—Ven a verme y charlamos un poco, a una amiga de Barry no voy a cobrarle —le dijo en la boda.
Parecía un chaval simpático, en general bastante inofensivo, que en opinión de Tracy era de lo mejorcito que podía esperarse de un ser humano. Por desgracia, poco después se arruinó y perdió su negocio. Nadie quiso consejo financiero de un hombre que ni siquiera era capaz de conservar su dinero. Barry dio a entender que había habido fraude en algún sitio, pero cuando Tracy fue a ver a Ivan para recuperar unos documentos, él le explicó que había perdido un lápiz de memoria con los detalles de todos sus clientes.
—Debe de habérseme caído del bolsillo —le confesó con tristeza. Después de eso, casi todos los clientes se habían llevado sus carteras—. Yo habría hecho lo mismo —añadió.
—Ni siquiera un pastel de frutas tradicional —se quejó Barbara cuando se encontró a Tracy comiéndose la tarta nupcial de mousse de chocolate y crema de mantequilla.
—Bueno, al menos no es naranja —contestó ella.
Por supuesto, Tracy no estaba en situación de hacer comentarios sobre el estilo de lo que fuera. Incómoda en un traje chaqueta azul pastel con mezcla de poliéster, le preocupaba ser víctima de una combustión espontánea antes de que cortaran el pastel. Había comprado un sombrero, pero no lo llevaba porque parecía un hombre vestido de mujer. Podía contar las bodas a las que la habían invitado con los dedos de una mano, mientras que los funerales a los que había asistido en sus tiempos se contaban a montones. De víctimas de asesinato, en su mayoría. Nunca había estado en un bautizo. Eso revelaba ciertas cosas sobre la vida de una, ¿no?
El naranja oscuro había supuesto una elección especialmente desafortunada en el caso de la amiga de Amy, Chloe Pallister, con su pelo castaño desvaído y su cutis ceroso.
—Madre de la dama de honor, nunca madre de la novia —dijo Linda Pallister acercándose a Tracy con una sonrisa esperanzada.
No tenía nadie más con quien hablar. El atuendo de boda de Linda, una camiseta de terciopelo negro y una falda que parecía hecha con telarañas mal teñidas, no podría haber estado más fuera de lugar. Lucía también un gran surtido de anillos y pulseras de plata, así como un enorme crucifijo pendiendo de un cordón de zapato de piel. El crucifijo más parecía una penitencia que un símbolo religioso. Linda se había convertido al cristianismo en los ochenta, una década en que no estaba de moda la corriente evangélica, aunque ella, cosa rara, se había decantado por algo que quedaba exactamente a medio camino entre ambos. No había rastro en la boda de su hijo mayor, Jacob. A Tracy le habían llegado rumores de que era director de un banco.
—Tu Chloe está preciosa —mintió.
Si Tracy llamaba a Linda Pallister y empezaba a hacerle preguntas por los hijos de Kelly Cross, estaría delatándose, ¿no? «¿Cómo, que ha desaparecido uno de los críos de Kelly Cross? ¡Si hace solo unos días Tracy Waterhouse estaba pidiéndome que los contara!» Tracy había birlado una niña. No importaba cuánto hubiese pagado, no importaba que lo disfrazara de rectitud; eso no lo volvía legal.
Llevó a la niña a comer a Bella Italia. La cría se abrió paso en un plato de macarrones más grande que ella y Tracy mordisqueó un poco de pan de ajo. Había perdido el apetito. La dieta de la secuestradora. Las había hecho todas en sus tiempos: la de la uva, el plan F, la del repollo, la Atkins. Tortura autoinfligida. Había sido un bebé grandote, una niña grandota, una adolescente grandota, y no parecía probable que fuera a convertirse de pronto en una mujer posmenopáusica menuda.
En Gap, compró ropa para Courtney, sosteniéndola frente a ella para comprobar que le fueran bien en lugar de mirar las etiquetas, que no parecían guardar relación con el tamaño real de la cría.
—¿Cuántos años tienes, Courtney?
—Cuatro —contestó la niña en un tono que fue más de pregunta que de respuesta.
Le quedaba bien la talla 2-3.
—Eres pequeña para tu edad.
—Tú eres grande —repuso Courtney.
—Eso no te lo puedo discutir —contestó Tracy.
No muy segura de las reglas para entablar relación con una niña pequeña, había decidido que lo mejor sería que las dos se fingieran adultas y conversaran en consecuencia.
Compró más prendas para Courtney de las que pretendía, pero es que eran preciosas, la clase de prendas que ella nunca había tenido de niña. Medio siglo atrás, su madre la había vestido con faldas de peto sin ninguna gracia, jerséis de nailon y zapatos marrones de cordones, un atuendo con el que hasta una niña mona, no digamos Tracy, habría tenido problemas para salir airosa. Sus padres tenían más de cuarenta años cuando ella nació, y ya eran viejos antes de tiempo.
—Habíamos perdido la esperanza —explicó su madre, como si hubiera supuesto un alivio hacerlo—, y entonces llegaste tú.
