—A ver si encontramos algún sitio abierto donde tengan helados. —Estaban a primeros de marzo, no era temporada, y hacía un frío tremendo; nadie tomaba helados junto al mar en invierno—. ¡O patatas! —añadió emocionada—. ¡Tomemos patatas fritas!
Él tenía a la niña en brazos, tratando de protegerla del viento.
—¡Vamos, te echo una carrera! —le gritó ella a su hijo, pero el crío estaba concentrado en hacer un castillo con la arena mojada.
Carol corrió hacia el muelle. El viento pareció empujarla. Él deseó que se la llevara.
—Como una familia de verdad —dijo ella acariciando las fotografías, observándolas con ojos entornados a través del humo del cigarrillo.
Había empezado a hablar de que eran «una familia», insinuando que él podía dejar a su esposa. Se engañaba completamente.
Fue ahí donde empezó todo, al parecer. Ella dijo que iría a ver a su esposa y se llevaría a los niños consigo, para avergonzarlo en la puerta de su propia casa.
—Cállate —contestó él—, o vas a despertar a todo el barrio.
Ella empezó a pegarle, aporreándolo con los puños. Él le dio un buen bofetón, pensando que bastaría para hacerla parar, pero lo que hizo fue ponerla histérica y que gritara a pleno pulmón. Ella había sacado las garras, y antes de darse cuenta siquiera él la había seguido al dormitorio y le estaba oprimiendo el cuello con las manos. Y, para ser franco, le estaba gustando hacerlo. Solo para que se callara por una vez. Para que parara.
Todo pasó en cuestión de segundos. Ella era tan fuerte por naturaleza que no había esperado que se volviese tan flácida de pronto. Se arrodilló y le buscó el pulso, y cuando no logró encontrarlo no pudo creerlo. No había tenido la intención de matarla. Alzó la mirada y vio al niño de pie en el pasillo, con la vista clavada en él, pero en lo único que fue capaz de pensar fue en salir de aquel sitio. No pudo esperar el ascensor; corrió escaleras abajo, se subió al coche, condujo hasta el centro y se sentó en un pub a apurar un whisky de malta doble. Le temblaban las manos. Había arruinado su vida entera. Perdería su empleo, se iría a pique su matrimonio, su reputación.
Se quedó allí bebiendo. Le costó muchísimo emborracharse. Perdió la noción del tiempo.
—¿Una más para el camino, detective? —quiso saber el camarero.
—No —contestó él, y fue al servicio de caballeros y vomitó.
Había una cabina de teléfonos en la esquina, y se refugió bajo su fría luz blanca. Llamó a la única persona que le pareció que podría sacarlo de aquel lío; llamó a Eastman.
—¿Señor? Soy Len Lomax. Me he metido en un pequeño problema. —No mencionó al niño.
Ray le tendió las fotografías al día siguiente.
—Estamos en paz —le dijo—. No vuelvas a pedirme un favor, nunca más, ¿de acuerdo, Len?
—Seguro que estaba muerta, ¿no? —dijo Len. Se había pasado el resto de la noche dando vueltas en la cama junto a Alma, imaginando que Carol Braithwaite llegaba para señalarlo con un dedo acusador.
—Sí —contestó Ray—. Estaba muerta. —Pareció asqueado—. Les llevé la niña a los Winfield. No van a cuestionar nada, confía en mí. —No mencionó al niño porque no sabía nada de él.
Lo de los Winfield había sido idea de Eastman.
—Haré que Strickland les lleve a la criatura. Tú no estás en condiciones de hacer nada. Vete a casa con Alma. ¿Tienes llaves? ¿Del piso de esa mujer?
Al día siguiente, Eastman invitó a Len a jugar al golf.
—No eres mal tipo, Len —le dijo mientras practicaba el swing—. Te ha pasado una cosa mala, pero eso no significa que tu vida quede destrozada por culpa de una fulana muerta. Y esa cría tuya ha ido a parar a un hogar maravilloso, piensa en todo lo que tendrá.
