Aún andaba tras ella, desplegando la búsqueda por todo el país, siguiéndole la pista como un cazador perezoso tras un rastro. No era tanto por que quisiera recuperar el dinero —gran parte de él eran acciones que se habían desplomado al sótano financiero— como por que no quería que lo tomaran por idiota. («¿Por qué no, si lo eres?», dijo Josie.)
Acompañado por el Saab, había estado en Bath, Bristol, Brighton, la costa de Devon, la punta de Cornualles, las tierras altas del Peak District, la región de los lagos. Había evitado Escocia, esa tierra salvaje en que tanto su corazón como su vida habían corrido peligro ya dos veces. (El mejor de los tiempos, el peor de los tiempos.) Sospechaba que a la tercera tendría menos suerte incluso. Pero se había internado en Gales, que para su sorpresa le gustó, antes de atravesar la sofocante paz rural de Herefordshire, Wiltshire, Shropshire, las planicies de Gloucestershire, la lóbrega zona postindustrial del centro. Había cruzado en zigzag los montes Peninos para ser testigo de las funestas víctimas del thatcherismo. El carbón, el acero y los barcos habían desaparecido. Descubrió que, como ocurría en la mayoría de los países, las piezas del desconcertante rompecabezas que era su tierra natal parecían no encajar. Un reino desunido.
Desde que se había desconectado del mundo competitivo y febril, Jackson se sentía cada vez más atraído por los caminos menos directos. Se había convertido en un rezagado en las carreteras secundarias, siguiendo las venas más finas del mapa. Un viajero en la ruta panorámica, traqueteando por carreteritas verdes y boscosas, en busca de la Inglaterra pastoral perdida que llevaba grabada en la cabeza y el corazón. Una era dorada, preindustrial. Por desgracia, ese pasado arcadio no era más que un sueño.
«Arcadia» era una palabra que le había enseñado Julia un fin de semana perdido en París que ahora le parecía muy lejano en el tiempo. Estaban visitando el Louvre, y ella había señalado el cuadro de Poussin
Les bergers d'Arcadie
y la tumba que representaba con las palabras
Et in Arcadia ego
.
—Se pueden interpretar de diversas formas, por supuesto —dijo—. ¿Significan que la muerte está presente aquí, incluso en este simple paraíso, y que por tanto no hay forma de huir de ella, colega? Una suerte de
memento mori
, si quieres…, un epitafio del estilo de «como tú eres ahora, yo fui una vez»…, ¿o significa que la persona muerta disfrutó asimismo en su día de la buena vida?, lo que en realidad supone el mismo mensaje. Sea como fuere, la muerte nos espera a todos. Solo que, por irritante que sea, ha acabado todo hecho un lío en esa chorrada de
El código Da Vinci
.
Julia bien podía sentirse instintivamente atraída por toda clase de disparates, pero en el fondo era una clasicista. Era además muy parlanchina, y Jackson había dejado de escucharla mucho antes de que acabara con su explicación. Aun así, la inscripción lo había dejado profundamente impresionado y conmovido.
Y ahora andaba en busca de su propia enramada Arcadia. Lo que empezó como una búsqueda algo imprecisa de Tessa se había metamorfoseado en algo distinto. Era un hombre con una misión inmobiliaria. Andaba en busca de un perchero en el que colgar el sombrero, un perro en busca de una nueva perrera, una a la que el pasado no hubiese afectado. Un comienzo desde cero. En algún lugar había un sitio para él. Solo tenía que encontrarlo.
Había dejado lo mejor para el final. El norte de Yorkshire, el condado del mismísimo Dios, el vórtice en torno al cual había girado toda su vida. Ninguna otra parada en sus peregrinaciones era capaz de atraer el imán de su corazón como lo hacía el norte de Yorkshire. Por supuesto, él era un hijo del West Riding, hecho de hollín y ligas de rugby y grasa de ternera, pero eso no significaba que estuviera dispuesto a vivir allí. El último sitio en que pretendía acabar era el sitio en que había empezado, la tierra bajo la que su familia entera yacía sin sosiego.
Programó el GPS del coche para que lo llevara al corazón del sol, o, para ser más exactos, a York. La voz de su navegador era «Jane», con la que llevaba ya mucho tiempo discutiendo.
—¿Por qué no la apagas y ya está? —decía Julia, no sin cierta razón—. En realidad no la necesitas para nada, siempre vas por ahí fiándote del sentido de la orientación que tengas.
Tenía un buen sentido de la orientación, decía él a la defensiva. Pero agradecía la compañía.
—Vive de una vez, cariñito.
«Pon rumbo al este, viejo amigo», se había dicho Jackson al introducir las coordenadas en Jane y disponerse a cruzar de nuevo la espina de los Peninos para regresar a la cuna de la civilización.
«Ligeramente al sudeste», lo corrigió Jane en silencio.
