Me desperté temprano y saqué al perro (49 page)

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Authors: Kate Atkinson

Tags: #Intriga

BOOK: Me desperté temprano y saqué al perro
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—… un policía veterano que siempre tuvo el don de tratar con los de abajo, un hombre del pueblo…

Bla, bla, bla. La mierda de costumbre. Ray titubeó al ver a Barry de pie en el umbral.

Hombres con sobrepeso con trajes caros, mujeres de peso pluma con la clase de ropa que a Barbara le gustaría poder permitirse: todos se volvieron para ver qué había hecho detenerse a media frase a Ray. Barry vislumbró a Harry Reynolds en el último banco. Presentando sus respetos, y haciendo alarde de no mirar a Barry cuando irrumpió en la capilla y se dirigió a grandes zancadas hasta el ataúd para golpearlo con fuerza con los nudillos.

—Toc, toc, ¿hay alguien ahí dentro?

Un murmullo de disgusto se elevó de la gente más cercana al ataúd.

—Solo lo compruebo —le dijo Barry a una mujer corpulenta que aferraba una fotocopia del programa del servicio fúnebre.

Le sonrió, y ella se encogió, horrorizada. Barry le arrancó el programa de las manos. El orden de los actos. Era barato y endeble, como el que llevaría a cabo una compañía teatral de aficionados. En la portada había una fotografía de Rex Marshall en la flor de la vida. Barry dio unos golpecitos sobre la fotografía y le comentó a la mujer corpulenta:

—Era un auténtico cabrón. Pero dicen que hace falta un cabrón para reconocer a otro, ¿no es eso?

En torno a él, la gente insigne y los peces gordos empezaron a protestar, pero con suavidad, pues a nadie le gusta desafiar abiertamente a una persona claramente trastornada. Con el rabillo del ojo, Barry vio a Harry Reynolds escabullirse de la capilla. No había rastro de Len Lomax por ninguna parte. A Barry le sorprendió que no lo hubiese placado nadie todavía, y continuó pasillo arriba sin que nadie se lo impidiera. La desconsolada viuda se encogió cuando se le acercó y el párroco, ridículamente joven, se estremeció como si estuviera considerando enfrentarse a él.

—Ni se te ocurra, jovencito —le gruñó Barry.

Llegó al facistol y Ray, con tono conciliador, jovial y campechano, le dijo:

—Vamos, Barry, sé sensato. Siéntate en un banco y muestra un poco de respeto.

Barry ladeó la cabeza como si sopesara aquella opción, pero entonces se volvió, contempló el mar de gente insigne y peces gordos y se aclaró la garganta como si fuera el maestro de ceremonias a punto de decirles a los reunidos que levantaran sus copas.

—Raymond James Strickland —dijo—, queda arrestado por el asesinato de Carol Anne Braithwaite, por haber puesto en peligro la vida de Michael Braithwaite y por el secuestro de Nicola Jane Braithwaite. Puede guardar silencio, pero lo que omita ahora podrá incriminarle cuando se declare ante un tribunal. Todo lo que diga podrá ser utilizado en su contra.

Ray ni siquiera se movió, se quedó ahí plantado. Barry había esperado a medias que se arrugara como un acordeón y cayera al suelo del susto, pero se quedó donde estaba, con los ojos muy abiertos.

—No fui yo —dijo.

Barry rió.

—Eso dicen todos. Deberías saberlo, Ray.

Barry no había pensado mucho más allá de ese punto. Llevaba consigo las esposas —nunca salía sin ellas— y esposó a Ray a la barandilla que había ante el facistol. Luego sacó el móvil del bolsillo, llamó a comisaría y solicitó un par de agentes de uniforme.

Todos los presentes en el crematorio parecían haber perdido el apetito por la muerte. Barry observó a un par de mujeres con atuendos de alta costura negros salir de la capilla como gacelas que hubiesen descubierto de pronto que habían entrado en el recinto de los leones. Entonces todos empezaron a escabullirse. Toda la gente insigne y todos los peces gordos.