Len siguió sin mencionar al niño.
Esperaba que encontraran a Carol. Así solía ocurrir: la gente se moría y otras personas la encontraban. El tiempo fue pasando y no ocurrió nada. Empezó a parecer irreal, empezó a parecer que no hubiese sucedido. Había tenido una prima, Janet; la seguía teniendo, pero en su familia ya nadie hablaba mucho de ella. A los catorce años dio a luz en su dormitorio, en casa. Nadie sabía que estuviera embarazada, todos pensaron que se había engordado un poco. Cuando su madre le preguntó por qué no había dicho nada, Janet dijo haber confiado en que, si lo ignoraba, se le pasaría. Así se sentía Len. Nunca pensó en si el niño estaría vivo o muerto; en realidad nunca llegó a pensar para nada en el niño.
—¿Qué te preocupa tanto? —quiso saber Alma.
—Nada —contestó él, y le contó alguna trola sobre el estrés en el trabajo.
Cuando recibieron la llamada sufrió un shock casi físico, como si algún cabrón hubiese chocado con él en el campo de rugby.
—Han descubierto el cuerpo de una mujer en los apartamentos de Lovell Park, los de uniforme ya han acudido.
Seguían sin mencionar al niño. Len se preguntó si en realidad habría desaparecido, si se habría desintegrado para volverse aire.
—Por Dios —dijo Strickland—. Esto va a ser complicado. El cuerpo lleva semanas allí.
Eastman los alcanzó antes de que llegaran al coche.
—A ver, calma, chicos, calma. No perdáis la cabeza.
Len mencionó por fin al niño.
—Serás idiota, cabrón —soltó Eastman—. Deberías haber dicho algo, podría haberte ayudado a solucionar este desastre mucho antes.
Nunca se le ocurrió que el crío pudiera seguir vivo. Había esperado que se encontraran con dos cadáveres. Cuando vio al niño en los brazos de aquella agente no pudo creerlo.
El crío era un testigo, por supuesto. Eastman tuvo «una pequeña charla» con la asistente social. Ni Len ni Ray supieron qué le dijo. Probablemente la amenazó con perder a su propio hijo. Era buen tío para tenerlo de tu parte, pero malo para tenerlo en contra. Ray investigó por él: la pilló cuando salía del hospital y la llevó a tomar una copa en la taberna Cemetery.
—Es una tía sensata —le contó a Len—. Está aterrorizada. Eastman la amenazó con que la brigada de estupefacientes encontraría drogas duras en su casa.
Eastman consiguió que el niño entrara en el programa de protección de testigos; le cambiaron el nombre y fue a parar a un orfanato católico. Len nunca más volvió a oír hablar de él. Los Winfield consiguieron papeles nuevos para Nicola, aquel cabrón de Harry Reynolds lo organizó todo, y luego se largaron a Nueva Zelanda. Por lo que a Len concernía, podía haberse tratado de Júpiter o Marte. Todo había sido una pesadilla, se dijo, una terrible pesadilla. Un agujero que se abrió delante de sus pies y luego volvió a cerrarse.
Eastman lo llamó por teléfono y le dio instrucciones. Llévate a la niña de Lovell Park, cierra con llave detrás de ti. Le dio un juego de llaves.
—Olvida lo que veas allí dentro. —Eastman le dijo a Ray que les llevara la niña a los Winfield—. Estamos haciendo lo correcto, Ray. Quizá no se atenga estrictamente a la ley, pero se trata de un imperativo moral. Vamos a darle a la cría un buen hogar, en lugar de permitir que acabe quién sabe dónde. He llamado a Ian Winfield, ya sabe qué esperar, pero se hará el sorprendido. Por el bien de su mujer, ya sabes que a veces se altera un poco.
Cuando llegaron al edificio de Lovell Park tres semanas después, Ray le dijo a Len:
—No puedo entrar ahí otra vez, Len. No puedo enfrentarme a lo que vamos a encontrar.
