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Authors: Kate Atkinson

Tags: #Intriga

Me desperté temprano y saqué al perro (22 page)

BOOK: Me desperté temprano y saqué al perro
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Abrió la carpeta esperando encontrar algo sorprendente —una pista, un secreto, incluso una muestra de tedio burocrático—, pero lo sorprendente fue que no había nada. La volvió del revés y la agitó, solo para estar seguro.

Aun así, pese a estar vacía, la gastada carpeta beis sí tenía algo que decir. Llevaba una pequeña etiqueta escrita a máquina en la esquina superior izquierda. Ya nadie utilizaba máquinas de escribir, fue como ver un mensaje de una cultura primitiva, de un tiempo perdido. «Carol Braithwaite —leyó—. Encargada del caso: Linda Pallister», y una fecha, el 2 de febrero de 1975. Linda Pallister debía de ser muy joven en aquella época. Jackson tendría quince años en 1975, solo uno más de los que tenía ahora su hija. No andaba haciendo nada bueno: novillos en el colegio, pequeños robos y actos de vandalismo, hundiendo el gran barco de Woolworths. Hacía mucho tiempo de todo aquello.

Y a través de la cara anterior de la carpeta había otro nombre escrito, «agente de policía Tracy Waterhouse», esta vez en descolorido bolígrafo negro, y otra fecha, el 10 de abril de 1975. También había un número de teléfono, de antes de que se cambiaran los prefijos nacionales. El año coincidía con el que había sido adoptada Hope McMaster. Abril era el mes que figuraba en su certificado de adopción, ese que no existía oficialmente. Lo había escaneado para mandárselo por correo electrónico junto con la partida de nacimiento, que tampoco existía oficialmente. Había falsificaciones que parecían casi auténticas, aunque suponía que un documento escaneado no era lo mejor para averiguarlo. Su propia esposa falsa había estado en posesión de una partida de nacimiento con aspecto muy auténtico, no era tan difícil conseguir algo así.

En su agenda, Linda Pallister había escrito «Llamar a Tracy Waterhouse», y ahí estaba el nombre de Tracy Waterhouse escrito treinta y cinco años antes. Jackson sacó la fotografía de la cartera y observó a la niñita regordeta de las coletas torcidas. Como sabía que pasaría, el clip en la carpeta encajaba a la perfección con la huella de óxido dejada en la fotografía.

Schrödinger, quienquiera que fuese, y su gato, y todos los demás con ganas de hacerlo habían entrado de un brinco en la caja de Pandora y se estaban poniendo las botas y, de paso, camisas de once varas. Jackson sintió el inicio de un dolor de cabeza, de otro más sobre el que ya tenía.

* * *

Tracy se sorprendió de que no se mataran más críos en las instalaciones de los supuestos parques infantiles. La gente (los padres) parecía alegremente ajena al peligro que corrían los cuerpecitos al elevarse en el cielo en columpios que no estaban sujetos al suelo, o los mismos cuerpecitos al aterrizar desde lo alto de un tobogán cuando no le llegaban mucho más arriba de la rodilla a un mosquito. Courtney era increíblemente imprudente, y una cría sin prudencia era un peligro.

Otros niños en el parque gritaban y lloraban y reían, pero Courtney parecía simplemente resuelta a probarlo todo hasta el límite, incluyéndose a sí misma, como un pequeño y emperrado muñeco de pruebas para accidentes. No parecía que la cosa tuviese mucho que ver con el placer. Los niños víctimas de abusos —y los abusos asumían muchas formas— solían permanecer aislados de cualquier clase de diversión.

Volvía a hacer un día precioso y había ya grandes multitudes en Roundhay, cuerpos blancos y medio desnudos que yacían como cadáveres sobre la hierba verde, gente desesperada por tomar unos rayos de sol y un poco de aire fresco. Así habían sido siempre los parques, respiros para los pobrecillos que se pasaban seis largos días por semana en las fábricas. Todos aquellos críos, esclavos de las máquinas, con los pequeños e indefensos pulmones llenos de húmedas fibras de lana.

