Ya en el colegio, Tracy había sospechado que no sería una buena esposa para nadie. Cosía fatal, era incapaz de cocinar ni unos simples macarrones con queso o de hacer bien la cama. Sin embargo, tenía un gancho de derecha potentísimo. Era algo que había descubierto una agitada noche de sábado de peleas de chicas y grescas de borrachos cuando un par de tipos con mala pinta casi la habían acorralado en Boar Lane. Aquello le hizo bien a su reputación de poli pero no mejoró precisamente su prestigio como mujer. («Esa Tracy Waterhouse es una bestia parda.»)
Cuando por fin volvieron tras haber llamado a las puertas, todo el mundo se había ido y solo quedaba Barry, un solitario agente de uniforme, guardando la puerta destrozada del piso.
—Me han dicho que no dejara entrar a nadie —dijo con tono oficioso—. Lo siento.
—Que te jodan, pedazo de imbécil —dijo Arkwright apartándolo—. Me he dejado el tabaco ahí dentro.
Tracy rió.
—¿Puede decirme qué ha ocurrido aquí?
—¿Eh? —soltó Arkwright.
—Marilyn Nettles, reportera de sucesos del
Yorkshire Post
. —Le mostró una tarjeta con sus credenciales.
Estaban en la entrada del edificio de Lovell Park, congelándose las pelotas mientras Arkwright se fumaba un pitillo.
—Este aire es más frío que la teta de una bruja —dijo él.
Tracy vio la bicicleta de Linda Pallister apoyada contra una valla. Se había ido en la ambulancia con el niño. No parecía probable que la bicicleta siguiera ahí cuando volviera a por ella. Llevaba una sillita para niño en la parte de atrás.
Se acordaba de Marilyn Nettles de algún sitio pero no consiguió ubicarla hasta más tarde, cuando Arkwright dijo:
—Estuvo de infiltrada en la fiesta de despedida de Dick Hardwick.
—¿Infiltrada? ¿Quieres decir que estuvo en el mismo pub al mismo tiempo?
—Lo que he dicho, una infiltrada. Es una fisgona.
—¿No lo somos todos?
Flaca, de unos treinta y cinco, con un cabello negro teñido que era un vestigio de la década anterior y que llevaba peinado a lo
garçon
, tan recto que parecía que fuera a cortarte si te acercabas demasiado. Tenía una buena napia que le daba un aspecto voraz. Era de esas periodistas que pisotearía los cuerpos de los caídos para llegar a la noticia.
—Me temo que no puedo hacer comentarios sobre lo que ha pasado aquí —dijo Arkwright—. Hay una investigación en marcha. Supongo que habrá una rueda de prensa, monada.
Marilyn Nettles se encogió ante la palabra «monada». Tracy la vio deseando decir «No utilice términos sexistas condescendientes conmigo, pedazo de policía zoquete e ignorante» y mordiéndose la lengua para decir en cambio:
—Los vecinos dicen que se trataba de una mujer llamada Carol Braithwaite.
—Sin comentarios.
—Tengo entendido que era una conocida prostituta.
—Tampoco sé nada de eso, me temo.
—Oh, venga ya, agente, ¿no puede decirme algo, por poco que sea?
Marilyn Nettles hizo algo raro con la boca, seguido de algo raro con los ojos. A Tracy le llevó un par de segundos comprender que trataba de flirtear con Arkwright. Pobre ilusa. Era como tratar de flirtear con un armario.
—¿Se le ha metido algo en el ojo? —preguntó Tracy con tono de inocencia.
Marilyn Nettles la ignoró, con la vista extrañamente fija en Arkwright.
—Ayude a una pobre chica —rogó. Unió el índice y el pulgar—. Deme solo un chisme pequeñito, deme lo que sea.
Con estudiada lentitud, Arkwright hurgó en el bolsillo del uniforme y sacó una moneda de diez peniques. Hacía más de cuatro años que Gran Bretaña había pasado al sistema decimal, pero él seguía refiriéndose al «dinero nuevo».
—Toma, nena —le dijo a Marilyn Nettles tendiéndole la moneda—. Ve a comprarte una bolsa de patatas. Te hace falta engordar un poco.
La periodista giró sobre sus talones y se alejó hecha una furia hacia un Vauxhall Victor rojo.
—No me gustaría tener que meterme en la cama con ella —comentó Arkwright—. Sería como abrazarse a un esqueleto.
Miró la moneda rechazada y la lanzó al aire. En la bajada, la pilló con una palmada contra el dorso de la otra mano.
—¿Cara o cruz? —le preguntó a Tracy.
—¿Estás bien, nena? —preguntó Arkwright; apuró su cerveza y miró alrededor como si esperase que se materializara otra de la nada.
—Sí —respondió Tracy.
—¿Quieres otra?
Ella exhaló un suspiro.
—No, tengo que irme. Mi madre prepara hoy su estofado de cordero.