Sus padres habían estado demasiado inmersos en su guerra privada para preocuparse por su hija. Se enzarzaban en batallas pasivas, encerrados en su silenciosa hostilidad mientras Tracy vivía en la solitaria reclusión de la hija única. Se consideraba una niña nacida durante la guerra pese a que hacía mucho que la guerra había terminado cuando ella nació.
Courtney se limpió los mocos siempre presentes con la manga de la mugrienta camiseta rosa. Tracy tendría que comprarle pañuelos de papel; esa era la clase de cosas que la gente con niños a su cuidado llevaba en el bolso en todo momento. Debía de haber un camión entero de cosas para niño que le hacían falta, pero no tenía ni idea de cuáles podían ser. Sería útil que los críos vinieran con instrucciones y una lista de necesidades básicas.
Lo último que compró para Courtney fue un abrigo rojo de lana gruesa en las rebajas, una prenda que una Tracy más joven, con su aburrida gabardina marrón, siempre había codiciado. El abrigo tenía un suave forro de cuadros escoceses y auténticas muletillas de madera. Era un artículo que revelaba que alguien se preocupaba por ti. Si no hubiese hecho tanto calor en la tienda le habría sugerido a la niña que se lo pusiera de inmediato, pero Tracy sentía incómodas gotas de sudor recorriéndole la espalda y a la cría se la veía decididamente acalorada.
Tracy estaba desfallecida. Había leído en algún sitio que las tiendas y los museos eran los sitios más agotadores para la gente. La niña parecía hecha polvo.
—¿Quieres que te lleve? —preguntó.
Las rodillas casi se le doblaron por el peso. Quién iba a pensar que una niñita pesaría tanto. Tenía la gravedad de un planeta pequeño y denso. Trastabilló de vuelta a Mamas and Papas con Courtney en brazos y recogió la silla para el coche, y luego lo instaló en el Audi. Hacía menos de tres horas que tenía a la niña y ya estaba destrozada; no era de extrañar que los padres que veía en el centro comercial Merrion anduviesen por ahí como zombis.
Ayudó a Courtney a instalarse en la silla, y se sorprendió cuando ella sola se puso el cinturón de seguridad. ¿Deberían ser capaces de hacer eso? Si una podía abrocharse un cinturón significaba que también podía desabrochárselo.
—No te lo quites —le recomendó a la niña—. Hay un montón de malos conductores en las calles.
La niña murmuró unas palabras de asentimiento. Tenía los párpados azules de cansancio y la expresión pasmada que había visto en críos víctimas de abusos. La hizo preguntarse si lo sería. Difícilmente supondría una sorpresa; era lo más probable, en realidad. Las cosas que la gente les hacía a los niños podían taladrarte el cerebro. Agujas al rojo vivo, etcétera. O quizá, al igual que ella, la niña estaba simplemente exhausta por la forma en que había acabado ese día. Eran las cuatro de la tarde, pero el tiempo se había vuelto elástico, alargando el día hasta el infinito.
Miró por el espejo retrovisor y vio que Courtney ya se había dormido y emitía pequeños zumbidos, como una abeja gigante.
* * *
Jackson se preguntó qué necesitaría un perro. Comida y un cuenco del que comerla, supuso. Encontró ambas cosas en una tienda llamada Paws for Thought. Le dio la sensación de internarse en territorio desconocido. Tenía un nuevo papel. Sabía quién era, era el propietario de un perro. Ya le parecía bastante duro tener un hijo; el perro aún parecía una responsabilidad mayor.
—Qué bonito border terrier lleva usted ahí —le dijo la mujer al otro lado del mostrador.
—¿Sí? —repuso Jackson mirando al perro.
Había asumido que era alguna clase de chucho callejero, no un perro de raza. Desde luego parecía callejero, y no especialmente atractivo, además. Tenía rastros de sangre en el hocico y el pelaje, y la mujer dijo:
—Oh, Dios santo, ¿se ha visto envuelto en una pelea?
—Más o menos —contestó él.
La mujer miró con desaprobación la cuerda que rodeaba el cuello del animal y preguntó:
—¿Cómo se llama nuestro pobre amiguito?
Jackson trató de hacer una lista mental de nombres que resultaran más adecuados que el que ya tenía el perro y no dio con ninguno aparte de Jess, pero ese nombre le pertenecería siempre al perro pastor de los Atwell.
—Embajador —admitió por fin—. Se llama Embajador.
El chucho levantó las orejas. Jackson se preguntó de dónde habría salido aquel nombre. Trató de imaginarse a su feo y grandote propietario —ex propietario— gritando «¡Embajador!» de un extremo a otro de un campo. En Roundhay, de la boca de Colin había manado un torrente de improperios. Supuso que era una broma, e imaginó a alguien diciendo: «Al Embajador le hace falta un cepillado» o «El Embajador está dormido en su cesta».
La mujer de la tienda de animales enarcó unas escépticas cejas.
—¿Embajador? Habría dicho que era un nombre para un perro más grande.
—Es grande por dentro —repuso él a la defensiva.
La mujer indicó la tienda con la mano y preguntó:
—¿Quiere algo más? ¿Qué me dice de un abrigo? —Al ver que Jackson la miraba sin comprender, añadió—: Para el perro.
