—Sí —había dicho ella como si tal cosa—. Los cristalinos de sus ojos se han vuelto más rígidos. Es lo normal a su edad.
Con la edad, unas cosas se vuelven más rígidas, y otras más flácidas.
En aquella carretera poco transitada, toda clase de fauna se jugaba imprudentemente la vida sobre el implacable asfalto. Unos kilómetros atrás había estado a punto de arrollar un tejón, y había subido un grado sus reflejos. Le gustaba considerarse un caballero de la carretera. Sería una lástima que su reluciente armadura se manchara con la sangre de un inocente. Pulsó el botón que encendía la Virgen María del salpicadero. Era posible que la Madre de Dios no tuviera en el vientre la potencia lumínica de las luces largas del Saab, pero quizá proyectaba otra clase de energía protectora. Un santo mascarón de proa que lo guiaba a través del valle de las tinieblas.
De repente, Jackson, el Saab y la Santísima Virgen se sumergieron en una hondonada donde la niebla era más densa. Era como volar a través de una nube, y casi esperó que el Saab empezara a dar bandazos con las turbulencias. En las algodonosas profundidades de la nube captó un resplandor plateado y, del modo más insólito, le vino a la cabeza aquel poema, «Abre a la alondra», como si los hombrecitos que manejaban su memoria, presas del letargo matutino, echaran perezosa mano de lo primero que encontrasen. «Bulbo tras bulbo, envuelta en plata.» El destello plateado anunciaba una nueva clase de peligro: una mujer. Una mujer que surgió de pronto entre los árboles que bordeaban la carretera.
En el primer instante Jackson pensó que se trataba de un ciervo, pues una o dos millas antes había pasado una señal apenas visible en la que un ciervo parecía correr a vida o muerte. La mujer también parecía haber corrido de esa manera. Nada de osos ni lobos: los únicos depredadores de los que las mujeres huyen hoy en día son los hombres. No estaba sola, llevaba de la mano a una niña pequeña con un abrigo rojo, un abrigo como un destello oscuro en la niebla.
Jackson había procesado todo eso en el nanosegundo transcurrido entre el instante en que veía a la mujer y a la niña y el tremendo frenazo que pegaba para no hacerlas picadillo. El perro despertó de golpe por la parada de emergencia del Saab, y lo miró con expresión indescifrable desde su seguro refugio en el suelo.
—Lo siento —se disculpó Jackson.
Cuando salió del coche se encontró a la mujer a cuatro patas como un gato, respirando con dificultad. Estaba seguro de que el Saab ni la había rozado. Además, era una mujer grandota, quizá no abultara tanto como un ciervo, pero habría notado el trastazo, ¿o no?
—¿Le he dado? —preguntó extrañado.
Ella negó con la cabeza, e incorporándose hasta sentarse sobre los talones, consiguió responder entre jadeos.
—Me he quedado sin aliento, eso es todo. —Señaló con la cabeza a la niña, de pie y sin inmutarse, y añadió—: La llevaba en brazos, y pesa más de lo que parece. Buenos frenos —comentó mirando hacia el Saab, que había quedado a unas pulgadas de ella.
—Buen conductor —respondió Jackson.
La niña llevaba el abrigo rojo desabrochado, dejando al descubierto un vaporoso disfraz rosa. Un hada, un ángel o una princesa; por lo que a él concernía estaban todos cortados por el mismo patrón. Era un ámbito de la industria textil con el que Marlee lo había hecho familiarizarse, un poco a su pesar. Una varita plateada algo maltrecha y con una estrella en el extremo lo hizo decantarse por «hada». ¿Era eso el destello plateado que había visto en la niebla? La niña aferraba la varita con ambas manos como si fuera un hacha de guerra, como si su vida dependiera de ella. A Jackson no le habría gustado tener que quitársela por la fuerza; por pequeña que fuera, la niña parecía bastante guerrera.
