Algo le daba vueltas en la cabeza, pero no sabía qué era. De la cartera, sacó la fotografía que había robado del despacho de Linda Pallister. Una niña en una playa. Una buena instantánea de cabeza y hombros. En lo más hondo del corazón, Jackson sabía que esa niña era Hope McMaster. Exhaló un suspiro y volvió a guardar la fotografía.
Se acostó cuando apenas eran las nueve y media. Solo había una cama individual, y el perro ya se había apropiado de una parcela considerable. Cuando se metió entre las finas sábanas, el animal se movió, le dirigió una mirada vacía, como un sonámbulo, y luego se arrellanó de nuevo. Jackson permaneció despierto bastante rato, vigilado por la mirada imperturbable de los ojos sin vida de las muñecas.
* * *
Encontró la invitación para la cena en el club de golf en el fondo de un cajón del despacho. Barry observó con desdén que se exigía «Atuendo para impresionar, de etiqueta». Según prometía la invitación, habría un grupo en directo hasta medianoche, y después discoteca con música de los setenta, además de una rifa con «fabulosos premios»: una escapada para dos a la isla de Wight («pasajes de ferry incluidos»), un pack firmado de DVD de la serie
Gavin & Stacey
, por no hablar del «bate de críquet de tamaño natural firmado por el equipo ganador de la liga de empresas de seguridad de Yorkshire». Era la clase de fiesta que antes le gustaba a Barbara: una excusa para emperifollarse, ponerse algún vestido espantoso y alardear ante otras mujeres de los «sobresalientes» de Amy, de su título universitario, de que si ya estaba prometida, del bebé… Pero ahora ya no quedaba mucho de lo que presumir.
—Dice «atuendo para impresionar», Barry —se burló Len Lomax cuando lo vio.
A diferencia de Barry, él llevaba esmoquin, fumaba un puro y estaba de lo más comunicativo y elegante. Era un tipo robusto y el paso de los años no lo había encogido todavía; se lo veía mucho más en forma que a Barry. ¿Cuántos años tendría? ¿Setenta? ¿Setenta y dos? Los jubilados ya no se comportaban como jubilados, todos se creían el maldito Sean Connery.
—Puedo conseguirte un plato de lo que sea, si quieres —le ofreció la mujer de Ray Strickland.
Margaret, se llamaba. Escocesa. Barbara le había contado que tenía algún cáncer de mujeres pero estaba igual que siempre, en los huesos, sin nada de carne. Suave por fuera y dura por dentro. A Barbara nunca le había caído bien Margaret Strickland, aunque eso no significaba gran cosa, porque había mucha gente que a Barbara no le caía bien, incluido él mismo.
—Estoy segura de que habrá quedado comida en la cocina —insistió Margaret. Había un menú sobre la mesa:
Agneau rôti et purée de pommes de terre
.
—Entre tú y yo, eso es el cordero asado con puré de patatas de toda la vida —comentó Ray Strickland.
Strickland no había envejecido tan bien como Len Lomax, pero aún parecía recorrido por esa especie de corriente nerviosa. Barry siempre había pensado que nunca se sabía por dónde iba a tirar, si iba a ser simpático o sumamente desagradable. En resumen, era algo inestable. Barry deseó poder volver atrás, deseó que su yo más joven hubiese tenido el valor suficiente para mandar a Lomax y a Strickland a la mierda.
—¿Y algo de postre? —sugirió Margaret—. Hay tiramisú.
Toda la flor y nata allí presente se había terminado ya el tiramisú, a juzgar por las manchas de lo que parecía mierda en sus platos.
—No tengo hambre —repuso Barry—. Gracias de todas formas.
—Nunca te vemos por aquí, Barry —dijo Margaret Strickland.
—Es que no juego al golf.
—Pero sí bebes —puntualizó Lomax sirviéndole un vaso de whisky.
El grupo estaba afinando los instrumentos y Alma, la mujer de Len, preguntó:
—¿Te animas a bailar conmigo, Barry?