El párroco se quedó por ahí como un camarero nervioso y le preguntó a Barry si necesitaba que le trajera algo.

—No, joven —repuso Barry—, pero gracias por preguntar.

»El último hombre en pie —dijo dirigiéndose a Ray.

—Hace treinta y cinco años, Barry —respondió Ray—. Ya es historia, agua pasada.

—No entiendo nada —dijo una voz.

Margaret, la esposa de Ray. Si hubiera estado de humor, Barry le habría dicho: «Pídele a tu marido que te lo explique», pero como no estaba de humor, le dijo:

—Tu marido tuvo una niña con una prostituta llamada Carol Braithwaite, y después de haber asesinado a Carol Braithwaite, cogió a esa niña, su hija, y se la dio a tu amiga del alma Kitty Winfield.

La verdad iba a salir a la luz de todas formas, de modo que bien podía ser él quien la revelara. «Digámosles la verdad a los poderosos», como decían los cuáqueros; había tenido que arrestar a unos cuantos en los ochenta, pacifistas que parloteaban sobre «la acción directa» y los misiles de crucero. Para ser gente que rendía culto en silencio, parecían hablar un montón.

—¿Ray? —dijo Margaret.

—No fui yo —repitió Ray, esta vez dirigiéndose a Margaret—. De veras que no. —Se volvió hacia Barry—. Tú solo viste la mitad de la historia, Barry.

—Cuéntaselo al juez, Ray.

Llegó un solitario agente de uniforme, podría haber sido Barry treinta y cinco años antes. Uno haría cualquier cosa que le dijera un superior. ¿Haz la vista gorda? Sí, jefe. Mantén la boca cerrada. Sí, jefe. Claro que sí, jefe. Soy un mandado.

—¿Jefe?

—Detenga a este caballero, agente. Está acusado de asesinato. Yo no voy con usted. Cuando llegue a comisaría, vaya a mi despacho. Hay una carta sobre mi escritorio. Quiero que se la dé a la inspectora Gemma Holroyd, y ella se ocupará del asunto.

—Sí, señor.

—Buen chico.

Condujo hasta las llanuras que quedaban sobre Ilkley y ascendió hasta el embalse de Upper Barden. No había un alma. El cielo estaba veteado de nubes, todas teñidas de ópalo. Como en un cuadro, precioso. Barry imaginó a Carol Braithwaite levantándose de la tumba. La Asunción. Carol Braithwaite de la mano de Amy. Carol y Amy, uno en la cabeza, uno en el corazón.

Un par de águilas ratoneras describían círculos en lo alto, esperándolo.

Octubre de 1975

El cuerpo de Wilma McCann fue descubierto la víspera de Todos los Santos, una típica mañana neblinosa de Leeds, en el campo de juego del estadio Prince Philip de Chapeltown. La víctima tenía condenas por ebriedad, disturbios y robo. Sus cuatro hijos se habían quedado solos en una casa mugrienta. Otra chica de vida alegre.

La de Wilma McCann fue solo una más de varias muertes sórdidas, nada del otro mundo; sin embargo, tres meses después, ciento treinta y siete agentes de policía habían invertido cincuenta y tres mil horas, tomado quinientas treinta y ocho declaraciones y acumulado tres mil trescientas fichas clasificadas por orden alfabético. Todo para nada. Todo el mundo seguía ignorando ingenuamente que aquel había sido el primer asesinato oficial de Sutcliffe. No cometería otro hasta enero del año siguiente. Carol Braithwaite, por su parte, apenas pareció ocupar horas al cuerpo de policía.

Tracy no formó parte de la investigación del asesinato de Wilma McCann. Todavía era agente de uniforme, otra chica trabajadora más que recorría las calles.

—Es distinto, de todas formas —opinó Barry—. A tu mujer…

—¿Cómo que a mi mujer?

