—¿Qué diantre lleva en ese bolso? —le preguntó a la mujer. Yo y el gato, un par de curiosos sin remedio.
Ella sacó una enorme linterna Maglite negra y la sostuvo ante el retrovisor para que Jackson pudiera verla. Tenía toda la pinta de viejo material de policía. Esos trastos pesaban una tonelada, no era de extrañar que el tipo no se hubiera vuelto a levantar. Aquella mujer no hacía prisioneros, estaba claro. Guardó la Maglite y siguió hurgando en el bolso, del que finalmente sacó un teléfono móvil. Jackson dio por sentado que iba a llamar para informar de lo ocurrido en la gasolinera.
—¿Va a llamar a la policía?
—Claro —respondió ella, y al instante siguiente bajó la ventanilla y arrojó el teléfono.
Jackson se volvió para mirarla.
—¿Qué? —preguntó ella.
—¿Qué cree que está haciendo? —preguntó la mujer cuando él sacó su propio móvil del bolsillo.
Otra mujer agresiva, pensó Jackson exhalando un suspiro. Dondequiera que fuese, encontraba mujeres agresivas. Madres agresivas que engendraban hijas agresivas, de manera que el círculo no se rompería nunca.
—Pues llamo a los servicios de emergencia.
—¿Por qué?
—Por la chica de la gasolinera —repuso Jackson haciendo alarde de paciencia. Y pensando en los tulipanes, en sus pétalos de colores primarios esparcidos por el suelo, añadió—: Es una espectadora inocente.
—¿Una espectadora inocente? ¿De qué habla? ¿Hay alguien que sea de verdad inocente?
—¿Los perros? ¿Los niños? —propuso Jackson—. ¿Yo?
Ella soltó un bufido de desdén como lo habría hecho una mujer que llevara diez años casada con él.
—Vale, entendido; no quiere meter a la policía en esto —dijo él—. Pero ¿quiere contarme qué pasa?
—Pues no me apetece mucho. Además, ¿hay alguien en realidad que sea un mero espectador? —elucubró ella como si estuvieran enzarzados en un debate filosófico—. Podría argumentarse también que todos somos espectadores.
—No es cuestión de semántica —repuso Jackson—. Hemos dejado ahí a esa chica, y sí, yo diría que «espectadora» e «inocente» son términos que aluden con bastante precisión a su papel en los acontecimientos.
—Semántica —murmuró ella—. Una palabra demasiado rimbombante para soltarla a estas horas.
El ciudadano cabal promedio estaría llamando a la policía en esas circunstancias. Fugitiva, delincuente… ¿cuál era la historia de la mujer del bolso letal? Jackson exhaló un suspiro.
—Bueno, como por lo visto la estoy ayudando a escapar de algo que pinta bastante mal, y me quedo corto, ¿puedo tener al menos la certeza de que está en el bando de los buenos?
—¿De los buenos?
—Sí, lo contrario de los malos.
—¿Porque soy una mujer? ¿Una mujer con una criatura? Una cosa no implica la otra, no siempre.
La criatura en cuestión se había dormido. La varita de plata, que ya no le servía para mucho, se le había resbalado de entre los deditos. Jackson esperaba que todo aquello no fuera para ella el pan de cada día.
—No —respondió Jackson—, porque ha dicho que había sido policía.
—Una vez más, una cosa no implica la otra —repuso ella encogiéndose de hombros.
—Todavía tengo intención de llamar.
Esperó a medias que lo noqueara con la Maglite, pero en ese momento la niña se despertó.
—Tengo hambre —anunció.
—¿Tiene plátanos ahí dentro?
—Pues mira por dónde —respondió él sacando un racimo de la bolsa de plástico sobre el asiento del pasajero.
Como un mago. O como un tonto de remate. El infeliz era todo un gallito. ¿De verdad era ex policía? Parecía más bien del tipo cobardica, la clase de tío al que le gusta rescatar damiselas en apuros pero solo si no implica muchas dificultades. Era bastante atractivo, eso sí que había que concedérselo, pero posiblemente eso era lo último en lo que Tracy pensaría en ese momento. Escabullirse para escapar de unos hombres misteriosos que la perseguían podía provocar eso en una mujer. Ser una mujer también podía provocar eso en una mujer. El tipo tenía un perrito un poco tonto; no tenía muy claro qué interés podía tener un hombre en un animalito de ese tamaño.
—Ni siquiera sé su nombre.
—No, no lo sabe —admitió Tracy.
—¿Quieres un plátano? ¿Una manzana? ¿Una galletita de perro? —ofreció Jackson.
La niña cogió una manzana.
—¿Y mamá querrá algo? —preguntó el hombre mirando a Tracy por el retrovisor.
—No es mi mamá —soltó la niña con naturalidad.
Fue como un puntapié en el corazón de Tracy.
—¡Qué cosas dicen los niños! —exclamó devolviéndole la mirada al hombre—. Oiga, no aparte la vista de la carretera, no querrá tener un accidente, ¿verdad? Piense que lleva un hada a bordo.