Había tratado de visitar todos los salones de té Betty's: en Ilkley, en Northallerton, dos en Harrogate, dos en York. Un itinerario refinado que habría llenado de orgullo a un autobús entero de damas ancianas. Jackson era un entusiasta de los salones Betty's. En ellos estaba garantizada una taza de café decente, pero la cosa iba más allá del café decente y la comida respetable y del hecho de que todas las camareras parecieran buenas chicas (y mujeres) a las que hubiesen empaquetado en algún momento de la década de 1930 para desenvolverlas aquella misma mañana. Era por la forma en que todo estaba exactamente como debía estar y donde tocaba. Y limpio.
—Cuanto mayor te haces, más te pareces a una mujer —decía Julia.
—¿De veras?
—No.
Mucho después de que la relación entre ambos hubiese terminado, después de que Julia se hubiese casado y tenido el hijo que durante mucho tiempo había negado que fuese de Jackson, ella seguía charlando en los pensamientos de él.
De haber sido Betty's quien gobernara Gran Bretaña, esta jamás habría sucumbido al Armagedón económico. Ante un té especialidad de la casa y un plato de huevos revueltos y salmón ahumado en el café de Saint Helen's Square en York, Jackson fantaseó con un gobierno de la oligarquía de Betty's: ministras de gabinete con impecables delantales blancos y tostadas con canela por todas partes. Incluso él, en sus momentos más eminentemente masculinos, tendría que admitir que el mundo sería un lugar mejor si lo gobernaran las mujeres. «Dios creó al hombre», le había dicho su hija Marlee unas semanas antes, y por un instante Jackson se dijo que su pesimismo adolescente la había hecho convertirse a alguna clase de religión cristiana fundamentalista. Marlee captó la expresión de alarma en el rostro de su padre y se rió. «Dios creó al hombre —repitió—. Y entonces tuvo una idea mejor.»
Qué risa. O, como habría dicho su hija, ja ja.
En York, había pasado muchas horas en la enorme nave abovedada del Museo Nacional del Ferrocarril, donde rindió tributo al
Mallard
, tren de vapor fabricado en Yorkshire y el más rápido del mundo, un récord que ya nunca podrían quitarle. El corazón se le llenó de orgullo al ver los preciosos y relucientes flancos azules de la locomotora. No pasaba un solo día sin que lamentara la pérdida de las obras de ingeniería y de la industria. Aquel no era país para viejos.
Además de los salones de té, había descubierto un placer inesperado en recopilar visitas a las abadías en ruinas de Yorkshire durante el viaje: Jervaulx, Rievaulx, Roche, Byland, Kirkstall. Era su nuevo pasatiempo. Trenes, monedas, sellos, abadías cistercienses, salones de té Betty's; todo formaba parte del impulso masculino y medio autista de coleccionar, una necesidad de orden o un deseo de posesión, o ambas cosas.
Aún le hacía falta echarle el guante a Fountains, la madre de todas las abadías. Años atrás (décadas atrás ya), había acudido a la abadía de Fountains en una excursión escolar, algo poco frecuente, pues no había asistido a un colegio de los que organizaban excursiones. Solo recordaba haber jugado al fútbol entre las ruinas, hasta que un profesor lo había impedido. Oh, sí, y haber tratado de besar a una chica que se llamaba Daphne Wood en el asiento del fondo del autocar en el camino de vuelta a casa. Y que recibió un tortazo por sus esfuerzos. Daphne Wood tenía un gancho de derecha impresionante. Fue Daphne Wood quien le enseñó el valor de resolver las cosas con un golpe rápido y malintencionado en lugar de andar pavoneándose con finuras de duelista. Se preguntó dónde andaría Daphne ahora.
Rievaulx era magnífica, pero su abadía favorita por el momento era Jervaulx. De propiedad privada, con una hucha para donativos en la entrada y sin el estigma del Patrimonio Nacional inglés, las ruinas le habían llegado a algún lugar recóndito y melancólico del alma, a lo más cercano a la santidad que abrigaba el ateo Jackson. Echaba de menos a Dios. Pero ¿no lo hacían todos acaso? Por lo que a él concernía, Dios se había esfumado del edificio mucho tiempo atrás y no iba a volver, pero, como cualquier buen arquitecto, había dejado atrás su obra a modo de legado. El norte de Yorkshire se había proyectado cuando Dios estaba en su esplendor, y cada vez que Jackson regresaba volvía a sorprenderle el poder que el paisaje y la belleza ejercían sobre él.
—Es cosa de la edad —dijo Julia.
Por supuesto, aquellas eran las mismas abadías ricas y poderosas que criaban ovejas en la Edad Media, los vellocinos de oro que proporcionaron los cimientos del comercio de lana y de la riqueza de Inglaterra y que condujeron a su vez a las satánicas fábricas de tejidos del West Riding, y de ahí a la pobreza, la superpoblación, la enfermedad, la explotación infantil a niveles increíbles y a la muerte y la destrucción del sueño de la Arcadia. Todo por la falta de un clavo. Aquellas fábricas eran ahora museos y galerías, y las abadías estaban en ruinas. El mundo al revés.