Le pareció que la naturaleza le había dado al perro un abrigo perfectamente adecuado, de manera que dijo que no, pero compró una correa de cuero y salió de la tienda antes de caer en la tentación de llevarse, por ejemplo, el pequeño uniforme de marinero con cuatro perneras que pendía tras el mostrador, con un vistoso sombrerito incluido.
Jackson cogió su navaja suiza y, mostrándola al perro, dijo: «El mejor amigo del hombre». El perro se sentó tranquilamente mientras Jackson cortaba la cuerda atada muy prieta alrededor de su cuello. «Buen perro», dijo Jackson.
Cuando había visto al perro por primera vez le pareció muy revoltoso, pero ahora se lo veía sencillamente muy animado, paseando muy bien con la correa, sin dar tirones ni hacer el tonto, y por lo visto encantado con su compañía. Se preguntó si se vería ridículo caminando por las calles llevando de la correa un perro pequeño que trotaba a su lado. Se preguntó qué opinión tendrían las mujeres de los hombres con perros pequeños. ¿Pensarían que era gay? ¿Les parecería más digno de confianza que un hombre sin perro? (A Hitler le gustaban los perros, se recordó.)
Se encontró deteniéndose en los semáforos. Normalmente habría cruzado a la carrera en plan heroico (o en plan lunático, dependiendo de qué lado estuviera uno, del de Jackson o del de la mayoría de las mujeres en su vida), pero ahora esperaba estoicamente a que apareciera el hombrecito verde, transformado de pronto de nuevo en un padre al tener a su cargo algo más pequeño que él.
De vuelta en las proximidades del centro comercial Merrion (se preguntó cómo le habría ido a aquella anciana, confiaba en que la chica canadiense no hubiese llamado a la policía), entró en un Best Western bastante antiestético y pidió una habitación doble porque no le gustaba considerarse un hombre solo en una habitación individual.
(—Pareces llevar la vida de un representante —dijo Josie.
—Confiemos en que no te conviertas en un insecto gigante —añadió Julia riendo.
—¿Eh? —repuso él.)
En el hotel le dieron una habitación con dos camas individuales, lo que fue peor, porque la cama sin ocupar le pareció una especie de reproche.
Jackson era un viajero frugal por naturaleza. «Más estrecho que un culo apretado», habría dicho su hermano. Lo habían criado en la prudencia y el ahorro, o, por expresarlo de otra manera, en la pobreza, y cuanto mayor se hacía más se encontraba volviendo a la frugalidad excesiva. Eso no significaba que fuera inmune a algún sorprendente gesto espléndido ocasional, a las camareras de Betty's, por ejemplo.
Se había alojado en algunos de los mejores hoteles del mundo, pero ahora se conformaba con dormir entre las paredes anodinas y de bajo presupuesto de los Travelodge y Premier Inn que encontrara en su ruta de nómada. Eran sitios en que uno se detenía y luego dejaba atrás sin que nada se le pegara. Si despertaba en plena noche, encontraba cierto consuelo en el zumbido del motor del hotel en su navegar solitario hacia la mañana. Sabía quién era en un hotel: era un huésped.
Al cabo de seis meses en la carretera empezaba a preguntarse si tendría alguna vez deseos de detenerse. Jackson Brodie, el hombre errante. Un vagabundo. Los hoteles se estaban volviendo aburridos, pero ¿qué tal una caravana? Los padres de Josie habían tenido una pequeña Sprite que les prestaban a él y Josie en los primeros tiempos de su matrimonio cuando aún entraban en la categoría de recién casados y Jackson, que acababa de volver del Golfo y de dejar el ejército, había pensado en alistarse en la Legión Extranjera francesa si su vida iba a consistir en eso a partir de entonces: en pasar las vacaciones en caravana acompañado de pequeños inglesitos. Ahora, sin embargo, le veía cierto encanto a la obsesión de sus ex suegros por cargar la caravana y emprender viaje, pioneros en la carretera.
Podía equipar una caravana (se imaginaba más en una Romany que en una Sprite) tan bien como un pequeño barco, y un Jackson pulcro y ordenado podría hervir agua en una hoguera, cazar conejos con pequeñas trampas de alambre, dormir con el pelo oliendo a leña. Aparte de algún atropello accidental o la muerte clemente de una víctima de mixomatosis, nunca había matado conscientemente un conejo, pero suponía que podría hacerlo de ser necesario. Sobre todo si era un conejo grande llamado Muffin.
Pensándolo bien, él no era un hombre de caravana. Y, la verdad sea dicha, empezaba a cansarse de su vida errante. Quería un hogar. Le gustaría que hubiese una mujer en ese hogar. No todo el tiempo, pues se había acostumbrado demasiado a su propia compañía. Hubo un tiempo en que era un hombre que solo se sentía completo cuando se enfrentaba a la vida hombro con hombro con una mujer. Había disfrutado siendo un hombre casado, quizá más que su esposa. Su esposa real, no la retorcida artimaña que había sido su segunda esposa. («Un hada Morgana —dijo Julia—. Un espejismo.»)