Me desperté temprano y saqué al perro (44 page)

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Authors: Kate Atkinson

Tags: #Intriga

BOOK: Me desperté temprano y saqué al perro
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—¿Sí?

—Voy para allá —dijo ella. Sonó como una espía de la guerra fría.

Un sendero largo y recto la llevaría hasta el portón, y de ahí a la carretera hacia Ripon. La habían echado del paraíso, se dirigía al este del Edén, conduciendo un coche robado. En posesión de una niña robada.

Antes de que llegaran al portón, apareció un coche en dirección contraria. Gris y anodino, transitaba despacio hacia ellas. Algo en su funesta aura hizo que se le cayera el alma a los pies. El conductor hizo luces y levantó una mano como un guardia de tráfico. El Avensis.

Tracy se había encontrado con su némesis, lo sintió en los huesos. Supuso que tarde o temprano iba a tener que averiguar qué quería.

El Avensis se detuvo a la altura del Saab y el conductor le hizo un saludo marcial y bajó la ventanilla. Tracy bajó la suya.

—¿Qué? —preguntó pasando por alto las cortesías de rigor.

—Tracy, ¿le importa si la llamo así?

Qué confianzas. ¿Quién demonios era?

—He estado buscándola —añadió el tipo.

—En este momento soy muy popular, en particular entre los hombres, o entre los tarados, como se llaman a veces. ¿Por qué me sigue?

—Eso depende de la perspectiva, ¿no cree? Hay quien podría decir que usted me sigue a mí.

—Chorradas.

Él se echó a reír.

—Está hecha una guasona, Tracy.

—¿Una guasona? —repitió ella, perpleja.

¿De dónde había salido aquel payaso, de una caja en algún estante en que ponía «Fulano de Essex,
circa
1943»? Procedió entonces a bajarse del coche y pasar por delante del morro del Saab. Tracy se planteó la posibilidad de atropellarlo. Como a un ciervo, y dejar el cuerpo en la carretera para que lo encontraran los turistas. Allí no había cámaras de seguridad. ¿O sí las había? Era probable que el Patrimonio Nacional tuviese cámaras camufladas en los comederos de pájaros. Antes de que pudiese decidir si aplastarlo o no, el tipo había llegado al otro lado del coche. Abrió la puerta del pasajero, y Tracy tendió una mano hacia la Maglite.

—No hace falta —le dijo el tipo con tono agradable—. No soy la persona que debería preocuparla. —Se instaló en el asiento y exhaló un suspiro como si acabase de entrar en un baño caliente—. Me llamo Brian Jackson, por cierto.

Sacó una fina tarjeta del bolsillo y se la tendió. INVESTIGADOR PRIVADO, decía, y había un número de teléfono móvil. Podían conseguirse tarjetas como aquella en las máquinas de las estaciones de ferrocarril. «Hoy en comisaría había un tipo preguntando por ti —había dicho Barry—. Dice que se llama Jackson no sé qué. Dice ser un detective privado.»

—Un sitio muy bonito, ¿verdad? —comentó el tipo—. Es como si el tiempo se hubiese detenido. ¿Ha tenido oportunidad de visitar la abadía? Es Patrimonio Mundial de la Unesco, ¿lo sabía?

Ella lo miró fijamente hasta que el tipo levantó las manos en el aire.

—Solo trataba de entablar conversación. Llevo buscándola toda la semana. He encontrado a los demás, pero usted me esquivaba.

—¿A los demás?

—Cada vez que la alcanzaba, salía disparada. Casi me provocó un ataque al corazón cuando se estampó contra aquel ciervo. Podría haber sido horrible. Lo fue para el ciervo, claramente.

—¿Era usted el que me perseguía?