Habían discutido antes de entrar en el ascensor.
—Somos hermanos de sangre —dijo Len dándole una palmada en el hombro, en un gesto más de agresión que de afecto—. Uno para todos, todos para uno. —Era el lema de Eastman.
Len lo sabía de antemano. Sabía que el crío estaba en el piso, y lo había dejado allí.
—Pensaba que lo encontrarían —dijo—. Y después…, no sé, todo se volvió irreal, simplemente.
Por lo que a Ray concernía, era tentativa de homicidio. Vomitó el desayuno cuando vio el estado en que estaba el crío. De haberlo sabido, jamás, ni en un millón de años, habría dejado atrás al niño en aquel sitio.
Ray le había hecho una visita a Carol Braithwaite en fin de año. Estaba borracho, echaba de menos el sexo con Anthea, no tenía ganas de volver a casa con Margaret, sobria y anticuada en sus camisones de algodón, de modo que había ido a ver a la fulana de Lomax. Nunca había hecho aquello, nunca había estado con una prostituta. «Un polvo sin complicaciones», imaginó que diría Len.
Carol Braithwaite le abrió la puerta y dijo de entrada:
—Esta noche no trabajo, ve a buscar en otra parte.
Parecía cansada, vieja antes de tiempo. Llevaba una niñita en los brazos. A Ray le pareció mal que mujeres como ella pudieran ser madres con solo abrirse de piernas ante cualquier hombre y su propia esposa no pudiese tener un bebé para salvarle la vida. En aquel momento no sabía que Len era el padre de la cría. Del niño no había ni rastro.
—Lárgate de una vez, joder, ¿quieres? —soltó Carol.
Ya había mandado a Barry Crawford a casa, por supuesto. En 1975 no había esperanzas de encontrar un taxi de madrugada. Había vuelto andando a casa, con el rabo entre las piernas, para meterse en la cama junto a Margaret. Le dijo que la quería.
Lo peor de todo no fue lo que le pasó al niño, ni el hecho de que Len asesinara a Carol Braithwaite o el de que Eastman ayudara a encubrirlo. Lo peor de todo vino cuando Ray se llevó a la niñita —la robó, en realidad— y, en el asiento de atrás del Cortina de Crawford, comprendió que estaban pasando ante su propia casa. Había luz en la planta baja, Margaret esperándolo, probablemente, sentada ahí tejiendo y oyendo la radio. Prefería la radio a la televisión. Ray podría haber enfilado su propio sendero, llamado a su puerta y haberle dado el mejor regalo posible a su esposa. Pero no había hecho eso, le había dado la niñita a Kitty Winfield. Y luego el niño. Podría haber salvado a aquel niñito, haberlo criado como su propio hijo. Dos oportunidades, ambas perdidas.
Barry pensó que iba a vomitar cuando entró en aquel piso. No había pensado en realidad que hubiese alguien muerto allí dentro, solo pensó que Strickland se había llevado a la criatura. Pero al ver al niño, comprendió que aquella noche lo habían dejado atrás. Imaginó qué hubiese dicho su propia madre al respecto. Le encantaban los críos, no podía esperar a que Barry se casara y se convirtiera en padre. Eastman lo había llamado. Le dijo que ayudara a despejar un poco aquel desastre. No le dijo quién había causado el desastre, pero Barry tuvo bastante claro que había sido Ray Strickland.
* * *
Dormía plácidamente. Observó cómo subía y bajaba su pecho. Jamás despertaría, jamás volvería a ser Amy. Habría detestado verse ahí de aquella manera, le habría rogado a Barry que le pusiera fin. Lo último que uno desearía para su hija resultaba ser precisamente lo que tenía que hacer. Cogió la almohada de debajo de la cabeza de Amy y la presionó contra su cara.
—Te quiero, cielo —dijo.