* * *
Por fin había aprendido la lección, y esa noche no iba a ser la estúpida víctima del aburrimiento. Pidió que le llevaran algo con pinta de inocuo a la habitación y cuando la cena llegó se instaló en la cama con el plato y cogió el mando a distancia.
Collier
, por supuesto. Jackson exhaló un suspiro. Justo cuando uno pensaba que era seguro encender el televisor.
Collier era un inspector de homicidios algo tosco pero sensible en ocasiones que trabajaba tanto en una descarnada ciudad norteña («Bradthorpe») como en un verde valle agrícola («Hardale»). En su búsqueda de la verdad se rebelaba con frecuencia contra cualquier indicio de autoridad y al final su actitud quedaba invariablemente justificada. Era un inconformista aunque también (como decía alguien por lo menos una vez en el transcurso de cada capítulo) «un detective brillante». Era muy informal con las mujeres, pero aun así las cautivaba continuamente. En su experiencia, Jackson había comprobado que le ocurría lo contrario: cuanto más informal era (si bien no solía ser culpa suya, como le gustaba señalar) menos impresionadas quedaban las mujeres con él.
Julia, nada menos que Julia, que había «abandonado el escenario para concentrarme en ser madre y esposa» (una declaración que nadie creyó, y Jackson menos que nadie), había pasado a formar parte recientemente del reparto de
Collier
. Jackson supuso que sería un cadáver, o como mucho una camarera con un pequeño papel, pero resultó que interpretaba a una patóloga forense.
(—¿Una patóloga forense? —había preguntado él, incapaz de ocultar el tono de incredulidad en su voz.
—Sí, Jackson —respondió ella con paciencia exagerada—. En realidad no necesito una licenciatura en medicina ni tengo que hacer autopsias. A eso se le llama actuar.
—Aun así… —musitó él.)
La agente Charlie Lambert, una actriz llamada Saskia Bligh, era la glamurosa adlátere (dura pero justa, sexy pero profesional) de Vince Collier. Discutía, intimidaba, conquistaba, corría y se abría paso a golpes de kárate en cada episodio. Era una rubia delgada de ojos grandes y un poco llorosos y unos pómulos de los que uno podría haber tendido la colada (como habría dicho la madre de Jackson). No era su tipo. (¿Tenía un tipo? ¿Cuál? ¿La mujer de la noche anterior? No, sin duda.) Saskia Bligh tenía pinta de sentirse herida con facilidad. A Jackson le gustaba que sus mujeres fueran fuertes.
Collier y Lambert. Eran solo ellos dos, Morse y Lewis, Holmes y Watson, un dúo de embusteros que podía resolver cualquier asesinato en la zona con solo una ayudita de unos técnicos de pacotilla y agentes de uniforme semianónimos. Le gustaría ver a esa pareja trabajando en un caso en la vida real. Julia, en la forma de su personaje, existía para «complementar su relación».
—No va de crímenes, tienes que entenderlo —dijo Julia—. La serie va de ellos como personas.
—No son reales —le recordó él.
—Ya lo sé. El arte representa la realidad.
—¿El arte? —repitió Jackson sin poder creerlo—. ¿Llamas «arte» a
Collier
? Pensaba que el arte era otra cosa bien distinta.
—Ya sabes qué quiero decir.
Julia sustituía a un patólogo anterior. Al actor que lo interpretaba lo habían pillado con pornografía infantil en su ordenador y se había transformado discretamente en un delincuente en alguna prisión. Justicia irónica, una forma de jurisprudencia por la que Jackson sentía un cariño especial. La justicia cósmica estaba muy bien, pero en general llevaba más tiempo conseguir que sus engranajes no chirriaran.
Vince Collier había adquirido recientemente una madre caída del cielo (cariñosa pero protestona, sensible pero angustiada). Una de esas viejas actrices que llevaban una eternidad en las pantallas. («Para volverlo más humano», comentó Julia.) A él no le parecía que tener una madre lo volviera a uno más humano (significara lo que significase eso). Todo el mundo tenía una madre: los asesinos, los violadores, Hitler, Pol Pot, Margaret Thatcher. («Bueno, la ficción es más rara que la realidad», dijo Julia.)
El rostro de la madre de Vince Collier le resultaba familiar. Trató de recordar por qué, pero los hombrecitos huraños que gestionaban su memoria últimamente (llevando carpetas de aquí para allá, cotejando su contenido con los índices correspondientes, archivándolas en cajas que se disponían entonces en hileras interminables de estanterías metálicas Dexion en las que jamás volvían a encontrarse) habían traspapelado, como sucedía con excesiva frecuencia, esa información particular. El culpable de implantar aquel cianotipo en su cerebro infantil había sido un cómic titulado
Beezer
, y nunca había llegado a desarrollar un modelo más sofisticado.
Suponía que los pequeños moradores del cerebro de otras personas operaban de alguna manera como controladores aéreos, siempre conscientes de la situación exacta de cuanto quedaba bajo su responsabilidad, sin escabullirse nunca a tomar el té ni holgazanear en los umbríos recovecos de unas estanterías rara vez visitadas, donde fumaban cigarrillos sin humo y se quejaban de sus lamentables condiciones laborables. Algún día dejarían simplemente los bártulos y se largarían, por supuesto.