Quizá era una insensatez que estuvieran ahí fuera, expuestas al mundo entero y a perico de los palotes, pero, por otro lado, qué mejor sitio para ocultar a una niña que a plena luz del día, en un parque lleno de padres y de otros críos. La gente se llevaba a los niños de los parques, no los llevaba a ellos. Y además Roundhay no era la clase de sitio al que Kelly Cross acudiría durante el día. Asimismo, razonó contra toda lógica, era bueno que hiciera prácticas en público. Tarde o temprano tendría que presentarse ante el mundo (y perico de los palotes) como una madre, de modo que ahí estaba, Imogen Brown, empujando a su pequeña Lucy en los columpios, haciéndola girar en el tiovivo y ayudándola a apañárselas con una variada serie de aparatos que ni siquiera era capaz de nombrar, la mayoría irreconocibles en comparación con los parques poco inspirados de su propia infancia.

Sintió alivio cuando Courtney se bajó de una gallina gigante sobre muelles y anunció:

—Tengo hambre.

Tracy miró el reloj, apenas llevaban un cuarto de hora en el parque. Le pareció una eternidad. Le tendió un plátano a Courtney.

—¿Bien? —preguntó cuando la niña se lo hubo acabado.

Courtney le hizo un gesto solemne levantando los pulgares. Era ahorrativa con el lenguaje, ¿y por qué no? Quizá de pequeña una pensaba que si utilizaba todas las palabras al principio podía quedarse sin para el final.

Limpió el gusano de moco verde que asomaba en una ventanilla de la nariz de Courtney y se alegró de haberse acordado de comprar pañuelos de papel en el supermercado. Del pozo sin fondo de su bolso, rescató el cadáver del donut que había comprado un millón de años antes en Ainsleys, lo partió en dos y lo compartió con la niña, sentadas en la hierba. («¿Una pasta, antes de comer?», oyó decir a su madre, y le respondió en silencio: «Pues sí, ¿qué vas a hacer al respecto, vieja arpía?».)

Cuando Courtney hubo acabado su mitad del donut, se lamió religiosamente cada dedo antes de volver a hacer el gesto con los pulgares hacia arriba, y se dedicó entonces a sacar el contenido de la mochilita rosa e ir dejando los objetos, uno por uno, sobre la hierba para examinarlos:

el dedal de plata deslustrado

la moneda china con un agujero en medio

el monedero con la cara de un mono sonriente

la bola de nieve con un burdo modelo de plástico del edificio del Parlamento

la caracola con forma de cucurucho de crema

la caracola con forma de sombrero chino

la nuez moscada entera

una piña

Tracy advirtió que la piña era nueva. Se preguntó de dónde habría salido. Parecía aquel juego de las fiestas infantiles de su época, en el que había que recordar los objetos sobre una bandeja de té. Probablemente ya no se hacían fiestas como aquellas. El juego de ponerle la cola al burro, el juego de las sillas, con algún padre de pie junto al tocadiscos y levantando la aguja cuando sonaba «The Runaway Train» o «They're Changing Guard At Buckingham Palace». Hoy en día todos los niños iban a esos «chiquiparks» cubiertos y se comportaban como locos de atar. Tracy había tenido que acudir una vez a uno de esos sitios, en Bradford. Pensaban que había desaparecido un crío, pero resultó que estaba al fondo de una piscina de bolas y nadie lo había visto. Estaba bien, vivo y pateando, literalmente. El paraíso de los pedófilos.

