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Authors: Kate Atkinson

Tags: #Intriga

Me desperté temprano y saqué al perro (9 page)

BOOK: Me desperté temprano y saqué al perro
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—¿Sabe Jonathan que estáis aquí? —preguntó.

—¿Por qué debería saberlo? —contestó Julia.

—¿Por qué no debería saberlo? —repuso él.

Julia ignoró la pregunta. No había nada que hacer con ella, era imposible. (En eso, al menos, era constante.)

—Ruinas desnudas y todo eso —comentó Julia cambiando de tema—. Shakespeare, la disolución de los monasterios —añadió con tono aleccionador, pues con los años había llegado a advertir los grandes agujeros negros en la cultura general de Jackson.

—Ya —repuso él—. Ya sé todo eso. No soy ignorante del todo.

—¿No me digas? —contestó ella, más distraída que irónica.

Toda su atención se centraba en el niño, y ninguna en el hombre.

En realidad, Jackson había aprendido un montón de cosas sobre la profunda impresión causada por la Reforma en el transcurso de sus visitas a las abadías de Yorkshire, pero no tenía sentido ponerse didáctico con Julia, porque ella siempre iba a saber más que él sobre lo que fuera. Julia era producto de una educación sensata y tenía buena memoria, mientras que él, aunque costara reconocerlo, no estaba en posesión de ninguna de las dos cosas.

Jackson ignoró a su vez a Julia para observar con expresión meditabunda (algunos, sobre todo las mujeres, habrían dicho que sin interés) el anfiteatro, la magnífica hondonada natural que contenía Rievaulx. Incluso en ruinas, la abadía resultaba incomparable, celestial. Alucinante. «Alucinante», repitió en sus pensamientos la voz adolescente y pasota de su hija Marlee. Cuando Nathan fuera adolescente, él ya habría entrado en los sesenta. Sus años de diamante.

—Alegra esa cara, cariñito —dijo Julia—, igual nunca pasa.

—Ya ha pasado —respondió con tono sombrío.

Jackson tenía que recordarse de vez en cuando que había un tercer motivo para su pausado y bizantino recorrido por el país. Por lo que veía, todo venía (y se iba) en grupos de tres. Tres Parcas, tres Furias, tres Gracias, tres reyes, tres monos, un Dios trino.

—Perros de tres cabezas —añadió Julia—. Para los pitagóricos, el tres era el primer número real, porque consideraban que tenía un principio, un centro y un final.

Jackson estaba trabajando por cuenta de una clienta. Pese al hecho de que ya no era detective privado, de que ya no tenía clientes, de que ya no tenía roces con el tedio desmoralizador de casos de divorcio y cobros de deudas y mascotas desaparecidas, pese a todo eso, se las había apañado de algún modo para hacerse con una mujer llamada Hope McMaster que vivía tan lejos como era posible de Yorkshire sin acercarse por el otro lado. Por decirlo de otro modo, en Nueva Zelanda.

Debería haber dicho que no; de hecho, estaba bastante seguro de haber dicho no cuando Hope McMaster le envió un largo correo electrónico (demasiado largo, la historia de una vida) caído del cielo a finales del año anterior. «Soy adoptada, y me pregunto si podría usted averiguar algo sobre mis padres biológicos.» Qué poco complicado le sonaba eso ahora.

No estaba muy claro cómo exactamente había conseguido Hope McMaster contactar con él, pero en algún punto del trayecto, como sucedía tantas veces, parecía estar involucrada Julia («una amiga de una amiga de una amiga»). En ningún rincón del mundo se estaba a salvo. Era probable que Julia tuviese amigos en la luna (o amigos de amigos de amigos,
ad infinitum
). Y, de algún modo, una separación en sexto grado de Julia acababa siempre en Jackson.

En el transcurso de su apática odisea por el país, había sido capaz de encajar pulcramente la búsqueda de su esposa impostora y ladrona con la investigación del caso de Hope McMaster.

