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Authors: Kate Atkinson

Tags: #Intriga

Me desperté temprano y saqué al perro (28 page)

BOOK: Me desperté temprano y saqué al perro
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—Yo no he pedido nada al servicio de habitaciones —le dijo Jackson al perro.

Podría haber recordado varias escenas de películas a lo largo de los años en que había visto a un camarero entrar en la habitación con un carrito cubierto por un mantel blanco, un carrito que resulta llevar en las entrañas cualquier cosa desde una ametralladora hasta una rubia voluptuosa. Pero no recordó nada semejante, de modo que abrió la puerta.

—Madre mía —soltó cuando vio qué había en el carrito.

—¿Para mí? No hacía falta.

El carrito iba cargado con una cubitera plateada que contenía una botella de Bollinger perlada de un atractivo sudor frío. Todo aquello le pareció de mucha categoría para un Best Western. El carrito estaba en medio de la habitación antes de que hubiese tenido la oportunidad de señalar que no era probable que fuera para él. Quizá alguna mujer trataba de conquistarlo. Sin duda no sería ninguna de las que había conocido recientemente. El camarero, con escaso cabello entrecano y una piel arrugada y grisácea, más parecía un asesino en serie bien educado que un miembro habitual del personal de un hotel. Vio al perro en la cama y empezó a hacerle arrumacos.

—De niño tuve uno como este —declaró sonriendo de oreja a oreja—. Un border terrier. Son unos perrillos listísimos, muy avispados.

El tipo casi estaba matando a caricias al perro. El animal parecía sorprendido. Por lo visto tenía todo un catálogo de expresiones faciales. Su repertorio probablemente era mayor que el del propio Jackson. Este esperó por si el camarero señalaba que no se permitían perros en el hotel, pero no lo hizo; por fin se apartó con visible esfuerzo del animal y preguntó:

—¿Desea que le abra el champán, señor King?

—Ah —repuso Jackson—. Yo no soy el señor King, se ha equivocado de habitación. Casi me salgo con la mía —añadió, y rió. Ja, ja.

—Yo no habría dicho nada —respondió el camarero. Sonrió y se dio golpecitos con el dedo en un lado de la nariz, un gesto que Jackson no creía haber visto nunca fuera de una comedia de los años cincuenta—. Lo que uno no sabe no puede hacerle ningún daño.

—Yo diría que es precisamente lo contrario —repuso Jackson.

—Claro, lo que uno no sabe puede hacerle daño, en efecto.

Los dos rieron. En la habitación apenas había espacio para tanta afabilidad. Qué risa.

—¿Le traigo algo, jefe? —preguntó el camarero empujando el carrito hacia la puerta.

—No, gracias —contestó.

Cuando se hubo ido, Jackson miró al perro. El perro miró a Jackson. Exhaló un suspiro y se sentó en la cama junto al animal. El perro meneó la cola.

—Tranquilo, sé buen perro —le dijo Jackson.

Pasó un dedo por la cara interior del collar del animal hasta dar con el aparatito rastreador, y se lo enseñó.

—Aficionados —comentó.

* * *

Una de las cosas que desde luego no se hacía con los niños era llevarlos a la zona de prostíbulos cuando caía la noche, en el asiento de atrás de un coche, en busca de una prostituta. Cuando se internaban en aquella tierra baldía, cerca del cruce de Water Lane con Bridge Road, pasó en dirección contraria un coche de antivicio sin distintivos que merodeaba a la caza de clientes de las fulanas. ¿La habrían reconocido? Tracy siguió conduciendo con calma, preguntándose si habrían advertido a la niña en el asiento de atrás.