—La estaba siguiendo, no persiguiendo —repuso él con tono ofendido—. No sé por qué echó a correr hacia el bosque de esa manera. —Abrió la guantera y hurgó un poco hasta dar con alguna clase de pequeño chisme electrónico—. Nunca la habría encontrado sin esto. Un localizador. —Lo sostuvo en alto para que ella pudiera inspeccionarlo—. Se lo puse a su amigo, quería asegurarme de no perderlo de vista. Ambos vamos detrás de lo mismo, digamos que somos una especie de equipo. Una coincidencia curiosa, aunque yo siempre digo que una coincidencia no es más que una explicación en ciernes.

—¿De qué está hablando?

—Muy práctica, la forma en que me ha traído hasta usted. Su amigo está muy enfadado por lo del coche, por cierto.

—No es amigo mío —repuso Tracy.

—Podría serlo.

Tracy experimentó una sensación de derrota, que se cernió sobre ella como un pesado manto. ¿Qué sentido tenía todo aquello? No podía correr, no podía esconderse, siempre habría alguien buscándolas. Alguien que les pondría artilugios para localizarlas. Satélites en la estratosfera que seguirían todos sus movimientos. Cámaras enfocadas hacia ellas. Ojos en el cielo y zumbidos de cámaras que jugaban a Soy espía, buscando a alguien que empezaba por «T». El Pentágono y el Kremlin probablemente también las tenían vigiladas. Los alienígenas las tenían en un invisible rayo tractor. No había forma de escapar, no había salida. Se preguntó si podría limitarse a apoyar la cabeza en el volante y dormirse y que cuando despertara todo fuera distinto. Quizá el bosque crecería en torno a ellas, una jaula de espino y brezo. Debería haber pensado antes en aquello, haber hecho que la niña se pinchara el dedo con un huso, y hubieran estado a salvo. Dormidas, pero a salvo, como Amy Crawford.

El tipo seguía hurgando en la guantera. En esta ocasión encontró algo que parecía un caramelo de rayas blancas y negras.

—Un Everton de menta —anunció—. Llevaba una buena temporada sin ver uno.

Sacó un pañuelo, limpió un poco el caramelo y se lo tendió a Courtney, que lo cogió con la solemne devoción con la que uno aceptaría una hostia consagrada.

El caramelo formó un bulto de dibujos animados en la mejilla de la niña. Tracy la imaginó tragándoselo, ahogándose con él.

—Mastícalo —advirtió—, no lo chupes. —Se volvió hacia Brian Jackson, que aún revolvía en la guantera—. ¿Qué anda buscando?

—Nada, solo me preguntaba qué llevaría aquí dentro. No puedo evitar sentir curiosidad, él es algo así como…, cuál es esa expresión tan chula…, sí, mi álter ego, eso es; ese tío es mi álter ego.

—¿De qué habla?

—«Esto tiene buen aspecto, muchos recuerdos, N.» —leyó en una vieja postal que había encontrado—. Bonito sitio, Cheltenham. ¿Ha estado alguna vez? —Echó un vistazo a los discos compactos—. Música country; por Dios, quién iba a decirlo.

—Está aquí por la criatura —le dijo Tracy.

—Ajá —contestó—. Ha dado en el blanco, estoy aquí por la criatura, pero no por esta, por interesante que la encuentre. —Se volvió para mirar a Courtney. Ella le devolvió la mirada.

—No se esfuerce —intervino Tracy—. La niña no va a apartar la mirada primero. ¿A qué se refiere con que ella no le interesa? —De pronto se sintió contentísima—. ¿Quiere decir que no ha venido a recuperarla?

—No, qué va. Estoy aquí por otro niño.

—¿Otro niño? —repitió Tracy.

—Ya no es un niño. Fue un niño una vez.

—Todos hemos sido niños una vez.

—Yo no.

Un grupito de cervatos cruzó tranquilamente el camino por delante del coche.

—Mira —dijo Courtney.

—Ya los veo, cielo —contestó ella sin apartar la mirada de Brian Jackson.