El resto de su atuendo se veía también algo deslucido. Tenía un desgarrón en la falda y pedazos de hojas y ramitas enganchados a la tela barata. Le recordó a una representación de
Sueño de una noche de verano
que Julia lo había llevado a ver. Las hadas eran criaturas mugrientas y cubiertas de barro que parecían recién salidas de una ciénaga. A los catorce años, Julia había interpretado a Puck en una representación escolar de la obra. A esa misma edad, su hija aspiraba a convertirse en vampiresa.
(—Solo es una fase —había comentado Josie.
—Eso espero, desde luego —respondió Jackson.)
Ayudó a la mujer, que se esforzaba por ponerse en pie. El chándal que llevaba no hacía más que poner de relieve lo culona que era; como un paquebote, se dijo Jackson. Llevaba un bolso grande y práctico en bandolera.
Pensó que la mujer debería sentir cierto reparo por el hecho de que iba a subirse al coche de un completo desconocido, en medio de la nada, y porque podía estar a punto, por lo que ella sabía, de vivir una pesadilla peor que la que había dejado atrás. ¿Quién podía asegurar que el conductor del Saab no era un psicópata asesino que rastreaba el campo en busca de una presa?
—Yo antes era policía —dijo Jackson para tranquilizarla. Aunque, por supuesto, eso diría uno exactamente si quisiera engañar a alguien para que se metiera en el coche con él. (Quizá era a sí mismo a quien trataba de tranquilizar, quizá la psicópata era ella.)
—Sí, yo también —murmuró ella soltando una risa amarga.
—¿De verdad? —dijo Jackson, pero ella no le hizo caso, de modo que preguntó—: ¿Las persigue alguien?
La mujer y la niña se volvieron instintivamente para mirar hacia el bosque. Jackson trató de imaginar algo que salía volando de entre los árboles y a lo que no le apetecería lo más mínimo enfrentarse sin un tanque blindado (o con una mocosa que empuñaba una varita), pero no se le ocurrió nada. En lugar de responder a su pregunta, la mujer dijo:
—Necesitamos que nos lleve.
Jackson, que tampoco era hombre de muchas palabras, respondió:
—Entonces será mejor que suban al coche.
Ajustó el retrovisor para observar a la mujer en el asiento trasero. Sin embargo, no pudo verle la cara porque había adoptado una incómoda postura para mirar por el cristal de atrás por si venía alguien. Tanto esfuerzo no valía la pena. Si venía alguien detrás, tendrían pocas posibilidades de verlo, con esa niebla. Y viceversa. Volvió a mover el retrovisor para inspeccionar a la niñita, que se había sentado al lado de la mujer. La niña lo miró arqueando las cejas con expresión inescrutable.
Por fin la mujer se volvió y se quedó mirando hacia el parabrisas. Su rostro empezaba a amoratarse y tenía sangre seca en las manos.
—¿Está herida? —quiso saber Jackson.
—No.
—Tiene sangre.
—No es mía.
—Pues menos mal —concluyó él secamente.
Sus dos recientes pasajeras esbozaban esa expresión de leve aturdimiento que tantas veces había visto en supervivientes. Parecían dos refugiadas tras un desastre —un incendio o un terremoto—, personas que hubiesen abandonado sus casas con lo puesto. Violencia doméstica, imaginó. La guerra en el frente interno. ¿De qué otra cosa podían estar huyendo una mujer y una niña?
—Mi coche se ha averiado —dijo la mujer al cabo de unos minutos, como si eso explicara el estado en que se hallaban. Exhaló un suspiro de cansancio y añadió, no tanto para él como para sí—: Ha sido un día muy largo.
—Pero si solo son la siete y media de la mañana —repuso Jackson perplejo.
—Precisamente.
Cuando volvió a mirar por el retrovisor, vio que la mujer le había puesto el cinturón a la pequeña. Le quedaba grande y daba la sensación de que podía estrangularla si frenaba de golpe. Hacía ya mucho tiempo que no llevaba una sillita para niño en el coche. Si alguna vez llevaba a Nathan, tenía que prestársela Julia, algo que a ella la irritaba de forma desmesurada, al menos en su opinión.