Kelly Cross quería más dinero. La verdad era que no le sorprendía. Lo curioso era cómo habría conseguido su número de móvil. («Óyeme bien, foca de mierda, no tenías derecho a llevarte a esa cría. Si quieres quedártela vas a tener que apoquinar mucho más.») «Bueno, ahí lo tienes», se dijo Tracy, ¿no estaba pagando el precio de haber comprado a la niña a precio de rebajas, como en el fondo siempre había sabido que tendría que hacer? ¿Y cuánto duraría aquella clase de extorsión? ¿Hasta que Courtney fuera mayor y tuviera hijos propios? ¿Viviría Kelly tanto tiempo? En realidad no pertenecía a un grupo demográfico que alardeara de longevidad. La cosa mejoraría mucho si Kelly Cross moría —de un mal chute de heroína, a manos de un cliente psicópata—; después de todo, ¿quién iba a echarla de menos? «Esa cría», había dicho Kelly Cross, no «mi hija». Aunque las madres como Kelly no tenían mucho interés en sus hijos, ¿no?

Ahí estaban todos aquellos sitios encantadores: Bridge End, Sweet Street West, Bath Road. Era un páramo urbano, literalmente. Sin nadie que te oyera gritar. Un par de prostitutas del turno de tarde, apoyadas contra una pared, con actitud displicente y fumando pitillos como entendidas en el negocio. Una se veía avejentada y castigada por la vida; la otra parecía demasiado joven, temblaba y tenía la piel vítrea, como si estuviera en pleno bajón de algo. Desde luego ninguna era como
Pretty woman
, se dijo Tracy. Se preguntó si serían madre e hija. Estaban las dos trabajando; se recordó que ella ya no tenía trabajo.

Justo cuando detenía el coche le sonó el móvil. Barry. Oh, por el amor de Dios. La única forma de acabar de una vez era hablar con él.

—¿Dónde demonios estás? —quiso saber Barry en cuanto hubo contestado. Le pareció demasiado picado, como un marido.

—En Bath Road —contestó ella observando a la mujer más joven acercarse con vacilación al coche.

Llevaba unas botas hasta los muslos y con tacones de fulana, shorts tejanos recortados, un top de tirantes y una cazadora espantosa.

—¿Qué haces ahí? —preguntó un sorprendido Barry.

—Estoy buscando a alguien. ¿Qué quieres?

—¿Has oído mis mensajes sobre ese tío, ese Jackson?

—Sí, no tengo ni idea de quién es.

—¿Quieres que haga algo al respecto? —quiso saber Barry.

Un eco de las palabras que le había dicho antes Harry Reynolds. Bajó la ventanilla y la prostituta joven, más niña que mujer, pareció confusa al verla.

—¿Buscas un asuntillo? —preguntó con vacilación.

—Ajá —respondió Tracy. Le enseñó un billete de veinte libras como señuelo y añadió—: Pero otra clase de asuntillo.

—¿Tracy? —preguntó Barry—. ¿En qué andas metida?

—En nada.

—No te lo he dicho, pero ese tal Jackson, sea quien sea, preguntaba por Carol Braithwaite.

—¿Por Carol Braithwaite? Oye, ahora tengo que colgar, Barry. Te llamaré más tarde. —Cerró la tapa del móvil y le gritó a la chica, que había cogido el dinero y estaba a punto de esfumarse—: ¡Espera!

La chica volvió de mala gana al coche y se unió a ella la mujer mayor, que al ver a Tracy exclamó:

—Trace, ¿qué tal va?

—De puta maravilla —soltó ella—. Una noche tranquila, ¿no?

—Es la crisis. Y las fulanas del crack todo el día andan reventando precios. Esas chicas ofrecen striptease completo y sexo por diez libras. Vivimos en un mundo distinto ahora, Tracy.

Era lo mismo que había dicho Barry, y lo mismo que había dicho Harry Reynolds. Pensó que debía de estar perdiéndose algo, porque a ella le parecía el viejo mundo de siempre. Los ricos se hacían más ricos, los pobres se volvían más pobres, y en todas partes, los niños caían por los resquicios entre ambos. Los victorianos se habrían percatado de que era así. La gente solo veía mucho más la televisión y encontraba interesantes a los famosos, solo eso era distinto.