—¿Qué tal si nos pasamos todos a mi coche, Tracy? —propuso Brian Jackson—. Será mucho más seguro que este. El mío no es robado…, palabra de ladrón. Las llevaré a donde vayan…, a Leeds, ¿no? Y podemos charlar un poco por el camino.

—No hasta que me diga de qué va todo esto. —Sintió de pronto una gran irritación, ahora que el pesado manto de derrota, ya solo una pobre metáfora, se le había caído de los hombros. Había recuperado su temple—. En este momento estoy muy ocupada y no tengo tiempo para sus bromas, así que empiece a hablar.

—Vale, vale. No pierda la cabeza.

Courtney profirió un ruidito que pareció indicar sorpresa.

—No lo dice literalmente —la tranquilizó Tracy sin volverse. Y añadió—: Estoy esperando.

—Michael Braithwaite —repuso él—. ¿Le dice algo ese nombre?

—¿Michael Braithwaite?

—Sí, ya pensaba que el nombre le diría algo. Tengo un par de preguntas que hacerle, unos cuantos huecos que llenar. Usted es una testigo clave, podría decirse. ¿Qué le parece, entonces? ¿Vamos tirando?

—Antes ha dicho que no era la persona por la que debería preocuparme —dijo Tracy—. ¿Quién es la persona que sí debería preocuparme?

* * *

Se sentó en el comedor del Bella Vista a tomar su «desayuno de Yorkshire» como si lo único que hubiera experimentado entre el momento de cerrar los ojos la noche anterior y el momento de volver a abrirlos esa mañana hubiese sido un sueño tranquilo en el floreado seno de VALERIE.

Los perplejos (y hasta podría decirse que traumatizados) basureros habían querido llamar a los servicios de emergencia, pero Jackson se las había apañado de algún modo para convencerlos de que había acabado en el contenedor como resultado de una broma peligrosa por parte de sus amigos.

—Una broma que ha salido mal.

—Pues vaya broma —dijo uno de ellos.

Habían tenido que volcar el contenedor para liberarlo, y salió rodando junto con la basura, como un bicho sin patas. Uno de los basureros sacó un cúter y cortó la cinta adhesiva que le ataba los tobillos y las muñecas. Sus miembros tardaron un rato en volver a la vida, pero consiguió quitarse él mismo la mordaza y se alejó dando bandazos calle abajo, consciente de las miradas dudosas a su espalda. Pasó ante un escaparate lleno de relojes. Las manecillas formaban una línea vertical en todas las esferas. Las seis en punto. Tenía la sensación de haber pasado muchas horas en el contenedor, pero apenas habían sido dos. Más que un contenedor de basura, había sido una máquina del tiempo, una Tardis.

El perro correteó a su lado durante todo el trayecto de vuelta al Bella Vista en un estado cercano al delirio. En el accidente de tren de dos años antes le había salvado la vida una jovencita mediante la reanimación cardiopulmonar. Ahora lo había salvado la lealtad de un perro. Cuanto menos inocente era él, más inocentes se volvían sus salvadores. Había alguna clase de intercambio en funcionamiento en el universo que no acababa de comprender.

Habían vuelto a VALERIE por la misma vía utilizada para salir, la escalera de incendios. El olor a beicon ya se colaba por debajo de la puerta y luchaba con el aroma a ambientador que desprendían cortinas, alfombras y tapicerías.

Entró en el angosto cuarto de baño integrado en VALERIE y se dio la mejor ducha de su vida, pese al tamaño sello de correos de la toalla y la pastillita de jabón que no tardó en desintegrarse. Una experiencia al borde de la muerte resultó el acicate perfecto para abrirle el apetito a uno, y una vez estuvo presentable otra vez, dejó al perro —sumido en una inmediata tristeza ante su desagradecida deserción— y salió de VALERIE por la vía convencional para investigar en qué consistía el «desayuno Yorkshire» de la señora Reid.