Había envejecido mal, demasiadas vacaciones bajo el sol barato del extranjero. Rondaba los setenta y todavía andaba con tacones de aguja y un montón de maquillaje. Después de hacer a Alma y a Barbara rompieron el molde. Gracias a Dios.
Ray Strickland hizo un gesto discreto con la cabeza, indicándole que saliera fuera con él. Barry le dio una palmadita en el hombro a Alma.
—Quizá más tarde, cielo. —Cuando las ranas críen pelo.
Salió detrás de Ray Strickland. El aire fresco de la noche le pareció terapéutico.
—He pensado que mañana en el funeral de Rex no tendríamos oportunidad de charlar —dijo Strickland.
—Soy todo oídos.
—No sé muy bien cómo plantear esto —empezó Strickland frunciendo el entrecejo y bajando la vista hacia sus lustrosos zapatos.
—¿Alguien anda metiendo las narices más de la cuenta y haciendo preguntas sobre Carol Braithwaite? —propuso Barry para allanar el terreno.
—Sí —respondió Strickland visiblemente aliviado.
—¿Quieres que haga algo al respecto?
—¿Podrías? —preguntó Strickland, no muy convencido.
—Pues sí —respondió Barry—. Sí que puedo hacer algo.
Cuando volvió a subir al coche, bastante cansado, Barry se preguntó si la flor y nata reunidas allí brindarían por Rex Marshall antes de que la noche llegara a su fin. Quizá antes de que empezara la «disco de los setenta».
Todos ellos habían estado presentes en aquella fiesta de fin de año en el Metropole: Eastman en su esplendor, Rex Marshall, Len y Alma Lomax, Ray Strickland y su esposa rarita y menuda, Margaret, y los Winfield.
Era posible que Ian Winfield siguiese vivo. Barry no estaba al corriente de si se había sabido algo de los Winfield después de que se largaran a Nueva Zelanda. Él mismo llevaba muchísimo tiempo sin pensar en los Winfield. Kitty Winfield. Ian Winfield. De golpe se vio inmerso en un túnel negro y larguísimo que iba a parar al pasado. «¿Puedo ofrecerle algo, agente? Barry, ¿no es eso?»
Carol Braithwaite estaba levantándose de la tumba.
21 de marzo de 1975
Barry encendió un cigarrillo. Estaba sentado en su coche ante la casa de los Winfield. Una casa preciosa. Ni siquiera podía imaginar cómo sería vivir en una casa así, vivir en Harrogate, capital norteña de la pijería. Debería llevar a Barbara a Harrogate, si alguna vez conseguía reunir el valor suficiente para invitarla a salir. Quería proponerle que fuera al cine con él. Barbara era muy sofisticada en comparación con la mayoría de las chicas que conocía, ella siempre iba arregladísima, impecable. «Una chica como esa se gastará todo tu dinero», le decía su madre.
No tenía ni la más remota idea de a qué andaba jugando Strickland. Le había contado que su coche estaba en el taller para pasar la revisión y que no tenía transporte, y le pidió que lo recogiera. Barry no acababa de entender por qué no cogía un taxi. Él no estaba de servicio, y acababa de sentarse a la mesa ante un enorme plato a base de fritos que le había preparado su madre. Deseó que Ray Strickland no hubiese tenido su número de teléfono. «No traigas un coche patrulla», le había dicho Ray Strickland.
Strickland lo esperaba ante el edificio de apartamentos de Lovell Park cuando Barry llegó en su viejo Ford Cortina. El Mark II, un coche que todavía recordaba con cariño más de treinta años después.
Strickland llevaba una criatura dormida en los brazos, envuelta en una manta. Temblaba visiblemente y parecía sumido en un sopor. Un sopor etílico, supuso Barry. Todo el mundo sabía que a Strickland no le sentaba bien el alcohol. Barry le abrió la puerta trasera del Cortina.
—¿Jefe? —preguntó, esperando una explicación.
—Tú limítate a conducir, Crawford —respondió él con tono de cansancio—. A Harrogate, a casa de los Winfield.
Barry sabía quiénes eran los Winfield. Ella tenía mucho glamour, y había sido modelo. A Barry no le habría importado hacerle un favor.