¿Quiénes serían los tipos de la gasolinera? Dos matones con cazadora de piel que trabajaban en tándem, pero ¿para quién? Y ¿por qué? El primero había abierto de un golpe la puerta del lavabo cuando la niña se estaba lavando las manos. El tipo abrió la boca para decir algo, pero antes de que pronunciara palabra Tracy le había dado un rodillazo ahí donde más duele. Y echaron a correr. Alguien quería recuperar a la cría, o eso parecía. Y no era Kelly Cross, porque esa ya no quería nada ni lo iba a querer nunca más.
El conductor del Saab marcó el número de emergencias mientras conducía. Fue una llamada anónima, en la que informaba de un «incidente», dando a entender que era importante. Dio la impresión de ser un profesional más que —su principal obsesión— un espectador inocente.
—Envíen una ambulancia —ordenó con tono autoritario.
—Hablando por el móvil mientras conduce —dijo Tracy cuando hubo colgado—. Eso sí que es un delito, ¿sabe?
—Pues deténgame —respondió él.
Su propio móvil había sido como un faro que guiaba a cualquiera que la anduviese buscando derechito hacia ella. Cualquiera podía encontrarte si llevabas móvil, y una mujer a la fuga con una niña secuestrada no debería delatarse de esa forma. Por eso había lanzado el teléfono por la ventanilla del coche. Ahora eran unas proscritas.
Aquellas carreteras no le resultaban familiares a Tracy, y los sitios por los que pasaban no le decían nada —Beckhole, Egton Grange, Goathland—, pero después empezó a ver carteles que indicaban el camino hacia la costa. En realidad Tracy no quería ir hacia la costa, sino a la casita que había alquilado. Era consciente de que tenía cierto sentido quedarse con aquel hombre. Sin él, era una mujer sola que se había dado a la fuga con una niña que no le pertenecía. Pero, juntos, formaban una familia. O algo que parecía una familia a ojos de cualquiera que las estuviera buscando. Contempló la posibilidad de quedarse con él un poco más, pero al final rechazó la idea. Estiró un brazo y le dio unos golpecitos en el hombro.
—Me temo que necesitamos otra parada técnica —dijo con tono apesadumbrado.
El hombre detuvo el coche. Estaban en medio de la nada, pero Tracy prefería estar en medio de la nada que en medio de algún sitio.
—A ese perro puede que también le haga bien salir un poco —le recordó al tipo—. Para estirar las piernas, empolvarse la nariz…
—Sí, es probable que tenga razón.
Así pues, se bajaron todos del coche. Tracy se alejó un poco, hasta un pequeño y discreto afloramiento de piedra caliza.
—No tengo pipí —le susurró Courtney.
—Perfecto —respondió Tracy, observando cómo el perro se alejaba para adentrarse en los matorrales y el hombre lo seguía.
Solo necesitaba que él estuviera más lejos del coche que ellas. Y que reaccionara más despacio. Y, en general, que fuera más tonto. Y resultó que el hombre cumplió con las expectativas. Tracy cogió a la niña de la mano.
—Venga, rápido. Hay que volver al coche.
La niebla volvía a ser su amiga. Antes de que el conductor del Saab advirtiera qué pasaba, Courtney se había encaramado al asiento de atrás y se había abrochado el cinturón. Eso había que concedérselo: se le daban bien las retiradas veloces. Tracy se sentó al volante y arrancó el motor. En cuestión de segundos, estaban a media milla de Jackson Brodie.
Su teléfono se había quedado en el asiento del pasajero. Tracy redujo la marcha y lo tiró al arcén.
Habrían avanzado unas cien yardas más cuando Courtney dijo:
—Se ha dejado la bolsa.
En esa ocasión, Tracy detuvo el coche, pasó la mochila al asiento delantero, abrió la puerta y la tiró.
—¡Adiós muy buenas! —exclamó.
* * *
Barry entró en el Best Western blandiendo la placa con grandes aspavientos. La mujer de detrás del mostrador se quedó perpleja ante aquella entrada de bravucón. Iba muy maquillada, como las azafatas de vuelo, con un traje chaqueta que le quedaba una talla pequeño y el cabello recogido en un moño tan complicado que sin duda le habrían hecho falta dos doncellas victorianas para peinarse esa mañana. En la solapa de la chaqueta, una placa anunciaba CONSERJE, como si fuera su nombre. Barry se acordó de la época en que los conserjes de hotel eran todos tipos maduritos y sin escrúpulos que aceptaban sobornos a diestro y siniestro.
—Bueno, me pareció un poco extraño.
—¿Extraño? ¿En qué sentido? —quiso saber Barry.
No creía que nada en el mundo pudiera parecerle extraño a esas alturas. La conserje era australiana. Estaban por todas partes.
—Un poco… No sé, ¿paranoico? Siempre andaba entrando y saliendo a hurtadillas. Un día me pareció que ocultaba algo bajo la chaqueta, y nunca se separaba de su mochila. Con estos tiempos que corren, uno piensa enseguida si no será un terrorista, ¿no? La verdad es que parecía un poco peligroso. ¿Qué ha hecho?
—Todavía no lo sé —respondió Barry—, pero me gustaría echarle un vistazo a la habitación, si puede ser.