—Bueno —dijo Julia cuando dejaban atrás las lomas de Rievaulx y ponían rumbo a los reconfortantes brazos del hotel Black Swan en Helmsley—, básicamente vas en busca de dos mujeres, tu esposa y Hope McMaster, y no tienes ni idea de quién es en realidad ninguna de las dos.

—Sí —respondió él—. Exacto.

A las afueras de Leeds, había añadido a la cuenta la abadía de Kirkstall. Era la primera con piedras ennegrecidas por el hollín industrial de los tiempos en que todos los vellocinos de oro se convirtieron en rollos de tela. Al día siguiente tenía una cita con una mujer llamada Linda Pallister, una orientadora en adopciones de la Servicios Sociales con la que Hope McMaster se había puesto ya en contacto. El abogado de Hope en Christchurch había redactado un poder notarial en el que se autorizaba a Jackson para actuar en su nombre. Él tenía sus esperanzas puestas en Leeds. Leeds era el lugar en el que todo había empezado para Hope McMaster, y confiaba de veras en que fuera el sitio en el que acabara todo.

Linda Pallister no acudió a la cita.

—Me temo que Linda ha tenido que irse a casa. Una emergencia familiar —le dijo la recepcionista en los Servicios Sociales—. Pero ha dicho que concierte la cita para mañana.

Después de que Linda Pallister no se presentara a la cita, Jackson había pasado el resto de la tarde paseando —un
boulevardier
— por las calles Briggate y The Calls, por los pórticos victorianos. El edificio del Corn Exchange, el ayuntamiento (ese gran monumento al peso municipal), el centro comercial Merrion, Roundhay Park: todos ellos formaban una ciudad que se le antojaba familiar y absolutamente extraña a un tiempo. Se sentía como si anduviese en busca de algo que solo reconocería cuando lo encontrase. Su juventud perdida, quizá. O el joven perdido que había sido. La ciudad vieja y sucia que recordaba se había visto recubierta por algo nuevo y reluciente. Eso no significaba que la vieja y sucia ciudad no siguiese ahí, por supuesto.

Calculaba que habrían pasado más de treinta años desde la última vez que estuvo en Leeds. Solía acudir de niño, cuando representaba la cúspide de la sofisticación metropolitana, aunque «metropolitana» no era una palabra que se incluyera en su vocabulario en aquellos tiempos y la «sofisticación» no iba mucho más allá de comprar un paquete de cigarrillos Embassy y entrar a hurtadillas a ver una película porno. Recordaba haber cometido pequeños robos en el Woolworths de Leeds. Cosas sin importancia como caramelos, llaveros, pilas. Su padre lo habría desollado vivo si lo hubiese descubierto, pero en realidad nunca le habían parecido robos, solo un atrevido desacato a la autoridad. Ahora Woolworths ni siquiera existía. ¿Quién iba a imaginarlo? Quizá aún estaría ahí si los niños no hubiesen seguido birlando caramelos, llaveros y pilas. Con los años, todo aquel botín probablemente había supuesto una fortuna.

En el centro comercial Merrion había acudido en ayuda de una anciana confusa a la que un segurata tarado trataba de echar.

—¿Se encuentra bien? —le había preguntado—. ¿Necesita ayuda? —Y luego soltó su mantra personal—: Yo antes era policía —lo cual pareció tranquilizarla.

La anciana le había resultado familiar, pero no supo decir por qué. Llevaba una peluca que se le había torcido de un modo tristemente llamativo. Jackson confió en que alguien lo liquidara antes de llegar a esa etapa. Supuso que acabaría teniendo que liquidarse él mismo. Tenía planeado alejarse por el hielo («Voy a salir y puede que tarde un rato»), tenderse con una botella de algo tan viejo como él y sumirse poco a poco en el sueño eterno. Confiaba en que el calentamiento global no echara por tierra esos planes.

