—¿Sí? —preguntó—. ¿Qué?
—Me preguntaba… si le suena de algo el nombre de Carol Braithwaite.
Crawford lo miró fijamente.
—¿Quién?
—Carol Braithwaite —repitió Jackson.
—Nunca he oído hablar de ella.
El perro parecía incómodo cuando lo recogió al salir de Millgarth. En el gran esquema de las cosas era muy pequeño, y supuso que debía de sentirse vulnerable la mayor parte del tiempo.
—Lo siento —le dijo Jackson.
Se estaban volviendo como Wallace y Gromit, tenía esa sensación. No tardaría en llamar «chaval» al perro y compartir con él queso y galletas. Suponía que había cosas peores.
—Estoy buscando a Tracy Waterhouse —le dijo al tipo, más joven que hombre, que apareció por fin tras una anodina puerta gris en el centro comercial Merrion.
Tan plagado de acné que uno podría haberle leído la cara de haber sabido Braille, llevaba una insignia que anunciaba que era Grant Leyburn. Parecía poseer un acervo génico muy limitado. Le provocó una punzada de decepción que no estuviese de servicio la agradable chica canadiense.
—Tracy Waterhouse. ¿Está aquí? —insistió Jackson.
—No —repuso Grant Leyburn de mal humor—, no está.
—¿Sabe dónde puedo encontrarla?
—Estará de vacaciones a partir de mañana. No volverá hasta dentro de una semana.
—¿Qué me dice de hoy?
—Está enferma.
—Supongo que no puede darme un número de teléfono, ¿no? —quiso saber Jackson, y añadió esperanzado—: ¿O algún otro detalle para contactar con ella?
Grant arqueó una ceja demasiado poblada y preguntó:
—¿A usted qué le parece?
—¿Que no?
—Lo ha adivinado a la primera.
Jackson hurgó en busca de una tarjeta y se la tendió.
—Quizá podría darle esto cuando vuelva.
—¿Un detective privado? —comentó el tipo con sorna—. Otro más. Vaya mujer tan popular.
—¿Otro más? —repitió él desconcertado.
—Sí, hace un rato ha venido alguien. —Levantó la vista de pronto hacia la gran cámara circular de seguridad que pendía del techo. Parecía una pequeña nave espacial. Frunció el entrecejo y añadió—: Siempre hay alguien vigilando.
—Dígamelo a mí —repuso Jackson.
Puso la fotografía de la niña de las coletas torcidas sobre una silla junto a la ventana de la habitación, donde había más luz. Tomó una foto de ella con el teléfono móvil. Tenía un aura ligeramente fantasmal, la fotografía de una fotografía, doblemente alejada del natural. Una realidad virtual.
Buscó en las fotografías de la galería de imágenes del teléfono hasta dar con la de Hope McMaster el día de su llegada a Nueva Zelanda. Si no era la misma niña que temblaba de frío en una playa inglesa, era su gemela idéntica. En ambas imágenes, la niñita sonreía de oreja a oreja, una cría ya con signos de exclamación en el cerebro. Si se trataba de una foto de Hope McMaster, confirmaba una cosa: no había aparecido de la nada plenamente formada. Tenía un pasado. Había estado una vez en una playa batida por el viento, temblando y sonriendo, y alguien le había hecho una fotografía. ¿Quién?
Sería plena noche en el mundo al revés que habitaba Hope McMaster. «¿Te parece que esta eres tú?», escribió, y entonces le pareció que con eso la predispondría a creerlo, y borró la frase para sustituirla por «¿Reconoces a la niña de esta fotografía?». Hope despertaría en su día de mañana para llevarse una sorpresa o una decepción.
Jackson escribió en el Google del móvil «Carol Braithwaite» y no dio con nada. Cualquier combinación de Carol Braithwaite/asesinato/Leeds/1975 con alguna otra palabra añadida obtuvo el mismo resultado. Carol Braithwaite era una adulta en 1975, de modo que no podía ser Hope McMaster, pero sí podía ser su madre. No había encontrado mención alguna de un crío en el artículo del periódico, pero eso no significaba que no pudiera haberlo. ¿Era la niña de la foto la hija de Carol Braithwaite? Linda Pallister se ocupaba de los niños que nadie quería, ¿se había ocupado de la hija de Carol Braithwaite? ¿Se las ingenió para organizar una adopción ilícita? Un acto de buena voluntad, quizá, el de darle a una criatura un buen hogar y ahorrarle enquistarse en el sistema.
El único caso que consiguió encontrar en internet sobre una niña secuestrada en 1975 fue el de la víctima de la Pantera Negra Lesley Whittle. El secuestro de una niña pequeña habría sido noticia de primera plana, y si nunca la encontraron, reverberaría en los medios de comunicación durante años. En sus tiempos, Jackson había buscado a bastantes niños desaparecidos, nunca había buscado a un niño que no estuviera desaparecido. No era probable que ni el progenitor más despreocupado perdiera a un crío y no lo mencionara, a menos que tuviera la intención de perderlo, por supuesto.
