Me desperté temprano y saqué al perro (43 page)

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Authors: Kate Atkinson

Tags: #Intriga

BOOK: Me desperté temprano y saqué al perro
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Se desvaneció, recobró la conciencia otra vez y comprendió que en realidad no estaba paralizado sino atado, no exactamente como un pavo sino más bien como una momia egipcia. Las ataduras le apretaban en los tobillos y en las manos a la espalda, y lo habían amordazado. Para empezar resultó doloroso, luego terriblemente doloroso, y al cabo de un tiempo el dolor se vio reemplazado por un entumecimiento que de algún modo fue aún peor. Le dolía la cabeza, pero no más de lo que cabía esperar cuando te habían dado una patada y un puñetazo, o sea, un montón. Tendría suerte si salía de ahí sin daños cerebrales.

Quizá tendría suerte si salía como fuera. Se retorció con torpeza, como un gusano especialmente incompetente, hasta que dio con la cabeza contra una superficie dura. Fue maniobrando despacito para recorrer lo que resultó un espacio claustrofóbico, no mucho mayor que un ataúd. Un sarcófago con una forma muy rara y lleno de algo apestoso.

A medida que se iba retorciendo cayó en la cuenta de que compartía aire con desechos de comida, con un aroma a chop suey y el incansable olor a patatas y pescado fritos. Estaba enterrado en alguna clase de contenedor de basura junto con los restos colectivos de varios restaurantes de comida grasienta. «Oí zumbar una mosca, al morir.» Sería así porque en efecto había una mosca ahí dentro con él, zumbando con irritación, consciente de que tampoco ella podía salir.

Sintió cierto alivio al comprender dónde estaba. Al menos no se había vuelto loco, ni había ido a parar al infierno ni se había convertido en un gusano gigante. Sencillamente, un par de matones enormes lo habían golpeado en la cabeza y lo habían tirado a un contenedor de basura.

El alivio no duró mucho. No podía gritar para pedir ayuda, no podía moverse —lo de retorcerse no contaba en realidad— y no tenía forma de salir de ahí. ¿Y dónde estaría el perro? No parecía estar ahí dentro con él. ¿Yacería herido o mutilado en algún sitio? Un perro en peligro.

Entonces pasó algo peor. Mucho peor. Le llegó el ruido del potente motor de un vehículo industrial. El ronco gemido de una marcha reductora y de unos brazos hidráulicos que subían y bajaban, el traqueteo despreocupado y los intercambios a gritos que señalaban la llegada de un camión de basura del primer turno de la mañana. Jackson dio furiosos bandazos, tratando de bambolear el contenedor, pero no lo consiguió. Intentó dar patadas con los pies atados, pero apenas logró hacer impacto. De la barrera de cinta adhesiva que le cubría la boca solo emergió un gemido desesperado.

Había otros contenedores ahí cerca, y oyó cómo los hacían rodar hasta el camión, oyó cómo los levantaban, vaciaban y devolvían a su sitio. Dos contenedores. El suyo iba a ser el tercero.

—¿Viste anoche
Top gear
? —oyó a un basurero preguntarle al otro.

—No, mi mujer ve
Collier
—respondió el segundo—. Tengo que conseguir el Sky Plus, porque
Collier
es una mierda.

Jackson los oía con absoluta claridad. Estaba solo a unas pulgadas de ellos, pero era incapaz de atraer su atención. Había sobrevivido a la guerra del Golfo, a lo de Irlanda del Norte y a un devastador accidente de tren, e iba a morir como basura (literalmente) en las fauces de un camión triturador.

Su contenedor sufrió una repentina sacudida, y se encontró rodando y dando bandazos hacia su némesis. Jackson en peligro.

Bueno, llegó la hora.

Se acabó.

Jackson oyó ladrar a un perro. No eran solo ladridos, sino gañidos furibundos, la clase de ruido que volvía loca a la gente cuando no había forma de que parara. Y este perro no paraba. Ladraba y ladraba, guau, guau, guau. Algo en aquellos ladridos le resultó familiar.