El desayuno no tenía absolutamente nada que recordara ni remotamente a Yorkshire. No sabía muy bien qué esperaba, quizá un pudin de Yorkshire y una simbólica rosa blanca grabada en la tostada, pero lo que le trajeron fue el habitual desayuno a base de fritos, consistente en blandengues lonchas de beicon, un huevo pálido y vidrioso, champiñones como babosas y una salchicha que le recordó sin poder evitarlo a un zurullo de perro. Lo peor de todo fue la (previsible) decepción que supuso el café, que era aguado y agrio y lo dejó con cierta sensación de náuseas.

Solo había otra mesa ocupada en el comedor, por una pareja de mediana edad. Aparte de algún comentario ocasional tipo «pásame la sal», los dos desayunaban en un silencio cabizbajo que rayaba en la hostilidad.

La ausencia de conversación conyugal le concedió a Jackson la paz necesaria para digerir los acontecimientos de la noche anterior. Aquel «mensaje» de madrugada: «Deja en paz a Carol Braithwaite». ¿Qué significaba eso, que se había acercado demasiado a una verdad poco conveniente? Sin embargo, no tenía la sensación de haber descubierto nada sobre la muerte de Carol Braithwaite. Más bien al contrario. ¿Quién estaba advirtiéndole que no siguiera y por qué? ¿Era por algo que Marilyn Nettles le había contado el día anterior, por algo que ella había dicho? ¿O quizá por algo que no había dicho? Había sido parca con sus respuestas.

Algo le había dado vueltas en la cabeza cuando se quedó dormido la noche anterior, antes de su encuentro con Patachunta y Patachún. Estaba pensando en Jennifer, la niña a la que él y Steve habían apresado en Múnich, tratando de recordar el nombre de su hermano, y entonces cayó en la cuenta de que no le había hecho la pregunta adecuada a Marilyn Nettles. Y era una pregunta muy simple.

Los desayunos los servía una chica joven. Le resultaba familiar, y cuando le volvió a llenar la taza —la cafeína era cafeína, después de todo, por mala que fuera— la reconoció: era la mitad femenina de la pareja gótica de la iglesia de Santa María del día anterior. Se había recogido el cabello en una coleta y no llevaba maquillaje. Se había quitado todos los piercings, o al menos los visibles. Parecía más una adolescente truculenta que una aspirante a vampiro.

—Bonita mañana —le dijo Jackson, y ella lo recompensó con una mirada hosca.

—Si no te obligan a trabajar —contestó.

—¿De verdad te obligan? —No parecía que pudiera obligársela a hacer nada.

—Trata de blancas.

No parecía muy probable, en Whitby.

Salió del comedor arrastrando los pies, derramando café de la jarra sin que pareciera importarle. Jackson oyó que empujaba la puerta de la cocina con gesto agresivo, y el ruido de algo que se hacía añicos. La reacción combativa de la señora Reid vino seguida por un quejido de la muchacha.

—¡Oh, mamá! —Lo dijo con un tono malhumorado exactamente igual al que adoptaba Marlee de un tiempo a esa parte.

La chica salió hecha una furia de la cocina y subió con estrépito por las escaleras.

—No hay quien consiga personal en estos tiempos, ¿eh? —les dijo Jackson alegremente a sus fúnebres compañeros de desayuno, ninguno de los cuales creyó necesario darle una respuesta ingeniosa, o de hecho la respuesta que fuera.

Premió al perro con la salchicha como un zurullo, birlada del desayuno Yorkshire, lamentando tan solo que todo lo que entraba por un extremo tuviese que salir por el otro.

Quitó las sábanas, hizo un lío con ellas y las dejó sobre el colchón. Encima de las sábanas dejó veinticinco libras para pagar el alojamiento. No dejó propina, pues no le habían prestado ningún servicio ostensible que mereciera una gratificación. Dinero fácil para la señora Reid. Podría haber dejado el hotel como se hacía normalmente, por supuesto, pero hacerlo así le apetecía más. Y le ahorraría un montón de charla innecesaria.

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