Tracy cogió la caracola con forma de cucurucho de crema y la hizo rodar sobre la palma de la mano. De niña, su padre solía comprar una caja con tres cucuruchos de crema en la pastelería Thomson de Bramley, todos los viernes cuando volvía a casa de su trabajo en el ayuntamiento. No recordaba cuándo había comido por última vez un cucurucho de crema, no recordaba la última vez que se había acercado una caracola a su propio órgano similar a una caracola para oír el mar. Advirtió que, en algún punto de sus ensoñaciones, Courtney había recuperado furtivamente la caracola y estaba volviendo a guardar sus tesoros.

—Ajá, haces bien —le dijo Tracy exhalando un suspiro—. ¿Qué te parece si hacemos nuestro picnic? Dios no quiera que pasemos más de diez minutos sin comer.

Había llevado consigo una vieja manta de cuadros desde el maletero del coche. La desenrolló y extendió sobre ella las provisiones que habían comprado en el supermercado: panecillos con atún, envases de cartón de zumo de manzana y naranja, bolsas de patatas fritas y una tableta de chocolate Cadbury, esta última neutralizada, o eso pensaba Tracy al menos, por una bolsita de palitos de zanahoria. Era la clase de picnic (posiblemente con excepción de los palitos de zanahoria) que le habría gustado a ella de pequeña, en lugar de los huevos duros fríos que solía llevar su madre, junto con blandos sándwiches de pan blanco que había untado con una capa fina de pasta de carne antes de envolverlos, por alguna arcana razón, en hojas de lechuga mojadas. Se habían llevado consigo tan exiguas provisiones a las excursiones dominicales que hacían en el Ford Consul de la familia, a Harewood House, a Brimham Rocks o a la «tierra de las Brontë», como las llamaba siempre familiarmente su madre aunque jamás hubiese leído un libro de una Brontë, o de hecho ningún libro a menos que primero se lo hubiese condensado amablemente el
Reader's Digest
. Lo más cerca que llegaron nunca de la casa del párroco fue cuando se detuvieron una vez en Haworth para que su padre comprase un paquete de tabaco.

No podía pensar en aquellas excursiones dominicales sin acordarse de la sensación de cascar y pelar el huevo duro y quitar la membrana de la clara sólida y grisácea que había debajo. Le revolvía el estómago. Se acordó de pronto de que su padre se embutía a veces un huevo entero en la boca, como un mago, y una parte de la joven Tracy había esperado que, en lugar del huevo, surgiera de ella una paloma o una hilera de pañuelos. Una vez, en un espectáculo de verano en Bridlington, habían visto algo parecido. Encabezaba el reparto Ronnie Hilton, bastante lejos ya de su apogeo pero todavía un caballero de Yorkshire y por tanto alguien de quien sentirse orgulloso.

El padre de Tracy era veterano de guerra: con el regimiento de los Green Howards, desembarcó en la playa Gold el día D. Debió de ver cosas, pero si fue así, nunca lo dijo. Con ciertas personas la guerra suponía un desperdicio. Su padre nació en Dewsbury, capital mundial de la chapuza. Decía mucho de una población textil que ni siquiera pudiera aspirar a producir tejidos de segunda fila y fabricara géneros de ínfima calidad a partir de retales y andrajos. Una industria sucia, chapucera. Una ciudad en la que, en la actualidad, las mujeres drogaban y secuestraban a sus propios hijos para sacar dinero. El Destripador fue interrogado en Dewsbury después de que lo pillaran en Sheffield. Una patrulla de rutina; a él empezó a acabársele la suerte, y la de ellos empezó a volver, aunque un poco tarde. Tracy recordaba que estaba en un supermercado Corner Shop cuando se enteró de la noticia, comprando patatas fritas y chocolate para ella y su compañero. Andaban de ronda. El tipo tras el mostrador tenía la radio puesta y, al oír la noticia, exclamó:

—¡Lo han pillado! ¡Han pillado a vuestro Destripador!