Cuando doblaron hacia la calle de los Winfield, Strickland se despabiló.
—Gracias por hacer esto —le dijo cuando ya se detenían ante la casa—. Te agradecería que quedara entre tú y yo.
—Su secreto está a salvo conmigo, jefe —dijo Barry.
No tenía ni idea de cuál era ese secreto, por cierto.
—Esto no es lo que parece —añadió Strickland cuando salía del coche, todavía con la criatura dormida en brazos.
Una vez más, Barry no sabía qué parecía. Observó a Strickland recorrer el sendero y llamar al timbre.
Esperó unos diez o quince minutos. Entonces se abrió la puerta de la casa e Ian Winfield salió por ella. Barry bajó la ventanilla del Cortina.
—¿Puedo ofrecerle algo, agente? Barry, ¿no es eso? —preguntó Ian Winfield.
La amabilidad personificada. Barry se preguntó qué podía estar ofreciéndole.
—No, gracias —respondió.
—El agente Strickland saldrá dentro de un momento —dijo Ian Winfield con el tono tranquilizador que uno utilizaría con un niño inquieto.
Al cabo de cinco minutos, Strickland volvió a subirse al coche, todavía más tembloroso que antes.
—Llévame a casa, Crawford. Mi mujer estará preguntándose dónde estoy.
Eso ocurrió tres semanas antes de que descubrieran el cuerpo de Carol Braithwaite en Lovell Park. Dijeron que llevaba ahí muerta tres semanas. Incluso Barry era capaz de hacer los cálculos. Strickland la había matado y se había llevado a la criatura.
* * *
MARJORIE COLLIER:
¿Quiénes son ustedes? ¿Qué hacen aquí?
MATÓN UNO:
Buscamos a Vincent. ¿Dónde está?
MARJORIE COLLIER:
No lo sé, no sé dónde está.
MATÓN DOS:
¿Crees que somos idiotas, cariño?
MARJORIE COLLIER:
No pueden entrar aquí de esta manera. ¡Fuera ahora mismo!
MATÓN UNO:
No hasta que hablemos con Vincent, cielo. Te sugiero que hagas una llamadita ahora mismo a tu niño de ojos azules y le digas que su querida mamá va a irse a dar una vuelta por el cementerio si no aparece pitando.
MARJORIE COLLIER:
No pienso hacer eso.
No luché contra Hitler para rendirme ahora ante dos matones de patio de colegio como vosotros.
(
Mira alrededor, ve el atizador junto a la chimenea
.)
MATÓN UNO:
Mira qué tenemos aquí, una vieja peleona, ¿eh?
MATÓN DOS:
Me parece más bien una vieja estúpida. (
A Marjorie
) No intentes hacerte la heroína, cielo.
MARJORIE COLLIER (
tratando de hacerse con el atizador
):
No me dais miedo.
(
Forcejean. El Matón Uno golpea a Marjorie y la arroja al suelo. Se da un golpe en la cabeza con la rejilla de la chimenea
.)
No con una explosión sino con un gemido. El director en persona le había entregado el guión, con cara de lástima. El anuncio de su ejecución. La pobre anciana Marjorie Collier iba a sufrir un desenlace peliagudo. Un final empalagoso como un pudin de tofe.
—Cuidado, Till —dijo Julia cuando el director se acercaba—, parece que te trae el pasaje para embarcar en el crucero de la muerte.
—Bueno, aquí acaba la cosa, Tilly, querida —dijo él—. Te llegó la hora.
Ahora era Saskia quien la trataba como si fuera inválida. Le había traído una taza de leche con miel y un platito de galletas integrales, y le había echado sobre los hombros su propio chal.