Aunque nunca lo habría admitido ante nadie, Jackson no las tenía todas consigo: entre la niebla, el bosque y la niña, que se diría salida de
El pueblo de los malditos
, por no hablar de la sensación de miedo que reinaba en el coche desde que la mujer había entrado en él, la escena más parecía sacada de un episodio de
En los límites de la realidad
que de una comedia de Shakespeare.
Por lo visto, a la mujer no le importaba hacia dónde se dirigieran, cualquier sitio salvo el lugar de donde venía parecía ser un buen destino. Jackson ya no estaba seguro de que importara qué dirección tomar, porque al final nunca se iba a parar al sitio que uno esperaba. Cada día era una sorpresa, uno cogía el tren equivocado, el autobús adecuado. Una chica abre una caja y encuentra mucho más de lo que esperaba.
—¿No quiere saber adónde voy? —preguntó después de un silencio que se le había hecho eterno.
—No me interesa mucho, la verdad —respondió ella.
—Pues viva la magia del viaje sorpresa —contestó Jackson con tono risueño.
* * *
—No puedo evitarlo, hijo, me preocupo por ti. Soy tu madre, es mi labor preocuparme.
—Lo sé, mamá, y no me malinterpretes, me encanta que lo hagas y te quiero, pero estoy bien, de verdad.
—Bueno, de acuerdo, vete entonces; pero, Jack, no olvides que en la vida no todo es trabajar, también hay que divertirse. (
Se besan
.) Adiós, cielo. Nos vemos el viernes, y después…
—Tilly, en realidad lo que dice el guión es: «… pero, Vince, no olvides que en la vida no todo es trabajar…».
—¿En serio?
—Sí, se supone que tiene que hacer gracia.
—¿Y dónde está la gracia? —quiso saber Tilly.
—Pregúntaselo al guionista, querida, no a mí. Esta serie va dirigida a un público de nivel muy bajo.
«Nunca subestimes la inteligencia de los espectadores», decía siempre Douglas, y como en tantas cosas, tenía razón, claro.
—¿Podemos hacer otra toma, Tilly? Por favor.
—¡Virgen santa! —oyó murmurar a alguien—. Que lo dejen correr o va a salirnos con todos los Tom, Dick y Harry que se le ocurran antes de llegar a «Vince», si es que llega.
El actor que interpretaba a Vince le guiñó el ojo a Tilly. Lo conocía mucho, desde que era un chaval y estaba en la escuela Conti, e hizo de Oliver Twist en aquella representación en el West End —¿o fue de el Truhán?—, pero ¡maldita sea!, no conseguía recordar su nombre. Qué lástima que todo el mundo le diera tanta importancia a los nombres. Lo que se ha dado en llamar rosa, con otro nombre aún exhalaría su perfume. Etcétera.
—¿Quiere una taza de té, señorita Squires? Tiene un ratito.
Aquella chica india tan amable tenía la lista de intervenciones de Tilly, porque ella nunca sabía dónde la había puesto.
—Gracias… —¿Pima? ¿Pilar? ¡Pilau!—. Muchas gracias, Pilau.
—¿Perdone?
Ay, señor, vaya tono, pensó Tilly. ¿Qué había dicho mal ahora?
—¿Pilau? ¿Como el arroz
pilau
? Señorita Squires, me parece bastante ofensivo, ¿sabe? Es como llamar a alguien «Papadum». Me llamo Padma, y si no supiera cómo le cuesta acordarse de los nombres pensaría que estaba siendo usted racista.
—¿Racista yo? —exclamó Tilly—. ¡Qué va! Jamás, querida.