Era más probable que Hope McMaster hubiese sido una niña no deseada y que simplemente se hubiesen deshecho de ella. Eso explicaría por qué no había constancia alguna. Cuando Jackson era pequeño tenían lugar muchas «adopciones» no oficiales, que no dejaban rastro alguno de papel. Hijos ilegítimos acogidos por sus abuelos, que crecían creyendo que su madre era su hermana. Hermanas estériles adoptando a un sobrino que estaba de más, para criarlo como un preciado hijo único. La madre del propio Jackson tenía un hermano mayor al que nunca conoció. Se lo habían dado a unos tíos sin hijos de Dublín antes de que ella naciera, y lo habían malcriado, según su celosa madre. «Malcriado», en el vocabulario de su madre, significaba que tuvo una educación, fue al Trinity College, se convirtió en abogado, se casó bien y murió rodeado de comodidades burguesas muchos años después.
Linda Pallister era la clave, todo cuanto tenía que hacer era hablar con ella, algo que la propia Linda parecía evitar a toda costa.
Ni Tracy Waterhouse ni Linda Pallister aparecían en el listín telefónico, pero no supuso ninguna sorpresa. Los policías y los asistentes sociales trataban de no llamar mucho la atención, para impedir que cualquier chiflado o ex presidiario anduviese aporreando su puerta en plena noche. Jackson entró en 192.com, la página amiga de fisgones y detectives que no tenían acceso a archivos oficiales.
Allí encontró a una «Linda Pallister» y cuatro «T. Waterhouse», una de ellas llamada Tracy. Tenía saldo de sobra en 192.com y consiguió las direcciones de ambas mujeres. Sabían lo suficiente para no aparecer en el listín, pero no eran lo bastante espabiladas para borrarse del censo electoral, que era la vía utilizada por 192.com para hacerse con sus datos. No debería estar permitido, pero lo estaba, gracias a Dios.
Jackson sacó el Saab del aparcamiento de varias plantas del centro comercial Merrion, donde lo había tenido encerrado desde su llegada a Leeds el día anterior. No sabía muy bien qué protocolo se seguía con los perros en los coches. Solía vérselos mirando a través del parabrisas trasero o asomados a la ventanilla del pasajero junto al conductor, con las orejas aleteando al viento, pero un perro sin atar era un accidente en ciernes. Cuando estaba en la policía, una mujer había resultado muerta en un accidente de tráfico. Frenó bruscamente en un semáforo en rojo, y el dálmata que llevaba en el asiento de atrás salió disparado, y le rompió el cuello. Una forma estúpida de morir.
El perro había subido de un salto al asiento de atrás como si fuera su sitio habitual, pero Perro Alfa, Jackson, lo miró con severidad.
—No —dijo.
El animal pareció vacilar pero también dispuesto a complacerlo, estudiando su rostro en busca de una pista.
—Ahí —añadió él señalando los pies del asiento delantero, y el perro saltó donde le decía y se tumbó. Cuando Jackson hubo comprobado por fin que el animal no iba a salir disparado a través del coche como un misil, añadió—: Bueno, vamos a buscarnos unas mujeres.
Puso «Cowboy Boots» de Kendel Carson en el equipo de música, una canción menos sureña y reaccionaria de lo que el título sugería.
Encendió el motor y ajustó el retrovisor. Al ver su reflejo, volvió a sorprenderlo su corte de pelo militar.
Linda Pallister vivía en una casa semiadosada y tradicional cerca de Roundhay Park. Las cortinas estaban echadas aunque era de día. Le daba el aire de una casa de luto. Llamó al timbre y aporreó la puerta con los nudillos, pero no hubo respuesta. Probó en la puerta de atrás con el mismo resultado. La misteriosamente ausente Linda Pallister seguía estando igual, misteriosamente ausente.
Jackson llamó a la puerta de la casa de al lado. Tuvo suerte con la persona («la señora Potter») que le abrió. Conocía bien a esa clase de mujer: solía estar viendo reposiciones de
Los asesinatos de Midsomer
o
Poirot
al otro lado de los visillos, en plena tarde, con una tetera y un platillo de galletas de chocolate a mano. Eran testigos valiosísimos porque estaban de vigilancia permanente.
—Tuvo visita anoche —le informó debidamente la señora Potter, y añadió encantada—: Un hombre.
—¿La ha visto hoy?
—No lo sé, no me paso el día pendiente de las idas y venidas en el barrio, no sé por qué tendría que pensar la gente algo así.
—No, por supuesto, señora Potter —repuso él fingiendo empatía. Era una técnica que nunca le funcionaba (en especial con las mujeres), pero eso no le impedía intentarlo. Sacó una tarjeta de la cartera y se la tendió a la mujer—. Mire, si vuelve, hágame el favor de dársela y pedirle que me llame.
—¿Un detective privado? —preguntó ella al ver la tarjeta.
A Jackson no le habría hecho falta preocuparse por la empatía; la mera idea de un detective privado bastó para que la mujer le dijera:
—Puede llamarme Janice. —Bajó la voz, como si Linda Pallister pudiera estar escuchando a hurtadillas—. ¿Puede decirme por qué busca a Linda?
