bradford, y es probable que Harold Shipman hubiese empezado ya a matar a pacientes lo bastante desafortunados para caer en sus manos en el Pontefract General Infirmary. Así era West Yorkshire en 1975, un lugar lleno de asesinos en serie.

Tracy Waterhouse aún estaba un poco verde, aunque no lo habría admitido. Ken Arkwright había visto más que la mayoría de la gente, pero seguía siendo paternal y optimista, un buen poli para que una novata trabajara bajo su tutela. Había manzanas podridas en el cesto: la negra nube de la muerte de David Oluwale todavía proyectaba una larga sombra sobre West Riding, pero Arkwright no se encontraba debajo de ella. Podía mostrarse violento cuando era necesario, y a veces cuando no lo era, pero no discriminaba por motivos de raza a la hora de recompensar o castigar. Y las mujeres eran con frecuencia unas «frescas» y unas «guarras», pero había ayudado a unas cuantas chicas de la calle, dándoles dinero y cigarrillos, y quería a su mujer y a sus hijas.

Pese a los ruegos de sus profesores de que siguiera con los estudios e «hiciera algo con su vida», Tracy había abandonado la escuela a los quince años para hacer un curso de taquigrafía y mecanografía e ir derecha a las oficinas de la empresa textil Montague Burton, ansiosa por poner en marcha su vida adulta. «Eres una chica lista —le había dicho el tipo de personal ofreciéndole un cigarrillo—. Podrías llegar lejos. Nunca se sabe, algún día quizá llegas a ser secrepé del mandamás.» Tracy no sabía muy bien qué quería decir con «mandamás». Y tampoco lo tenía muy claro con «secrepé». El tipo se la había comido con los ojos.

A los dieciséis, nunca la había besado un chico, nunca había tomado vino, ni siquiera Blue Nun. Nunca había comido aguacate ni visto una berenjena, nunca había viajado en avión. En aquellos tiempos todo era distinto.

Se compró un abrigo de tweed en Etam y un paraguas nuevo. Lista para lo que fuera. O tan lista como llegaría a estarlo nunca. Dos años después estaba en la policía. Nada podría haberla preparado para eso. «Bye Bye, Baby.»

Le preocupaba no ser capaz de marcharse de casa. Se pasaba las veladas delante del televisor con su madre mientras el padre bebía, moderadamente, en el club de conservadores de la zona. Juntas, Tracy y su madre, Dorothy, veían
El show de Dick Emery
o
Steptoe e hijo
o a Mike Yarwood imitando a Steptoe y su hijo. O a Edward Heath, que sacudía los hombros al reírse. Debió de ser un día triste para Mike Yarwood cuando Margaret Thatcher se hizo con el poder. Un día triste para todo el mundo. Tracy nunca había entendido la atracción que ejercían los imitadores.

El estómago le rugió como un tren. Llevaba una semana con una dieta a base de requesón y pomelo. Se preguntó si era posible morir de inanición cuando se seguía teniendo sobrepeso.

—Por los clavos de Cristo —jadeó Arkwright, inclinándose para apoyar las manos en las rodillas, cuando por fin llegaron al piso quince—. Antes era ala de rugby, lo creas o no.

—Ah, bueno, ahora no eres más que un tipo gordo y viejo —respondió Tracy—. ¿Qué número es?

—El veinticinco. Al fondo.

Un vecino había hecho una llamada anónima para denunciar el mal olor («una peste tremenda») procedente de ese apartamento.

—Ratas muertas, probablemente —dijo Arkwright—. O un gato. ¿Te acuerdas de los dos perros de aquella casa de Chapeltown? Oh, no, eso fue antes de que tú llegaras, nena.

—He oído hablar de eso. Un tipo se largó y los dejó sin comida. Acabaron comiéndose mutuamente.

—No se comieron mutuamente —corrigió Arkwright—. Uno de ellos se comió al otro.

—Eres un maldito pedante, Arkwright.

—¿Un qué? Soy un vulgar caradura. Bueno, allá vamos, colega. Joder, Trace, se huele desde aquí.

Tracy Waterhouse pulsó el timbre de la puerta con el pulgar y no lo retiró. Bajó la vista hacia los feos zapatos reglamentarios, negros y de cordones, y meneó los dedos en las feas medias negras reglamentarias. El dedo gordo ya le asomaba por el agujero y una carrera ascendía hacia una de sus grandes rodillas de futbolista.

—Será algún viejo que lleva semanas ahí fiambre —dijo—. Los aborrezco.

—Yo aborrezco a los que se tiran al tren.

—Yo a los críos muertos.

—Sí, eso es lo peor —convino Arkwright. Los críos muertos ganaban de calle, siempre.

Tracy retiró el pulgar del timbre y probó a hacer girar el pomo de la puerta. Estaba cerrada con llave.

—Ah, caray, Arkwright, ahí dentro apesta. Sea lo que sea, no se levantará ni saldrá caminando, eso seguro.

Arkwright aporreó la puerta y exclamó:

—Hola, es la policía, ¿hay alguien ahí dentro? Mierda, Tracy, ¿oyes eso?

—¿Moscas?

Ken Arkwright se agachó y miró a través del buzón.

—Oh, Dios mío…

Se apartó del buzón tan deprisa que lo primero que pensó Tracy fue que alguien le había rociado los ojos con algo. Le había pasado a un sargento unas semanas antes, un chiflado con una botella de jabón líquido llena de lejía. Había sido la causa de que todo el mundo dejase de mirar por los buzones. Sin embargo, Arkwright se puso en cuclillas, volvió a levantar el buzón y empezó a hablar con tono tranquilizador, como haría uno con un perro nervioso.

—Tranquilo, tranquilo, no pasa nada. ¿Está tú mamá ahí? ¿O tu papá? Vamos a ayudarte. No pasa nada. —Se incorporó y se dispuso a echar la puerta abajo. Arrastró los pies, exhaló aire por la boca y le dijo a Tracy—: Prepárate, nena, esto no va a ser agradable.

Seis meses antes

Una tarde fría en las afueras de Múnich. Grandes y perezosos copos de nieve caían como confeti blanco sobre el capó del coche de fabricación alemana y aspecto anodino.

—Bonita casa —comentó Steve. Era un tipo un poco chulo y que hablaba demasiado. Seguramente no se llamaba Steve—. Una casa grande —añadió.

—Sí, una casa grande y bonita —repuso él, más que nada por hacer callar a Steve.

Una casa grande y bonita y rodeada, por desgracia, por otras casas grandes y bonitas, en la clase de calle que tenía vecinos vigilantes y alarmas antirrobo diseminadas como brillantes forúnculos en las paredes. Un par de las más grandes y bonitas contaban con puertas de seguridad y cámaras instaladas en los muros.

La primera vez se echa un vistazo, la segunda se presta atención y la tercera se hace el trabajo. Esa era la tercera vez.

—Un poco germánica para mi gusto, por supuesto —añadió Steve, como si tuviera a su disposición la cartera entera de las propiedades inmobiliarias europeas.

—A lo mejor tiene que ver con el hecho de que estemos en Alemania —respondió él.

—No tengo nada contra los alemanes —prosiguió Steve—. Tuvimos un par en el Deuxième. Buenos chicos. —Tras unos segundos de contemplación, añadió—: Buena cerveza. Y buenas salchichas.

Steve comentó que había estado en los paracaidistas; al licenciarse, descubrió que no soportaba la vida de civil, y se alistó en la Legión Extranjera francesa. «Uno se cree duro, y entonces averigua qué significa ser duro de verdad.»

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