—Impresiona bastante, ¿verdad? —comentó Saskia—. A mí me pasó lo mismo cuando me mataron en aquel terrible accidente de coche en
Hollyoaks
… Mi novio era un psicópata que planeaba poner una bomba en la iglesia el día de mi entierro, ¿te acuerdas? Claro que sí, ¿quién puede olvidar algo así? Pues bueno, cuando leí el guión la primera vez me dio un ataque de nervios, pero al final me nominaron para mejor actriz de serie televisiva, así que al final todo salió redondo. Y de todas formas te vendrá bien descansar un poco, ¿no? No descansar como «en paz descanse», claro…, solo poner las piernas en alto, ver un poco la tele, darte el lujo de ir a un balneario.
Suerte que por fin se le acabó la cuerda e hizo un vago ademán hacia Tilly, incorporada contra las almohadas.
—Bueno, buenas noches.
—Buenas noches —respondió Tilly, aliviada por poder quitarse de una vez la peluca.
Saskia no podía disimular su alegría ante la idea de que Tilly se marchara, y los de producción le habían prometido ya que nunca más tendría que compartir alojamiento con nadie, aunque había rumores de que iba a marcharse al cabo de muy poco. Al parecer, «despegaba hacia Los Ángeles» para probar suerte.
—Mucha laguna para un pez tan pequeño —comentó Julia—. La pobre va a ahogarse.
—Bueno, tampoco espero que se ahogue —respondió Tilly—. Me basta con que chapotee un poco hasta comprobar que no se mantiene a flote.
Cómo no, Saskia estaba contentísima porque su novio llegaba la noche siguiente. No el jugador de rugby, que al parecer era cosa del ayer (literalmente), sino el nuevo, un «chico pacífico», lo cual provocaba cierta confusión porque en realidad estaba en el ejército: era teniente en la Guardia Real.
—Los hombres con uniforme son encantadores, ¿no te parece? —le dijo Saskia a Tilly.
Lo más cerca que Tilly había estado nunca de un hombre uniformado fue en una puesta en escena de
HMS Pinafore
o
La muchacha que amó a un marino
. En aquel entonces, cuando era joven, tenía una voz bonita y no cantaba nada mal. Qué gracioso, había olvidado por completo aquella obra. Se preguntó si todavía podría cantar aquellas melodías. El teniente de Saskia se llamaba Rupert y por lo visto había tenido una educación muy tradicional. Eso, al parecer, inquietaba bastante a Saskia.
—Claro, es normal —opinó Julia—. Saskia es una cocainómana declarada. Será incapaz de aguantarse. La llevará a comer al caserón que su papá y su mamá tienen en el campo y ella pondrá su acento más sofisticado a lo Tara Palmer-Tomkinson, con su traje chaqueta y su collar de perlas, y al final la pillarán esnifando coca en la tapa de su inodoro superpijo, o en uno de sus inodoros superpijos, porque estoy segura de que tienen más de uno.
A veces, a Tilly le costaba seguir a Julia. No sabía si la culpa era de su cerebro cada vez más encogido, o simplemente de Julia.
Exhaló un suspiro, volvió a ponerse las gafas y continuó leyendo el guión. ¿Qué querían decir con lo de que Marjorie Collier había luchado contra Hitler? Se suponía que tenía sesenta y ocho años, no era lo que se decía una vieja, a no ser que el guionista fuera un preadolescente que solo tuviera interés en atraer a un público más joven incluso. Joanna Lumley tenía sesenta y tantos, por el amor de Dios, y nadie esperaba que tricotara delante del fuego y que calzara zapatillas de felpa. Tilly la había conocido en una fiesta benéfica. «Acompáñame —le había dicho Phoebe—. Necesito que vengas conmigo.» Phoebe estaba achacosa, le habían hecho ya trasplantes de rodillas, de caderas y hasta de las articulaciones de los pulgares. Y hablaban de hacer algo con los hombros. Tilly no tenía ni idea de que pudieran trasplantarse los hombros. Lástima que no pudieran ponerle un corazón nuevo. De todas formas, Joanna Lumley resultó muy simpática, aunque los canapés de marisco le provocaron a Tilly una indigestión que le duró días y que le hizo maldecir en arameo. Una expresión divertida, esa de maldecir en arameo, pero ¿sería racista? Mejor andarse con cuidado y no decirla delante de Paddy o como fuera que se llamara.