Me desperté temprano y saqué al perro (32 page)

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Authors: Kate Atkinson

Tags: #Intriga

BOOK: Me desperté temprano y saqué al perro
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—¿A quién?

Arcadia

Viernes

Tracy despertó sobresaltada. Algo extraño había perturbado su sueño. No había sido el canto de un pájaro, ni el despertador, ni el retumbar del primer autobús que pasaba calle abajo. Saltó de la cama y se precipitó hacia la ventana del rellano, desde donde se veía perfectamente la calle, una calle plagada de policías. Dos agentes de uniforme estaban llamando a la puerta de enfrente. Había un par de coches patrulla aparcados en la esquina, y un policía de paisano al que reconoció: Gavin Archer. Y más agentes de uniforme. Estaban recorriendo puerta a puerta toda la calle, y eso solo podía significar una cosa: sabían que había estado en casa de Kelly la noche anterior. Sabían lo de la niña, porque probablemente habrían visto ya las cintas de seguridad del centro comercial Merrion, y a Kelly Cross cambiando a la niña por dinero como si de un trapicheo con drogas en cualquier esquina se tratara.

Se acercaban dos agentes de uniforme.

Tracy puso la directa. Corrió hacia el dormitorio, se puso el chándal viejo, y luego cruzó el pasillo como una flecha hasta la habitación de Courtney. La niña se levantó muy deprisa, como si estuviera acostumbrada a salir de las casas sin previo aviso. Tracy se llevó un dedo a los labios.

—Chist… —susurró.

La cría pareció entenderlo perfectamente: se puso en marcha y cogió su preciadísima mochila rosa y la todavía más valiosa varita plateada.

Bajaron las escaleras deprisa pero sin hacer ruido, y justo cuando llegaban al vestíbulo, el timbre sonó fuerte e insistentemente. Tracy sintió una oleada de adrenalina recorriéndole el cuerpo. Cogió el bolso, le puso el abrigo rojo a Courtney y la hizo correr hacia la puerta trasera. Las manos le temblaban, de modo que tuvo que forcejear torpemente con la cerradura. Cuando por fin logró abrir, asió a Courtney bajo un brazo y cruzó a la carrera hasta la verja trasera; fue como correr con un corderito a cuestas. El callejón estaba desierto. Abrió el cobertizo de un tirón, metió a la niña en la parte trasera del coche y exclamó:

—¡Abróchate el cinturón!

El corazón le latía tan fuerte que le dolía el pecho. Salió del callejón, giró a la izquierda y siguió adelante con calma. Pasó de largo un coche patrulla vacío y a un policía que hablaba con una mujer medio dormida en el umbral de una casa. Un furgón de perros policía que se acercaba en dirección opuesta no le prestó atención y Tracy siguió con su plan de huida, pasando a través de todos ellos como un fantasma.

Un Avensis gris con un conejito rosa colgando del retrovisor se apartó furtivamente del bordillo, como un pez enorme, incorporándose al carril detrás de ellas. Un agente de uniforme lo detuvo para interrogarlo.

Tracy decidió que sería más seguro transitar por desiertas carreteras secundarias. Se dedicarían a matar el tiempo en los alrededores de la casita de vacaciones del Patrimonio Nacional que había reservado. Podía recoger las llaves a las dos de la tarde, aunque en realidad no había llaves, sino un código de seguridad que había que introducir en el panel numérico de la puerta, y que el administrador activaría a su llegada. No tendrían que ver a nadie, ni hablar con nadie. Iban a volverse invisibles, a desaparecer del mapa, como esos cazas con sistema antirradar. Solo le hacía falta un día, o poco más.

La niña se durmió. En esos caminos secundarios había mucha niebla, pero la niebla hacía que Tracy se sintiera bien, era como una amiga. ¿Qué había hecho? En un momento dado estaba comprando un hojaldre de salchicha en Greggs y unos instantes después estaba dándose a la fuga por asesinato y secuestro. Ella no había matado a Kelly Cross, pero se sentía como si lo hubiera hecho. La próxima vez que tuviera la tentación de comprar un crío pedirían que le firmaran alguna clase de garantía antirremordimiento. Veinticuatro horas de prueba para asegurarse de no haber pillado uno que trajera consigo un bagaje sangriento. Pero bueno… ¡como si fuera a ocurrírsele comprar otra criatura! Ni en broma; iba a pegarse a esa como una lapa. Estarían juntas en las duras y en las maduras, pasara lo que pasase… ¡¡Me cago en la leche!! De repente, delante de ellas, un ciervo surgió delicadamente de la niebla y se quedó ahí plantado, tan sorprendido como quien se encuentra de improviso en un escenario bajo los focos cegadores y ante el público expectante.