Su última parada había sido Roundhay, donde pensaba pasear y tomar un poco de sol y aire fresco, lejos de las multitudes urbanas. No esperaba salir del parque convertido en el propietario de un perro. El viaje interrumpido, el regalo inesperado, el encuentro imprevisto. La vida tenía sus tramas.

Más adelante, mirando atrás, Jackson vería que la cita frustrada con Linda Pallister marcaría el momento en que todo había empezado a salir mal. Si ella hubiese acudido al encuentro, él habría pasado con ella una horita constructiva, se habría sentido satisfecho y lleno de determinación, y es bien posible que hubiera pasado otra velada en un hotel, cenando en la habitación y viendo una película mala y de pago, en lugar de pasar unas horas agitadas, inconsciente durante buena parte de ellas y teniendo relaciones sexuales promiscuas y sin sentido. Por falta de un clavo. Culpemos a Linda Pallister. Al final, todo el mundo lo haría.

* * *

Tracy llamó para decir que se encontraba mal y así cubrir sus huellas.

—Debe de ser una gripe intestinal de esas, me parece; voy a tener que irme a casa temprano.

—Tranquila, espero que te pongas bien pronto —repuso Leslie.

Tracy volvió a hurtadillas al aparcamiento a recuperar su Audi A4 y llevar a Courtney a una tienda Mamas and Papas en el centro comercial Birstall, donde compró una silla de coche para niños que le costó un ojo y parte del otro. Se pasó todo el trayecto hasta allí esperando que la arrestaran por no llevar la susodicha silla y, en un arranque de paranoia, había hecho que la niña se tendiera en el asiento de atrás, exactamente igual que una víctima de secuestro en toda regla. Se sentía como si llevase un letrero de neón en el techo del coche que anunciara en grandes letras ¡ESTA NO ES LA MADRE! Le dio a la niña el hojaldre de salchicha de Greggs para tenerla ocupada. Llevaba una manta de cuadros escoceses en el maletero, y se preguntó si la niña se asustaría si la tapaba con ella. Probablemente. Decidió no hacerlo.

Un inquieto recorrido de Mamas and Papas reveló algo que siempre había sospechado: los niños eran increíblemente caros. Bien que debería saberlo, pues acababa de comprar uno, aunque hubiese sido a precio de ganga. Con los niños, todo giraba en torno a la compraventa. Si una no andaba comprando y vendiendo a los niños en sí, andaba comprando y vendiendo para ellos. Tracy sintió una repentina punzada de ansiedad. Las dos mil libras que le quedaban en el bolso pesaban mucho. Debería haberle dado la suma íntegra de cinco mil libras a Kelly Cross. Ahora le parecía un error haber comprado barato a la niña.

Dejó la silla de coche en la tienda mientras se acercaba a Gap, con Courtney caminando pesadamente a su lado como un perro dopado. En el centro comercial Merrion se había dejado oír lo suyo, gritando hasta desgañitarse, pero ahora parecía seguir el ejemplo de Helen Keller.

Era tremendamente consciente de todas las cámaras de seguridad. Se las imaginó a las dos en el programa
Crimewatch
, Courtney con el rostro convertido en un borrón y el de ella aumentado para los espectadores. «¿Han visto ustedes a esta mujer? Ha secuestrado a una niña a la salida de un centro comercial en Leeds.» Había pasado al otro lado de la fina línea azul, de cazadora a presa en un solo paso.