Era bangladesí de segunda generación, y Tracy no lo culpó por negar que Sutcliffe le perteneciera. No recordaba dónde estaba con ocasión de otras noticias de interés mundial (probablemente delante de la caja tonta, enterándose por la tele), aunque sí que estaba en una tienda de reparación de televisores, comprando una nueva conexión por satélite para el DVD, cuando vio desplomarse la segunda torre del World Trade Center. A esa hora, una esperaba ver
La cuenta atrás
.

El día de la boda de Carlos y Diana, un acontecimiento que le habría gustado ver (aunque jamás lo habría admitido), estaba coordinando un registro casa por casa tras el asesinato de una mujer en Bradford, presumiblemente a manos de un miembro de su familia por una cuestión de honor. Aquella boda había sido de cuento de hadas.

¿Habría visto la niña el mar alguna vez?

—¿Has estado alguna vez en la playa, Courtney?

La cría, con la boca llena de panecillo de atún, sacudió la cabeza, y luego asintió.

—¿Sí o no?

—Sí —musitó Courtney.

—¿Sí?

—No.

Fue un intercambio incomprensible. Irían a la playa. Y a espectáculos de teatro y circos y al Disneyland de París. Irían a la playa y chapotearían en las olas. Con cuidado. Antes de la niña, Tracy habría pensado simplemente «mar, arena, playa». Ahora pensaba más bien en un tsunami llevándose críos como si fueran corchos. Y no había que olvidar que en la típica playa británica cabía esperar que rondase un alto porcentaje de pedófilos en busca de diversión. Guárdate de los hombres solitarios en la orilla del mar, en las piscinas cubiertas, a las puertas de un colegio. Parques infantiles, ferias y playas eran los campos de juego de los pedófilos. Todo lo que debería ser inocente; si la gente lo supiera… ¿Lo sabía la niña? ¿Haría falta que añadiera un terapeuta a la lista de especialistas que había pensado ya para Courtney? ¿O funcionarían el aire fresco, la dieta a base de verduras y el cariño de Tracy (por aficionado y transgresor que fuera)? Buena pregunta. ¿Qué andaba haciendo Kelly con la niña si no era su madre? Cuidar de ella por cuenta de algo o alguien siniestro. ¿Estaba habituada la cría a que la repartieran por ahí? ¿A que traficaran con ella? Se estremeció con solo pensarlo.

Debería comprar una cámara, una digital de último modelo, para empezar a preservar en imágenes imprimibles la nueva vida de la niña. La cosa pintaría mejor si había pruebas de su existencia en la vida de la propia Tracy. Tenía una vieja cámara en algún sitio, no tan sofisticada como las que había hoy en día. No había tenido mucho sentido utilizarla, no había encontrado gran cosa digna de fotografiarse. Sus salidas eran casi siempre en solitario, y tomar fotos de paisajes sin gente en ellos no proporcionaba mucho placer que digamos. Daba lo mismo comprar una postal.

El padre de Tracy —él llevaba los pantalones, él empuñaba la cámara— había documentado sus vidas durante años. Tenía la costumbre de hacerle una foto al árbol de Navidad todos los años. Había otras imágenes de la familia, abriendo regalos, bebiendo un decoroso jerez, hasta haciendo estallar una de esas sorpresas navideñas, en las que aparecían partes del árbol, una guirnalda o una rama caída, pero no «El árbol, todo el árbol y nada más que el árbol». No era broma, ni siquiera una frase ingeniosa.

Casi todas esas fotografías estaban barajadas con otras en una caja en el dormitorio del fondo, no había forma de saber qué árbol pertenecía a qué Navidad, solo los mismos adornos aburridos año tras año dispuestos de formas ligeramente distintas, con la estrella de hojalata en lo alto, que más parecía una estrella de mar irregular que un astro para guiar a los magos, y unos exhaustos gnomos deshollinadores colgando ebrios de los extremos de las ramas, con puntas de cerilla a modo de narices y ojos. Cuando sus padres cumplieron los setenta, él dejó de comprar el árbol.

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