Tracy oyó gritar a alguien; quizá fuera ella misma, pero no estaba segura de haber gritado nunca así. Pisó a fondo el freno.

—¡Agárrate! —le gritó a Courtney recordando todo lo que había oído sobre gente que atropellaba vacas, caballos, ciervos, canguros y hasta ovejas, y no salían vivos del accidente. Cerró los ojos y le rezó al dios que protegía a los niños secuestrados de la muerte por culpa de la fauna silvestre.

Se oyó un ruido sordo, como si hubieran chocado a toda velocidad contra un montículo de arena. El airbag la golpeó en la cara. Le dolió una barbaridad. Seguro que le saldrían unos buenos moretones. Se volvió en redondo para ver a Courtney. No había airbags en la parte trasera, y tanto mejor, porque los niños resultaban heridos con ellos. Courtney no se había hecho daño, ni siquiera parecía sorprendida.

—¿Estás bien? —preguntó Tracy.

Courtney levantó el pulgar. Era para comérsela.

El parabrisas tenía pinta de que le hubieran tirado una roca justo en el centro. Parecía un reloj de esos con forma de sol. Gracias a Dios, el ciervo no había atravesado el cristal, porque tenerlo dentro del coche habría sido demasiado.

—No te muevas de aquí —le dijo a Courtney, y se bajó del coche.

El ciervo yacía en la carretera, iluminado por los faros. Era una hembra, una cierva que jadeaba emitiendo desagradables sonidos de tuberculoso. Tracy se arrodilló a su lado, y el animal agonizante puso los ojos en blanco. Un tajo profundo le atravesaba el cuello, y de alguna parte debajo del cuerpo también manaba la sangre. Hizo un frenético intento por ponerse en pie, pero esa cierva no iría a ninguna parte, ni en ese momento ni ningún otro día. Era espantoso ver a un animal tan malherido, y se sintió más afectada por la cierva que por lo de Kelly Cross. Tenía que acabar con su sufrimiento, pero no podía aporrear al animal con el gato delante de la niña.

Courtney apareció a su lado.

—Bambi —susurró.

—Sí, Bambi —repuso Tracy.

Más bien la mamá de Bambi. Disney tenía que responder por muchas cosas. No tenía la más mínima intención de comprarle ese DVD a la niña. El de las madres de Disney muertas —asesinadas, de hecho— que dejaban a sus hijos solos frente al mundo era un cuento que le podía ahorrar a la criatura, que ella misma se quería ahorrar.

Para su alivio, el animal se fue apaciguando, y ya no trataba de levantar la cabeza. Se le llenaron los ojos de lágrimas, ¡pobre bicho ensangrentado! Courtney le dio unas palmaditas en la mano. Los ojos de la cierva se fueron apagando y, estremeciéndose, exhaló un profundo suspiro antes de quedar inmóvil.

—¿Se ha muerto? —susurró Courtney.

—Sí —respondió Tracy tragando saliva—, se ha muerto. Se ha ido con todos sus amiguitos al cielo de los ciervos.

Sacrificios para salvar a la niña. Salva a la niña, salva al mundo. Tracy tendió una mano y acarició la ijada de la cierva, y Courtney agitó la varita mágica sobre su cuerpo.

El Audi, como la cierva, estaba herido de muerte.

—Me parece que tendremos que caminar —dijo Tracy—. Hay que buscar un taller.

Oyó otro coche aproximándose, aunque la niebla amortiguaba el ruido. Ya no le parecía que la niebla fuese una amiga.

Tendrían que arriesgarse. Solo confiaba en que no fuera de la policía. Un coche gris apareció entre la niebla gris. Un Avensis.

—Mierda —murmuró al ver que el conductor salía del coche y se aproximaba a través de la penumbra.

Agarró a la niña de la mano.

—¡Corre! —dijo en voz baja.

Oyó gritar al hombre a sus espaldas cuando se abrían paso entre la maleza.

—¿Tracy? ¿Tracy Waterhouse? Solo quiero hablar.

—Sí, eso dicen todos —le susurró ella a la niña.

Tracy se detuvo y se sentó en el suelo, exhausta, al pie de un gran árbol.