El día en que Jackson visitó Jervaulx estaba desierto aparte de las eternas ovejas (las cortacéspedes de la naturaleza) y sus corderos regordetes, y había paseado entre las pacíficas piedras, de cuyas grietas brotaban flores silvestres, deseando que su hermana hubiese encontrado reposo en un sitio así y no en el prosaico cementerio municipal que había supuesto su última morada en la tierra. Jackson tenía ahí un asunto pendiente, la promesa nunca hecha a una hermana muerta de vengar su muerte sin sentido. Suponía que Niamh estaría siempre llamándolo de vuelta a casa, entonando el canto de sirena de los muertos, durante el resto de su propia vida.
—Todos los caminos llevan a casa —dijo Julia.
—Todos los caminos se alejan de casa —repuso él.
Josie, su primera esposa, le había dicho una vez que si corría lo suficiente acabaría en el punto de partida, pero Jackson no creía que el punto del que había partido existiera ya. Había regresado unos años atrás, llevándose a Marlee para que conociera a sus familiares muertos, y descubrió que ya no era la ciudad que recordaba. Los montones de escombros se habían aplanado y hacía mucho que la maquinaria de la mina había desaparecido; solo quedaba la noria de la bocamina, partida en dos y plantada en una rotonda a las afueras, más como ornamento que como monumento conmemorativo. No quedaba gran cosa que probara que era un sitio en el que su padre se había pasado la vida trabajando sin descanso en la aterciopelada oscuridad.
La propia Niamh llevaba ya casi cuarenta años bajo tierra; demasiado tarde para rastrear pistas, obtener muestras de ADN, interrogar a testigos. El ataúd estaba cerrado y el caso tan frío como la tierra arcillosa en que yacía. Cuando la asesinaron, su hermana solo tenía tres años más que su hija ahora. Marlee tenía catorce años. Una edad peligrosa, aunque, reconozcámoslo, se dijo: para una mujer, cualquier edad era peligrosa.
Diecisiete años; la vida de Niamh apenas había dado comienzo cuando quedó truncada. Su hermana no podía detener la muerte, de modo que él, muy bondadoso, la detuvo por ella. Emily Dickinson. ¿Poesía? ¿Jackson? Sí, aunque parezca mentira.
La poesía había empezado a atraerlo un par de años atrás, más o menos en la época en que estuvo a punto de morir en un accidente de tren. (En sinopsis, la vida de Jackson siempre parecía más dramática que el leve hastío de vivirla día a día.) No pensaba que las dos cosas tuviesen necesariamente algo que ver, pero en su vida de resucitado había decidido ponerse al día, un poco tarde tal vez, en algunas cosas que se había perdido por culpa de su pobre educación. Como la cultura, por ejemplo. Cuando vivía en Londres se había comprometido a seguir un programa de mejora personal, atracándose en el abundante banquete que ofrecía la capital: galerías de arte, exposiciones, museos, hasta algún concierto de música clásica. Desarrolló cierto gusto por Beethoven, por las sinfonías al menos. Exuberantes y melódicas, parecían compuestas para llegar al alma. Oyó una interpretación de la Quinta en los Promenade Concerts. Nunca hasta entonces había asistido a esos conciertos, porque todas aquellas patrañas patrioteras y sensibleras le quitaban las ganas de hacerlo, y, en efecto, los engreídos asistentes a los conciertos resultaron unos gilipollas con demasiados privilegios, pero Beethoven no había compuesto la música para ellos. La había escrito para el hombre corriente y moliente, con el disfraz de poli soldado de mediana edad que se sorprendía al descubrirse al borde de las lágrimas ante el triunfal crescendo de bronces y arcos.
De teatro poca cosa, pues Julia y sus amigos actores habían acabado con cualquier esperanza que tuviese en ese frente. Había cometido el error de llevar a Marlee a una sesión de tres horas de martirio para las posaderas de Brecht, hacia finales de la cual sintió deseos de gritar: «¡Sí! Tienes razón, la Tierra gira alrededor del Sol, lo has dicho en cuanto has salido al escenario, llevas diciéndolo desde entonces, no hace falta que lo digas más. ¡Ya lo he entendido!». Marlee durmió durante casi toda la obra. La quiso un montón por ello.
Aquel intento de mejora había ido más allá de pinturas y recitales de piano y artefactos de museo, pues también había estado abriéndose paso con denuedo en los clásicos universales. La ficción nunca había sido lo suyo. Los hechos ya le suponían desafío suficiente sin tener que inventarse cosas. Lo que descubrió fue que las grandes novelas universales trataban de tres temas: muerte, dinero y sexo. De vez en cuando, de una ballena. Pero la poesía se había colado en su interior, sin invitación. «¡Un sapo puede morir de luz!» Qué locura. De modo que ahí estaba, pensando en su hermana, muerta hacía tanto, perdida hacía tanto, acicateado por una mujer que sentía un funeral en el cerebro.
Al salir de Jervaulx, Jackson había dejado un billete de veinte libras en la hucha de donativos, una cantidad superior al precio de cualquier entrada del Patrimonio Nacional, pero mereció la pena. Además, le gustaba el hecho de que en esos tiempos aún hubiese alguien dispuesto a confiar en la rectitud y la generosidad de un hombre.