Por lo visto, a la madre de Vince Collier la habían traspapelado en algún lugar de las interminables estanterías Dexion.
Tilly Diez Tomas, la había llamado Julia. Jackson la había visitado en el plató, apareciendo de forma inesperada al advertir que pasaba por delante del sitio en que rodaban
Collier
.
—Pobrecita, tiene la memoria hecha añicos —comentó Julia—. Deberían haberlo advertido antes de contratarla. No tardarán en matarla.
—¿En matarla? —repitió Jackson.
—En la serie.
Estaban tomando café, sentados en lo que parecía un establo, un gélido anexo al camión de cátering en el que habían dispuesto mesas de caballete.
—No es un establo, es un granero —dijo Julia.
—¿Es real o forma parte del decorado?
—Todo es real —repuso Julia—. Por otro lado, por supuesto, podría decirse que nada es real.
Jackson se dio de cabezazos contra la mesa de caballete, pero no de forma real.
Julia iba vestida para el papel, con el traje azul de quirófano y el cabello recogido en un moño.
—Siempre te han atraído las mujeres de uniforme —comentó.
—Es posible, pero nunca me ha vuelto loco la gente que disecciona cadáveres.
—Nunca digas de esta agua no beberé —repuso Julia.
Jackson se preguntó dónde estaba el hijo de ambos. Ninguno de los dos lo había mencionado.
—¿Jonathan está al cuidado de Nathan? —preguntó por fin, y Julia se encogió de hombros, de modo que añadió—: O está con él o no. Y no me digas que podría hacer ambas cosas al mismo tiempo; no estamos hablando de universos paralelos.
Julia exhaló un profundo suspiro.
—No, no está con él. Tengo una niñera, una chica de la zona. Y es un poco tarde para preocuparte por el bienestar de tu hijo.
—Bueno, no me he preocupado antes porque me dijiste que no era hijo mío —repuso Jackson con toda lógica.
—He de irme —dijo Julia—. Tengo una autopsia a las tres en punto.
De repente le vino a la cabeza.
—Nunca lo habría… —le dijo Jackson al perro.
El animal lo miró, esperando el resto de la frase. La madre de Vince Collier no era otra que la anciana confusa del centro comercial Merrion.
—Sabía que la había visto antes. Fue la peluca lo que me despistó.
Vio
Collier
valientemente hasta el final. Julia apareció dos veces («La doctora Beatrice Butler», maternal pero con sentido común, sexy pero intelectual: una versión esquemática de la complejidad de la propia Julia.) La primera vez se la veía en la escena de un crimen, donde estimaba la hora de la muerte de una prostituta mutilada, y poco después aparecía en el depósito de cadáveres, donde fingía diseccionar el cuerpo de la víctima. Jackson prefería los programas sobre animales; incluso los más sangrientos eran preferibles a aquella basura.
—Es muy popular —decía Julia—. Los índices de audiencia son altísimos.
Los asesinatos reales eran repugnantes. Y apestosos y sucios y casi siempre desgarradores; nunca tenían sentido y en ocasiones resultaban aburridos, pero no tenían nada que ver con aquellos relatos pulcros y asépticos. Y las víctimas eran con frecuencia prostitutas, de usar y tirar como pañuelos de papel, tanto en la realidad como en la ficción.
—¿Eso es arte? Y una mierda —le dijo Jackson al perro.
Esperó a que el nombre de la madre de Vince Collier apareciera en los créditos. Matilda Squires en el papel de Marjorie Collier.
—¿Lo ves? Tenía razón —le dijo al perro.
Tilly Diez Tomas. El perro estornudó de pronto, tres veces seguidas, con pequeños bufidos que le parecieron extrañamente (e inexplicablemente) enternecedores.
Apagó el televisor y volvió a su viejo amigo Google del teléfono, donde tecleó el nombre de Marilyn Nettles. Siempre andaba buscando mujeres. Estaba a punto de abandonar cuando encontró algo en una página «dedicada a escritores de Yorkshire». «Marilyn Nettles escribe bajo del seudónimo de Stephanie Dawson. Nettles era antaño reportera de sucesos en el
Yorkshire Post
y vive en la población histórica de Whitby.» Jackson lo celebró con una taza de té de la bandeja que había en la habitación. La camarera del hotel había repuesto el contenido desde la mañana, y abrió otro paquete de galletitas para compartirlas con el perro.
—Estamos de suerte —le dijo al animal arrojándole una de nata—. Marilyn Nettles, ahí voy.
Estaba pensando en llevar al perro a dar el último paseo del día y luego acostarse temprano cuando alguien llamó a la puerta. Las orejas del perro se levantaron, en alerta máxima.
—Servicio de habitaciones —dijo en alto una voz al otro lado de la puerta.