¿Qué iba a decir si la paraban? «No pasa nada, he comprado a la niña con todas las de la ley.» Sí, claro, eso quedaría estupendo cuando la arrastraran para meterla en chirona. Era el coco, la mujer del saco, la pesadilla de cualquier madre. Pero no de Kelly. Probablemente, Kelly la consideraba su salvadora. Desde luego, Kelly no era la primera madre que vendía a su retoño. Pero ¿y si… y si Kelly no era en realidad la madre de la niña? Tracy había perdido la cuenta de cuántos críos había parido Kelly. ¿Estaban todos a cargo de los Servicios Sociales? ¿Y si Kelly estaba cuidando a Courtney por cuenta de algún otro? En ese caso, reflexionó —haciendo acopio ya de argumentos para los asistentes sociales, la policía, los tribunales—, fuera quien fuese la madre, Courtney no le había importado lo suficiente para dejarla en unas manos de confianza. Dejar a tu hija al cuidado de Kelly Cross era como dejarla al cuidado de un pitbull. Conclusión: la niña corría peligro.

Recordó a Kelly de pie en la entrada del autobús antes de que se cerraran las puertas, la expresión de desconcierto en su cara cuando dijo: «Pero no es…». ¿No es qué? ¿No es mi hija? Tracy cerró mentalmente las puertas del autobús. Y cerró sobre ellas pesados postigos blindados. Ella no había oído nada. Pensó en cambio en aquella manita caliente deslizándose en la suya.

Conocía a alguien que podía averiguar más cosas para ella. Linda Pallister. Aún seguía en adopciones y acogidas, ¿no? Si no se había jubilado todavía, podría averiguar en qué situación se encontraban los hijos de Kelly Cross.

No se acordaba de cuándo había visto por última vez a Linda Pallister. Debía de haber sido en la boda de la hija de Barry Crawford, tres años atrás. El comisario jefe Barry Crawford, ex colega de Tracy. La hija de Linda, Chloe, era amiga íntima de la hija de Barry, Amy, y su principal dama de honor, un espantajo en satén naranja oscuro. «Lo que me vino a la cabeza para los vestidos de mis damas fue "bronce", ¿sabes?», le comentó a Tracy una compungida Amy Crawford. Ahora que habitaba la tierra de los muertos vivientes, en la cabeza de la pobre chica solo había papilla. El vestido que llevaba ella había sido el habitual blanco y rimbombante, y el ramo era de flores naranjas y amarillas que parecían de rafia. La flor que los hombres llevaban en el ojal era una gerbera naranja, como una de esas con que un payaso lanzaría chorritos de agua. («Quería algo un poco diferente», dijo Amy.)

—Muy alegre —había comentado Barbara Crawford, madre de la novia, esbozando una mueca ante tanta chabacanería.

La propia Barbara iba demasiado vestida, aunque con mucho gusto, en seda turquesa («Paule Vasseur», le murmuró a Tracy como si fuera un secreto). La celebración de la hija única de Barry y Barbara no había sido un té parroquial, sino un caso flagrante de absoluto despilfarro. Con mucha educación, nadie mencionó que el vientre de la novia ya tensaba en exceso el vestido nupcial.

Los zapatos de las damas de honor eran también naranja oscuro y sus puntas sobresalían bajo unos vestidos ictéricos que parecían la puesta de sol del fin del mundo. Los ramos les pendían de los brazos en lo que semejaban bolsos de cintas, o bolas de hierbas aromáticas o quizá vistosas balas de cañón.

—Traté de sugerirle algo distinto, de veras que sí —le dijo Barbara Crawford en la
sotto voce
más alta que había oído nunca—. Amy ha sido siempre muy testaruda.

El marido de Amy se llamaba Ivan. Iván el Terrible, lo llamaba siempre Barry, cómo no.

—¿Ivan? ¿Qué clase de nombre es ese? —le dijo a Tracy después del anuncio del compromiso de Amy—. Un maldito ruso.

—En realidad, creo que es porque tuvo un abuelo noruego —repuso ella.

—¿Noruego? —preguntó Barry con tono de incredulidad, como si acabaran de anunciarle que la familia de Ivan venía de la luna.

Ivan era consejero financiero, Tracy lo había consultado cuando se preguntaba dónde invertir su cuenta de ahorro anual.

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