—A Carol Braithwaite la mataron en su propia casa. Fue estrangulada, no la golpearon en la cabeza ni le dieron cuchilladas.

—Hablas como si ya estuvieras en Investigación Criminal, Barry. Todo ese andar lamiendo culos está dando sus frutos, ¿no?

—Vete a la mierda.

Leeds, Manchester, Huddersfield, Bradford. Emily Jackson en enero del año siguiente. Y la lista se alargaría más y más. Y no eran solo prostitutas, cualquier mujer era una posible víctima. Las dos últimas en 1980. Estaban en el sitio equivocado en el momento equivocado. El retrato robot de Marilyn Moore de la primera época era uno de los mejores que tenían. La barba a lo Jason King, los ojos pequeños y mezquinos. Más de cinco millones de vehículos registrados. Era el demonio y nadie podía apresarlo.

El pasado era un lugar oscuro, un mundo de hombres. Hubo un tiempo en que los agentes masculinos escoltaban a las mujeres policía y a las administrativas de la comisaría al aparcamiento. Ella había oído decir a un tipo:

—Yo no me preocuparía por Tracy Waterhouse. Pobre del Destripador si se enfrenta a ella.

Una vez que el reinado de terror de Sutcliffe estuvo en pleno apogeo, no hubo posibilidades de que nadie se acordara de Carol Braithwaite. Carol encajaba bastante en el perfil de las víctimas. Pero en aquellos tiempos en realidad no hacían perfiles de víctimas. Durante años, Tracy se preguntaría si Carol Braithwaite había sido una de las primeras víctimas de Sutcliffe.

Tracy acabó el año 1975 por todo lo alto comprándose un Datsun Sunny de cinco años. A finales de año, el Kirkgate Market ardió casi hasta los cimientos y ella utilizó su placa para trasponer las barreras de seguridad y disfrutar de mejores vistas de la conflagración. Le pareció una buena forma de despedir el año, con todo envuelto en llamas.

1977 fue un año ajetreado para el Destripador. Barry siguió adelante y ascendió, y pasó a ser poli de paisano en 1980. Tracy tenía un novio nuevo. Un viajante de instrumental médico de veintiocho años, elegantemente vestido y armado con un título académico. El suyo no era un gran título, solo una diplomatura en administración de empresas por una nueva universidad de hormigón, pero ya era un título más de los que estaban en posesión de Tracy.

La había llevado a sitios tan lejanos como Durham y Flamborough Head en el Ford Capri verde lima que conducía como un piloto de pruebas maníaco. Tracy nunca se apretujaba en el incómodo asiento del pasajero sin pensar que podía morir antes de que acabara el trayecto. Probablemente, eso formaba parte del atractivo del asunto.

Bebían en bares con terraza de todo el nordeste, una Landlord de Timothy Taylor seguida de un ron Wood's Old Navy para él, y un mordisco de serpiente, a base de cerveza y sidra, para ella. Después volvían al piso de él y tomaban comida india para llevar, y él encendía un buen porro y decía «¿Va a esposarme, agente?». El mismo «chiste» cada vez. Tracy nunca fumaba, prefería que el alcohol le alterase la mente, no las drogas. El sexo funcionaba bien, aunque solo había tenido a Dennis el profesor de autoescuela para comparar, pero debió de ser eso lo que la había hecho seguir con él porque el tipo era, reconozcámoslo, un absoluto gilipollas. Cuando la dejó por una modelo más aerodinámica, Tracy hizo una llamada anónima para denunciarlo a la brigada de estupefacientes. Nunca supo si la cosa había llegado a algún sitio. Él murió en un accidente de tráfico en 1985, envolviendo un desatento árbol con su cupé TVR.

Un Capri verde lima, el mismo coche que conducía el Destripador en 1975. Tracy debería haberlo denunciado por eso también. Nunca había considerado en serio que pudiera ser él. Estaba demasiado obsesionado consigo mismo para molestarse en matar a nadie. Aun así, marcó su primera muesca de desengaño amoroso. Lenta pero segura, iba pasando los hitos de la vida.