En esa habitación de hotel no había nada. El tal Jackson la había dejado esa misma mañana, muy temprano, y la mujer de la limpieza había hecho un buen trabajo. No encontró ninguna pista que pudiera desvelarle quién era realmente ese tío: ni pelos púbicos amontonados en un rincón del baño, ni una enorme huella grasienta bajo la tapa del inodoro. Al parecer, no había dejado nada tras él, salvo una generosa propina para la chica de la limpieza. Qué lástima que no hubiera dejado una nota clavada en la pared explicando qué tramaba.
Barry sacó una botella de vodka en miniatura del minibar, se sentó en la cama y se la bebió de un trago. Siempre se sentía cansado. Apoyó la cabeza entre las manos y se quedó mirando fijamente la alfombra. Entonces vio algo que a la mujer de la limpieza se le había escapado: un pelo. Pero no parecía un pelo humano. Lo cogió entre el índice y el pulgar para examinarlo de cerca. Parecía un pelo de perro.
¿No había venido ese Jackson en busca de la verdad sobre Carol Braithwaite? Linda, Tracy, Barry, todos tenían papeles secundarios en el drama de la muerte de Carol Braithwaite. Quizá iba siendo hora de que los actores con papeles estelares salieran al escenario. Se acercaba el fin. Barry iba a ser pasto del fuego eterno, de modo que por qué no llevarse a unos cuantos consigo.
Lo que le hubiera apetecido en ese momento habría sido tenderse en la cama y echar una cabezadita, pero se esforzó en levantarse y se tomó otra botellita de vodka. Después, llenó de agua los dos pequeños cascos vacíos y los devolvió al minibar.
No podía más. Ya no le quedaban fuerzas. La hora de la verdad se acercaba. Para él. Para todos.
—Gracias, cielo —dijo Barry al devolver la llave de plástico de la habitación—. Cuídame bien los canguros, ¿eh?
* * *
El perro se sentó a su lado y ambos contemplaron al Saab que se alejaba.
—No me lo puedo creer. —Se sentía como si acabara de perder a un viejo y leal amigo—. Me gustaba ese coche.
El coche aminoró la marcha, y Jackson echó a correr hacia él.
—Vamos, vamos, debe de haber cambiado de opinión.
El Saab paró el tiempo justo para que arrojaran su móvil al arcén, y luego se puso en marcha otra vez, con Jackson y el perro corriendo detrás. El coche volvió a incitarlo parándose una vez más, ahora para arrojar su mochila. Corrió hacia él y, justo cuando iba a alcanzarlo, arrancó de nuevo. Recogió el teléfono y la mochila, y esperó por si le tiraban algo más, pero esta vez el Saab aceleró y se fue alejando.
—El sexo débil —le dijo al perro.
(«¿Débil en qué, exactamente?», le había preguntado una vez a Julia. «En el amor y en la guerra», había contestado ella.)
En el cristal trasero del coche aún vio moverse la varita plateada, oscilando despacio, como un metrónomo. La niña le decía adiós.
Estaban en medio de la nada. ¿Y si llamaba a un amigo? ¿Tenía alguno? Julia, quizá, pero ella no podría hacer gran cosa. ¿Y si preguntaba al público? Se volvió hacia el perro. Pobre bicho. Encontró las galletas para perro en el bolsillo, lo único que se había salvado de su compra en la gasolinera. Eran galletitas en forma de hueso. Para su sorpresa, tenían una pinta bastante apetecible, pero resistió la tentación y le lanzó una al perro.
Un radiotaxi parecía la opción más sensata, pero el teléfono, aunque tenía aspecto de haber sobrevivido a la defenestración, indicaba que no había cobertura. No quedaba más remedio que seguir camino a pata. El plan, cómo no, hizo más feliz al perro que a Jackson.
Anduvieron media hora larga antes de encontrar indicios de civilización. El perro oyó el coche que se aproximaba antes que él. Agarró al animal del collar y lo llevó hasta el arcén, donde esperaron a que el vehículo apareciera entre la niebla. El recuerdo del Land Cruiser lo hizo considerar arrojarse a la zanja más cercana, pero no había zanja alguna y ya veía que el coche que se aproximaba por la carretera desierta no era el Land Cruiser, sino un Avensis; un Avensis gris.
Jackson le hizo señas con la mano para que parara.
—La bolsa o la vida —le murmuró al perro.
El Avensis se detuvo, y la ventanilla del lado del pasajero bajó.
—Muy buenas, qué casualidad verlo por aquí —dijo el conductor.
Jackson se esforzó en verle la cara, lamentando de nuevo no haberse comprado aquellas gafas. ¿Lo conocía?
El conductor abrió la puerta del pasajero.
—Su madre le dijo que no hablara con desconocidos, ¿no es eso? ¿Le acerco a algún sitio, caballero?
Era aquel camarero del servicio de habitaciones, el que le había puesto el dispositivo de localización. Jackson buscó con la mirada al perro para que lo confirmara, pero el animal ya había brincado para instalarse en su guarida habitual a los pies del asiento delantero.