—¿Qué pasa? —oyó preguntar a un basurero—. Estás tratando de decirme algo, ¿eh?

—¿Qué intentas decirnos, Skippy? —intervino el otro imitando fatal un acento australiano—. ¿Alguien tiene problemas, dices?

—¡Yo! —musitó Jackson.

Oyó a alguien soltar una carcajada.

—Skippy es un canguro, no una perra. Deberías llamarla Lassie.

—Pues yo diría que es un macho, por la pinta que tiene.

¿Iba a morir mientras en torno a él la gente discutía sobre el sexo de un perro?

De pronto se hizo la luz. Fue tan intensa que lo cegó. Y notó el aire fresco del mar. Luz y aire, cuanto necesitaba un hombre si te atenías a lo más básico. Y un amigo fiel que no estuviera dispuesto a permitir que te fueras al gran almacén de huesos del cielo sin armar un barullo de aquí te espero.

—No dejamos a ningún hombre atrás, ¿eh? —le dijo Jackson al perro cuando trastabillaba de vuelta al Bella Vista.

* * *

A primera hora, Tilly se preparó una taza de té. Se había acabado el buen tiempo y la lluvia arreciaba ahora contra la pequeña ventana de la cocina. Según los relojes eran las cinco y diez, y aunque ya no estaba muy segura de qué significaba eso, sí tenía la certeza de que era por la mañana porque oía a Saskia roncar al otro lado de la puerta de su habitación. Saskia se negaba a admitir que roncaba y siempre andaba refunfuñando por el ruido que hacía ella: «Caray, Tilly, anoche parecías un tren expreso en un túnel» o (como la había oído decirle a Padma; sí, Padma, ahora recordaba su nombre sin problema) «No lo soporto, no consigo dormir, es como compartir casa con un cerdo gigante»; Padma le había contestado: «¿Ha probado a ponerse tapones, señorita Bligh?».

Capitán Bligh, sí, señor. O más bien «no, señor», visto lo del motín. ¿Llamaba una «señor» a un capitán de la marina? ¿O solo «capitán»?
HMS Pinafore
no le había sido de gran ayuda con esas cosas. ¿Lo sabría el teniente de Saskia? Después de todo, el ejército era el ejército. ¿Cómo se llamaba? Saskia era la mujer del teniente. Tilly había tenido un pequeño papel en aquella película, el de alguna clase de criada. Lyme Regis, qué preciosidad de sitio; «los jóvenes estaban como locos por conocer Lyme». Era su libro favorito de Austen,
Persuasión
. Su cerebro era como el encaje: delicado y lleno de agujeros. O un faldellín de bautizo. Lana blanca sobre piel negra. Neuronas al baño María.

¡Rupert, así se llamaba! Como Rupert el oso. De niña le encantaba que le regalaran aquellos álbumes por Navidad, de Rupert y sus amigos. Bill el tejón, Ping-Pong el pequinés (¿era eso racista en algún aspecto?). No conseguía acordarse de los demás. Un 26 de diciembre había hecho algo que enfureció a su padre —quién sabía qué, con tantas cosas que lo hacían enfadarse— y había cogido su álbum de Rupert para arrancarle las páginas una por una. Oh, Dios santo, que alguien pusiera fin a todo aquello. A los recuerdos, a las palabras. Había demasiados.

El teniente llegaba esa noche, ¿no? Eso explicaría el pastel de carne que había aparecido misteriosamente en la mesa de la cocina.