En su defensa (una defensa pobre, todo hay que decirlo), Tilly sintió deseos de decir: «Mi bebé era negro» (o por lo menos mulato), pero no había bebé alguno para probarlo, ningún bebé que se hubiera convertido en un hombre fuerte y sano. Tilly siempre se lo imaginaba parecido a Lenny Henry. Phoebe había ido a verla al hospital poco después.
—Bueno —dijo—, ha sido lo mejor. Incluso tú deberías reconocerlo, Tilly.
—¿Tú crees?
Las enfermeras fueron muy desagradables con ella, mostrándose altivas e implacables porque el bebé del que se habían deshecho sin enseñárselo siquiera no era blanco como las azucenas, ni blanco como la nieve.
—Habría sido un niño de color, Tilly —le había dicho Phoebe con un susurro (histriónico), sentada junto a la cama.
A Tilly le llevó unos instantes comprenderla. Lo primero que pensó fue: ¿Como un arco iris?
—Lo habrías pasado muy mal —prosiguió Phoebe—. Te habrían hecho el vacío. Y nadie hubiera vuelto a ofrecerte trabajo. Es mucho mejor así.
Por supuesto, aquello fue en 1963; los años sesenta apenas habían arrancado. Pero a Tilly le daba lo mismo: aunque el bebé hubiera salido violeta y amarillo, con lunares y rayas, lo habría querido igual.
Todo ocurrió por pura casualidad (pero ¿no ocurre todo así?). Habían invitado a Phoebe a alguna clase de fiesta diplomática, y convenció a Tilly de que la acompañara. Para que le sirviera de tapadera, por supuesto. Phoebe tenía una aventura con un secretario de Estado; casado, cómo no, todo supersecreto. Quién sabía con quién andaba acostándose, desde luego podía haber sido la Christine Keeler de su época, pero tenía demasiada suerte para que la descubrieran. Siempre tenía suerte. En la vida y en el amor. Así que se presentaron las dos en aquella fiesta, y Phoebe le dio esquinazo en cuanto cruzó el umbral.
Había toda clase de gente: un viejo actor famoso, amanerado a más no poder, y un montón de jóvenes bellezas, hombres y mujeres. Estaba aquella modelo a la que Phoebe conocía, Kitty Gillespie, y una estrella de cine, un hombre que poco después tiraría por la borda aquel mundo de relumbrón para ir a la India a encontrarse a sí mismo. Toda esa gente se mezclaba con los invitados de las distintas embajadas, y también había un fotógrafo de
Vanity Fair
. Phoebe, que llevaba una gargantilla de brillantes que le había pedido prestada a su madre, y que nunca le devolvió, evitaba visiblemente que la fotografiaran con su político.
—Buenas noches —dijo una voz grave.
Tilly se volvió para encontrarse con la sonrisa de un joven encantador. Era negro como el carbón. (¿Le parecería a esa chica —Padma, Padma, Padma, porque seguro que si lo repetía lo suficiente se acordaría—, una manera racista de describirlo?)
—No conozco a nadie en la fiesta —comentó él.
—Bueno, ahora me conoces a mí —respondió Tilly.
Le contó que era de Nigeria, secretario de un agregado o algo así, nunca llegó a quedarle claro, pero lo cierto es que el hombre sabía cómo mantener una correctísima conversación: había estudiado en Oxford y en Sandhurst, y su acento sonaba más inglés que el del príncipe Felipe. Además, le interesaba muchísimo todo lo que Tilly tuviera que decir, no como algunos amigos de Phoebe que siempre andaban mirando por encima del hombro de una para ver si había entrado en la sala alguien más interesante.
El caso es que una cosa llevó a otra —en la conversación— y Tilly lo invitó a su pisito del Soho la noche siguiente; dijo que prepararía algo de cenar, aunque no tenía ni idea de cocinar, por supuesto. Le pareció que estaba muy solo y que echaba de menos su hogar; pues ella era muy capaz de entenderlo, porque llevaba toda la vida sintiendo esa misma añoranza, no de su casa, sino de la idea misma de un hogar.