Trató de pensar en algo más que decir, algo grandioso e importante, pero no había nada: había dicho ya lo único que importaba. Pensaba que ella quizá se resistiría, pero no lo hizo. La única diferencia al apartar la almohada consistió en que su pecho ya no subía y bajaba.
Ahora sí se sintió vacío. Era una buena sensación. Consultó el reloj. Las doce en punto. Ivan iba a salir de la cárcel de Armley a la una. Más valía que se pusiera en marcha. Sentía el peso de la pistola en el bolsillo. Le gustaba sentirla ahí, le devolvía el control sobre sí mismo. Era una Baikal. La pistola favorita del hampa. Modificada en Lituania; por lo visto aquí se pagaba veinte veces más por ella que allí. En realidad nunca había visto ninguna con anterioridad. Esa era cortesía de Harry Reynolds. Todos esos tipos viejos que no estaban dispuestos a abandonar sus tronos. Strickland, Lomax, Harry Reynolds.
La había recogido de camino hacia allí. Encontró a Harry Reynolds forcejeando con una corbata negra.
—Artritis en los pulgares —comentó—. ¿Cómo es eso que dicen? La vejez no viene sola.
La casa olía a pastel de manzana. Harry le dio la Baikal y Barry le dio a él un sobre.
—Hágale llegar esto a Tracy, ¿quiere?
—Si hubiese venido un poco antes, podría habérselo dado usted mismo. Ahora ya está fuera del mapa.
—Estupendo. ¿Cuánto le debo por la pistola?
—Considérela un regalo, inspector Crawford. Una forma de agradecerle que no me prestara atención todos estos años.
Salió de la habitación de Amy sin mirar atrás. ¿Cómo iba uno a mirar atrás? No podía hacerlo. Uno en la cabeza, uno en el corazón. Bang, bang.
—Ivan —dijo.
Ivan lo miró fijamente, un ciervo ante los faros de un coche, y Barry pensó durante un instante que iba a darse la vuelta y echar a correr.
—Barry.
Ya estaba otra vez llamándolo Barry. Palpó la pistola en el bolsillo. Sacó la mano del bolsillo y se la tendió. Despacio, titubeante, Ivan tendió la suya y se la estrechó.
—Lo siento —dijo Barry—. Fui duro contigo. Mi hija te quería, debería haberlo tenido más en cuenta.
—¿Te estás disculpando? —preguntó Ivan con tono vacilante.
—¿Recuerdas aquel lápiz de memoria que perdiste? Barbara lo encontró bajo un cojín del sofá un domingo, después de que tú y Amy vinierais a comer. No tenía ni idea de qué era, por supuesto; no sabe absolutamente nada de ordenadores. Yo sabía que era tuyo, y lo metí en un jarrón sobre la repisa de la chimenea. Solo pensé…, no sé qué pensé, supongo que así te armaría un poco de lío. No sabía que tenía detalles de todos tus clientes, que era importante.
»Barbara no me contó qué había pasado —continuó—. Pensé que el negocio se había ido simplemente a pique. No me contó por qué, pensó que yo iba considerarte un imbécil incompetente, todavía más. Por cierto que sí pienso que eres un imbécil incompetente —añadió, pues no era un hombre de andar pidiendo perdón de rodillas—, pero no merecías lo que pasó.
—Ninguno de nosotros lo merecía —repuso Ivan.
Barry volvió a subir al coche y se alejó. No le interesaba el diálogo. No le dijo a Ivan que Amy se había ido para siempre. Ivan podría empezar de nuevo. Barry no. Pero primero tenía que asistir a un funeral.
El funeral de Rex Marshall se celebraba en el crematorio. El lugar estaba a reventar de gente insigne y peces gordos que había acudido a decirle adiós. El ataúd era la estrella, con las relucientes medallas policiales del finado encima. Coronas y ramos de flores se alineaban a la entrada de la capilla. Barry captó un olor a fresias que lo mareó durante unos instantes. Vio a Ray Strickland de pie ante un facistol, pronunciando el panegírico.