Llovía tanto que parecía que alguien arrojara cubos de agua contra la ventana. Se oyó retumbar un trueno, como un efecto de sonido. (
En un barco en el mar: se oyen truenos y rayos tempestuosos
.) Había interpretado el papel de Miranda en una producción al aire libre. En algún lugar en los alrededores de Londres, no recordaba gran cosa al respecto; su corazón no estaba tan volcado en la obra como debiera porque estaba enamorada de Douglas. Se había visto atrapada en algún paraje de Berkshire o Buckinghamshire, en algún condado rural en la periferia de Londres en cualquier caso, mientras Douglas se hallaba en la capital dirigiendo una obra. Era quince años mayor que ella. Tilly tenía solo veinte, y el suyo era un papel precioso, con toda aquella dulce inocencia; en aquel momento no sabía que jamás volvería a interpretarlo. Ahora era Próspero, la pobre vieja Tilly, rompiendo su vara, a punto de renunciar a todo. La fiesta llegaba a su fin. A un final empalagoso como un pudin de tofe.

Por supuesto, aquel fue el verano en que Phoebe le robó a Douglas. Él la dirigía en
La comandante Barbara
. Sería la actriz más joven que interpretaría ese papel en un escenario londinense. «La más brillante nueva estrella de su generación», dijeron los críticos. Fue el trampolín de su rutilante carrera. Tilly nunca había entendido por qué Douglas no la puso a ella en el papel: era tan buena actriz como Phoebe; desde luego no era peor que ella. Ya era demasiado tarde para preguntárselo. Después de aquello, Phoebe consiguió todos los papeles interesantes, por supuesto: Cleopatra, la duquesa de Malfi, Nora Helmer.

Cuando volvió a mirar, comprobó que ya no llovía; fuera ni siquiera estaba mojado. ¿La lluvia estaba solo dentro de su cabeza? Una tempestad en su cerebro. «Cuánto he sufrido / al ver sufrir a los demás.»

El pastel de carne sobre la mesa se estaba descongelando bajo el sofocante papel transparente. Había verdes arbolitos en miniatura de brécol picados y lavados en un colador. La cena de esa noche ya en la mesa a las seis de la mañana. Claro, el teniente de la Guardia Real llegaba esa noche. Saskia interpretaba su papel doméstico. En realidad no había hecho el pastel de carne; aquel hombre tan simpático del cátering lo había preparado para ella. «Haz que parezca auténtico, casero —le había dicho Saskia—, como si fuera buena cocinera, pero nada de
cordon bleu
.» Qué chica tan tonta.

En un café, con Douglas. Cerca del Museo Británico. Él le pidió un babá al ron, el pastelito favorito de Tilly, y entonces puso su mano sobre la de ella. «Lo siento, mi queridísima Matilda»; él hablaba así, lo habían criado como a un galán de cine. Su madre había sido una Bluebell Girl, una «campanilla», antes de tenerlo a él. (Y ahí estaba Tilly ahora, en la casita Campanilla. Qué curioso.) Para Douglas no hubo un padre por ninguna parte, su madre era de las ligeras de cascos, y esa clase de educación tuvo que acabar volviendo tarumba a un crío. Lo primero que inhaló al nacer fue maquillaje teatral. Se sentía muy triste al pensar en Douglas de bebé, con lo terriblemente desmejorado que había estado al final, poco más que un esqueleto. El sida, por supuesto. Se llevó a muchos de aquellos pobres chicos. El bebé de Tilly había sido un chico. Se deshicieron de él. Negro. Negro como la noche. «Su belleza pende del rostro de la noche / como una joya de la oreja de un etíope.» La primera vez que había interpretado a Julieta fue en el colegio. Era un colegio solo de chicas, su Romeo era una niña llamada Eileen. Se preguntó qué habría sido de Eileen. Quizá estaba muerta.

Había un pastel de carne sobre la mesa. Le pareció extraño. Debería meterlo en el horno. Vince y su novio vendrían esa noche, a «achisparla un poco». Le dijeron que traerían comida… ¿la habían traído ya? ¿Estarían ya ahí? ¿Dónde? Su cerebro estaba volviendo a hacer esa especie de ondas, como un televisor que no funciona bien. Quizá estaba sufriendo pequeñas embolias, una tras otra; eso explicaría que el clima hubiese penetrado en su interior.