—Sí, es terrible —contestó—. Todo lleva descuento. En realidad estoy buscando a Kelly Cross.

—¿A mi madre? —preguntó la joven.

Por Dios, se dijo Tracy. ¿Nunca iba a romperse el círculo? Fue intensamente consciente de la presencia de Courtney en el asiento de atrás. ¿Era esa su hermanastra? ¿Era ese el destino que habría aguardado a Courtney si no la hubiese rescatado? La mujer mayor —Liz, si no le fallaba la memoria— escudriñó en la parte de atrás del coche.

—¿Es tuya? —le preguntó a Tracy, y le dio una calada pensativa al cigarrillo.

—No exactamente —contestó.

No tenía mucho sentido disimular con aquellas dos; ¿qué iban a hacer, dar tumbos hasta la comisaría más cercana y chivarse?

—Bonito disfraz, cielo —le dijo Liz a Courtney, que a modo de respuesta hizo un gesto papal con la varita plateada.

—¿La reconocéis? —quiso saber Tracy.

Las tres examinaron a la cría en el asiento de atrás. Estaba comiendo una manzana y se detuvo en pleno mordisco. Una manzana roja, comida por Blancanieves. La manzana y la varita eran como el orbe y el cetro de su vestimenta de soberana.

—No, lo siento —respondió Liz.

—No —añadió la joven para el alivio de Tracy.

—¿No tienes nombre o qué? —le preguntó a la chica.

—No.

Tracy la miró. Una
fille de joie
con cuarenta veces más probabilidades de sufrir una muerte violenta que los demás miembros de su sexo. Y ¿qué podía hacer una? Nada.

—Venga, en serio —insistió—. ¿Cómo te llamas?

—Chevaunne. C-h-ev-a-u-n-n-e, tengo que deletrearlo cada vez, es un verdadero peñazo. Es irlandés.

Al menos la chica sabía deletrear, aunque solo fuera su nombre con errores. Kelly Cross era tan corta que no sabría deletrear ni «Siobhan». La madre de Kelly había sido irlandesa. Fionnula. Tracy llevaba tanto tiempo por ahí que había visto pasar tres generaciones de prostitutas. «Una absoluta gitana», solía decir Barry. Por lo que a él concernía, gitanos e irlandeses eran intercambiables, ambos igual de malos.

Tracy concentró su atención en Liz.

—¿Puedes darme la dirección de Kelly?

—Antes estaba en Hunslet.

—En Harehills —intervino Chevaunne—. Pero te costará más pasta.

Tracy le tendió otro billete de veinte libras a cambio de la dirección de Kelly Cross.

—Ahora largaos de aquí las dos —concluyó.

Un Avensis gris entró en ese momento en Bath Road, las pasó de largo y se detuvo más adelante para aparcar en la entrada de alguna clase de almacén abandonado, una propiedad inmobiliaria en ruinas. A Tracy le pareció demasiada casualidad. Buscó con la mirada el conejito rosa, pero el coche estaba muy lejos para verlo.

—Nos vemos —dijo Liz, y las
belles de tour
se alejaron tambaleantes hacia el Avensis.

—Ese coche es gris —dijo Courtney muy servicial.

—Sí, ya lo veo, cielo.

Tracy aparcó en el callejón que discurría junto a la calle de atrás. Apagó el motor, se apeó del coche y desató a Courtney. El último sitio al que quería llevarla era a casa de Kelly Cross, pero ¿qué otra opción tenía? Difícilmente podía dejarla sola en el coche en un callejón de mala muerte. Desde el primer instante en que vio a Kelly Cross en el centro comercial Merrion, el día anterior, le parecía no haber hecho otra cosa que tomar decisiones ante una serie interminable de bifurcaciones en el camino. Tarde o temprano se encontraría en un callejón sin salida, si no lo había hecho ya.