Linda Pallister se lió con un tipo del Partido Laborista y se mudó a una casa cerca de Roundhay, una semiadosada tradicional de entreguerras que no era su estilo en absoluto. Tuvo a Chloe el mismo año en que nació Amy, la hija de Barry. En lugar de bautizarla, Barry y Barbara celebraron «una pequeña fiesta» para dar la bienvenida al bebé. Bocadillos de salchicha, pastel de cerdo, un pastel hecho por la madre de Barbara y una caja de Asti Spumante. Tracy no estuvo invitada.

Linda Pallister también celebró una fiesta por su bebé. Tracy tampoco estuvo invitada a esa. Nada de pastel de cerdo para Linda. Corría el rumor de que había servido la placenta del bebé. ¿Cruda o cocida?, se preguntó Tracy.

Ray Strickland nunca pasó del rango de inspector jefe. Decía que se contentaba con eso, que no quería pasarse la vida conduciendo un escritorio. Lomax, por su parte, llegó a lo más alto del árbol y se llevó todos los laureles que circulaban por ahí.

La vida siguió adelante. Antes de que Tracy se percatara de ello, habían transcurrido treinta años y andaba cabreada ante su propia fiesta de despedida.

Tesoro

Junio

—¿Y viste cómo ocurría? ¿Viste cómo arrollaba el tren a la pobre Tilly? ¿Qué demonios hacías allí?

—No tuvo nada que ver conmigo —repuso Jackson.

—La investigación concluyó que había sido un accidente —dijo Julia—. Y me alegré de que así fuera, porque en realidad no creo que Tilly fuera de las que se suicidan. Sin embargo, estaba en las primeras fases de la demencia senil, la pobre, de modo que supongo que nadie sabía lo que le pasaba por la cabeza, ¿no? Fui al funeral, en la iglesia de Saint Paul en Covent Garden. Fue una ceremonia preciosa, de hecho, con un montón de gente diciendo cosas bonitas sobre la querida Tilly. Su amiga la dama Phoebe March fue quien pronunció el panegírico…; se llevó un poco el protagonismo, pero el discurso fue bueno, muy emotivo, con toda clase de anécdotas sobre Tilly de joven.

Solo había que darle cuerda a Julia y dejarla ir.

Jackson había ido a recogerla del plató de
Collier
para llevarla al aeropuerto. Tenía un par de semanas libres. La patóloga que interpretaba, Beatrice Butler, iba a pasar ese tiempo en coma tras ser atacada por el pariente enloquecido de un… Oh, como si a Jackson le importara.

Julia estaba encantada con el perro, agachándose para pasarle la mano por la columna como una masajista.

—Panza arriba y muere por tu reina y tu país —ordenó, y el perro giró para quedar boca arriba con las patas en el aire.

Viéndolo, cualquiera diría que estaba loco por Julia. La propia Julia, por supuesto, estaba loca por todos los perros que hubiese en el planeta. Por desgracia, todos los perros que había en el planeta la hacían estornudar.

—Este perro era antes de una mujer —dijo Julia.

—Bueno, pues ahora es el perro de un hombre —contestó Jackson desafiante.

Estaba en pleno montaje de la silla para coche que había comprado por fin para Nathan. («Ya iba siendo hora», según Julia.) Se las había apañado para rescatar un agradecido Saab —misteriosamente desprovisto de la Virgen María luminosa— de un depósito policial justo antes de que lo mandaran a subasta, gracias al localizador de Brian Jackson. Era como si Jane hubiese sabido adónde quería ir él y hubiese tratado de llegar primero.

—Eso es absurdo —opinó Julia.

Nathan lo seguía de aquí para allá, hablándole de dinosaurios sin apenas tropezarse con los nombres.

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