En el colegio habían preparado pastel de carne, en «artesanía doméstica». En las clases de artesanía doméstica te enseñaban todas las cosas que te harían falta para llevar una casa, para ser una buena esposa…

—¡Me cago en la leche, Tilly! ¿Qué estás haciendo? Estás asando el puto pastel de carne, y son las seis de la mañana, joder. ¡Eres una vieja estúpida y senil, joder!

Tilly hizo aspavientos en el aire, en vano. Quiso decir «No me grites», porque odiaba que le gritasen, hacía que se le encogieran las entrañas. Las fauces de su padre, el olor a pescado muerto que desprendía su piel. Pero no podía decir nada, las palabras se negaban a salir como era debido.

* * *

Desayunaron tostadas con pasta Marmite, sentadas a una mesa de comedor de roble hecha por Robert Thompson, el artesano ebanista. Tracy había leído un folleto sobre él, y le señaló a Courtney la firma del artesano: un ratoncito tallado que subía por la pata de la mesa. Alrededor estaban dispuestas diez sillas a juego. Courtney dio la vuelta a cuatro patas y fue contando todos los ratoncitos en las patas de las sillas.

Imagínate una vida en que desayunaras cada mañana sentada a una mesa de roble, en una casa gótica victoriana, viendo por la ventana una manada de ciervos. La varita mágica estaba junto al frasco de Marmite. Se había roto, y Courtney conservaba la mitad superior con la estrella; más parecía un hacha de guerra que una varita. Cuando se acabó la tostada, Courtney cogió la leal mochila rosa y dispuso el botín sobre la mesa de roble. Al cabo de tres días presenciando el ritual, Tracy creía saberse de memoria el catálogo, pero la niña siempre parecía haber añadido algo nuevo. En aquel momento, el inventario era el siguiente:

el dedal de plata deslustrado

la moneda china con un agujero en medio

el monedero con la cara de un mono sonriente

la bola de nieve con un burdo modelo de plástico del edificio del Parlamento

la caracola con forma de cucurucho de crema

la caracola con forma de sombrero chino

la nuez moscada entera

la piña

el anillo de compromiso de Dorothy Waterhouse

la hoja de otoño del bosque

varios eslabones de una cadena dorada barata

La cadena dorada era nueva. La cría era una urraca. Tenía obsesión por encontrar, coleccionar, ordenar. Era muy independiente. ¿Presagiaba aquello a una científica recopilando datos pacientemente, a una artista absorta en la creación, o revelaba un punto de autismo?

Tracy recogió los platos y los llevó a la cocina contigua al comedor. Al cabo de un par de minutos, oyó un ruido procedente de la otra habitación. Fue tan inesperado que tardó unos instantes en comprender que era Courtney cantando. «Brilla, brilla, estrellita.» El primer verso. Tracy se asomó al comedor. Courtney volvió a cantar el primer verso (¿quién se sabía el segundo? Nadie). En la palabra «estrellita», cerraba los puños y luego volvía a abrir las palmas como si fueran estrellas de mar. Una niña traumatizada que aún era capaz de cantar todavía podía salvarse, ¿no? Se la podía llevar a espectáculos teatrales y circos, a zoológicos y granjas y a Disneyland. No iba a acabar merodeando por Sweet Street West en busca de clientes. Chevaunne. Hubo un tiempo en que ella habría podido salvarse. Todos habrían podido salvarse, todas las Chevaunne, todos los Michael Braithwaite, todos los hambrientos, los maltratados y abandonados. Si hubiese habido gente suficiente para salvarlos.

—Lo siento —le dijo a Courtney—, pero tenemos que irnos de este sitio tan bonito.

Llamó por teléfono a Harry Reynolds. Le llegó el ruido de unos cubitos de hielo tintineando en un vaso. Le pareció un poco pronto para tomar alcohol. Quizá era su zumo de naranja de la mañana. Lo imaginó de pie junto al teléfono en su casa cara, calzado con sus caras zapatillas, contemplando sus caros peces. El hielo la hizo pensar en diamantes. Diamantes y cucarachas. El fin del mundo. Reynolds respondió con cautela.

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