Kelly era el único eslabón entre Tracy y Courtney. Si se libraba de Kelly, rompería la cadena de pruebas que llevaba hasta ella. Entonces serían tan solo Imogen y su hijita Lucy. No habría necesidad de que siguiera mirando por encima del hombro el resto de su vida. Matemos a Kelly Cross. Hasta el mero hecho de decirlo resultaba atrayente. El corazón empezó a palpitarle con incómoda fuerza en el pecho. Podía librarse del eslabón entre Kelly y la niña, entre Kelly y ella misma. Podía forjar un nuevo y terrible vínculo pero librarse de las exigencias de Kelly Cross. ¿Quién estaba en mejor situación para cometer un asesinato perfecto que una policía?

La puerta del patio trasero de Kelly estaba abierta. Era un patio pequeño y claustrofóbico por la acumulación de desperdicios: una vieja lavadora, una butaca mugrienta, bolsas de basura negras; Dios sabría qué contendrían. Los cristales de las ventanas estaban sucios, resquebrajados, llenos de telarañas polvorientas y plagadas de moscas. Había un pedazo de papel, pegado con celo a la pintura desportillada de la puerta de atrás, en el que se leía CROSS con la letra de alguien medio analfabeto. La puerta en sí tenía pinta de que la hubiesen echado abajo varias veces. Tracy exhaló un suspiro. Se había pasado toda su vida laboral llamando a puertas como aquella.

Y sin obtener respuesta.

Volvió a llamar, más fuerte esta vez, como lo haría un policía. Nada. Probó a empujar la puerta, y se abrió. Ese era siempre un momento de mal agüero en las películas de suspense de la tele: nunca se descubría nada bueno tras una puerta abierta, pero por la experiencia que ella tenía solía significar que a alguien se le había olvidado cerrar con llave o pestillo.

La puerta daba directamente a la cocina. Dio un cauteloso paso.

—¿Kelly? —preguntó.

Medio esperaba que Kelly saliera de la nada para precipitarse sobre ella chillando como un alma en pena. Dio un par de pasos más y comprendió que Courtney le pisaba los talones como si jugaran al pajarito inglés.

—Quédate ahí, pequeñina, ¿de acuerdo?

Dio un par de pasos más, y la cría aún la siguió. Tracy cogió una silla de la mesa.

—Siéntate —le dijo—. Y no toques nada.

Encendió la luz. En las películas de suspense nadie encendía nunca la luz, para dar más ambiente, suponía; ella podía prescindir del ambiente. La cocina entera era una amenaza para la salud. La parpadeante luz del fluorescente iluminó envases de aluminio de comida para llevar, cazos y sartenes sucios, alimentos podridos, leche cuajada y, por encima de todo, alcohol y pitillos.

—¿Kelly? —repitió internándose en el pasillo.

Iba encendiendo luces al pasar. Fuera solo empezaba a oscurecer, pero la casa contenía otra clase de penumbra, más intensa.

Al fondo había una habitación pequeña. Estaba completamente llena de cajas que derramaban sus entrañas, en su mayoría consistentes en ropa que solo parecía servir para reciclar. La siguiente habitación era una salita de estar, si podía llamarse así. Estaba más o menos todo lo mal que podía llegar a estarlo una habitación, llena de paquetes de tabaco vacíos, platos sucios y más envases de comida para llevar. Había botellas y latas vacías, bajo el cojín del sofá asomaba una jeringuilla; todo estaba sucio y manchado y resultaba totalmente antihigiénico. Tracy había leído informes sobre la Leeds del siglo XIX, sobre la pobreza y las espantosas condiciones de los pobres de la era industrial. Estaban de inmundicia hasta las rodillas. La casa de Kelly no era muy distinta.

Advirtió que no había indicios de una niña en la casa: ni ropa, ni juguetes o películas. De mala gana, empezó a subir por las angostas escaleras de altos peldaños. Arriba había tres puertas para elegir, todas cerradas. Como en un cuento de hadas, o en una pesadilla. Volvió a asaltarla un recuerdo momentáneo de Lovell Park, con Ken Arkwright echando abajo la puerta con el hombro. Del olor que manó entonces, las moscas…

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