—Sí, puedo decírselo, pero entonces tendré que matarla —respondió él.
Durante unos instantes, la mujer pareció creer lo que le había dicho. Jackson sonrió. Pues sí, últimamente tenía muchas ganas de regodearse a costa de una mujer a la menor oportunidad.
En la casa de Tracy Waterhouse en Headingley había más vida, aunque por desgracia no la de la propia Tracy. La puerta principal estaba abierta y un hombre cargaba herramientas en una furgoneta. Lo informó con acento de Europa del Este (el clásico albañil polaco, supuso Jackson) de que Tracy había salido esa mañana y no sabía cuándo volvería.
—Pero espero que lo haga —añadió entre risas—, porque me debe dinero.
Pese a que Jackson le aseguró que era el primo largo tiempo perdido de Tracy, el tipo se negó a darle su móvil.
—Es una persona muy reservada —comentó.
En lugar de abadías cistercienses, por lo visto Jackson coleccionaba ahora mujeres desaparecidas en combate.
* * *
Sentado en el coche, en el aparcamiento, marcó el número de móvil de Tracy. Le salió el buzón de voz, y dejó un mensaje. El coche de Barry olía a fresias, las flores favoritas de Amy. ¿Por qué no las había llevado en su ramo de novia en lugar de aquellas ridículas margaritas naranjas? Ahora, ninguna flor tenía ya significado para ella. Todo por culpa de Ivan. Él era el responsable de todo. Iban a soltarlo el sábado, un colega que trabajaba en la prisión le había dado a Barry la fecha y la hora. Estaría allí para recibirlo.
Iba a llevar las fresias a la tumba de Sam. Acudía más a menudo de lo que le decía a Barbara. Visitaban la tumba por separado. Barbara dejaba cosas que le revolvían el estómago: ositos de peluche y camiones de juguete. Él siempre dejaba fresias.
Hurgó en el bolsillo en busca de la tarjeta que le había dado el tal Jackson, pero no consiguió encontrarla por ninguna parte. Marcó el número de Tracy en el centro comercial Merrion y un imbécil de marca mayor le dijo que estaba enferma. Llamó a su casa solo para encontrarse con un mensaje estándar de contestador automático. Por fin la llamó al móvil y le dejó un mensaje. Volvió a llamar y dejó un segundo mensaje. Se acordó de algo, y dejó un tercer mensaje.
Estaba pasando algo, pero ¿qué exactamente? Tracy no tenía primos. No tenía familia en ningún sitio, porque era hija única de hijos únicos. Desde luego no tenía a nadie en Salford. Tenía que avisarla de que ese tipo no era de fiar y andaba tras ella. Linda Pallister había mencionado a un detective privado llamado «Jackson» que husmeaba por ahí, y ahora el tarado en persona había aparecido en Millgarth buscando a Tracy. «¿Le suena de algo el nombre de Carol Braithwaite?» Y tanto que le sonaba, joder, como una enorme campana que tañera por los muertos, despertando a los vivos. Que tañan las campanas, que levanten a los muertos.
Antes del accidente de Amy, solía sentir lástima por Tracy, una de esas mujeres que habían sacrificado la maternidad por el trabajo. Llegaban a la menopausia y se daban cuenta de que no habían tenido hijos, de que su ADN moriría con ellas y de que nadie iba a amarlas nunca como lo habría hecho un crío. Era triste, verdaderamente. Pero después del accidente de Amy, Barry envidiaba a Tracy. Ella no tenía que sentir un dolor insoportable cada segundo de cada día de su existencia.
Puso en marcha el motor y condujo hacia el cementerio, respirando el aroma de las fresias todo el camino.
* * *
—¿Vamos a casa? —preguntó Courtney cuando Tracy le abrochó el cinturón de la silla para niños del coche, delante de Toys 'R' Us. El maletero estaba lleno de cosas, en su mayoría de plástico. Todas aquellas diminutas y antiquísimas formas de vida marina que caían al lecho del océano para volver algún día a la vida como el juego de té de las hadas de Disney.
A petición de Courtney, Tracy había comprado también un disfraz, un traje rosa de hada, que venía con alas, varita y diadema. La niña había insistido en ponérselo en el coche, y estaba ahora sentada muy tiesa ahí atrás, en una pose que le recordó a la reina en su coronación.
—¿Vamos a casa? —repitió Tracy pensativa como si fuera un acertijo filosófico más que una simple pregunta.
¿Qué entendía Courtney por «casa»?, se preguntó. ¿Dónde estaba la suya? ¿Se refería a la vivienda de Kelly, sin duda miserable, o a otro sitio?
Había cosas que podían hacerse con niños y cosas que no. Durante toda su vida laboral, Tracy había presenciado las cosas que supuestamente no debían hacerse con ellos. Construir castillos en la arena, darles de comer a los patos, tomar el picnic sentados en una manta en el parque: esas eran cosas que sí se hacían con los niños. Secuestrarlos era una de las cosas que no se hacían. Conclusión: ella se había llevado a una niña que no era suya.