—Recobremos el aliento —le murmuró a Courtney.

En comparación, ¿había sido tan mala la vida con Kelly Cross? ¿Seguiría viva si ella no le hubiera comprado a la niña? La pequeña se arrodilló a su lado, recogió el esqueleto de una hoja de otoño y la metió en la mochila. Sus prioridades eran distintas a las de Tracy.

El bosque parecía cernerse en torno a ellas. Pensó en la Bella Durmiente. Podían morir ahí y convertirse en humus sin que nadie las encontrara. Un crujido quebró el silencio, sobresaltándolas, y Tracy rodeó con los brazos a la pequeña y la abrazó con fuerza. Estaban más tensas que las cuerdas de un piano.

—¿Hay lobos en este bosque? —susurró la niña.

—De los de cuatro patas, no —respondió Tracy.

Comprendió que en ese instante estaba rozando el límite: ante ella se abría el abismo, detrás quedaba la oscuridad, y el único camino era la desesperación. La niña olía al champú de la noche anterior, y un poco a verdín y a salvia, como una ninfa de los bosques.

—Vamos, hay que seguir adelante.

Se incorporó y cogió a la niña en brazos. Era demasiado pequeña para seguir corriendo. ¿No era eso lo que la había hecho reparar en ella para empezar? Había dado por sentado que Kelly Cross hacía correr a la niña porque llegaba tarde o era una impaciente o por pura maldad, pero quizá no corría hacia algo, quizá Kelly también huía de algo. ¿Y si ella, a su manera, hubiese tratado también de salvar a la niña? ¿Habría sido esa la razón de su muerte? ¿La habrían castigado por encontrar a la niña, o por perderla?

Y el hombre del Avensis, ¿estaría intentando recuperar a la niña? ¿Sería ella propiedad de alguien? ¿De una red de pederastas, por ejemplo? El tipo del Avensis tenía toda la pinta de albergar a un pervertido bajo la piel grisácea. ¿Sería ese supuesto detective privado, el tal Jackson?

—¿Adónde vamos? —quiso saber Courtney.

—Buena pregunta —jadeó Tracy—. No tengo la menor idea.

El bosque se volvió menos denso, y a lo lejos había luz. Hay que ir hacia la luz, según dicen, ¿no?

Salieron del bosque, y un coche estuvo a punto de atropellarlas.

Les dijo que antes era policía. Cualquiera podía decir algo así.

* * *

Se despertó a las cinco y media como un clavo, como de costumbre. Cuando encendió la lámpara de la mesita de noche de la habitación del Best Western, lo primero que vio Jackson fue al perro, al lado de la cama, mirándolo fijamente como si estuviera deseando con todas sus fuerzas que despertara. Jackson lo saludó con un gruñido y, en respuesta, el perro meneó la cola con entusiasmo.

Se tomó una taza de café instantáneo en la habitación, a lo pobre, y le dio el desayuno al perro, que lo engulló en cuestión de segundos. Empezaba a advertir que el perro comía siempre como si estuviera muerto de hambre. Lo entendía, porque él comía de la misma manera. Era la primera regla de la vida, que había aprendido en el ejército y consolidado en el cuerpo de policía: si ves comida, cómetela, porque no sabes cuándo verás más. Y come cualquier cosa que te pongan delante. No se andaba con reparos cuando se trataba de comida: podía zamparse lo que fuera sin hacerle ascos, y sospechaba que el perro era igual de omnívoro.

Media hora después, ya había pagado el hotel y estaba listo para ponerse en marcha. Marilyn Nettles tendría una doble visita inesperada, la de un hombre y su perro. Ya tenía pensado ir a Whitby, de modo que era evidente que el destino le estaba diciendo algo. Cierto que se lo decía en alguna lengua extranjera bien difícil, como el finlandés, pero no se puede tener todo en la vida.

Informó a Jane la del GPS de que se dirigía a la costa por la carretera panorámica y después, como Lot, se alejó de la ciudad sin mirar atrás.

El dispositivo de localización que el camarero del servicio de habitaciones había ocultado en el collar del perro estaba ahora en la guantera del Saab. Jackson se había planteado la posibilidad de ponerlo en un camión de esos que recorren largas distancias, imaginando con cierta satisfacción la confusión que podría causar un Eddie Stobart de dieciocho ruedas que viajara a Ullapool o a Pwllheli, pero de esa forma no descubriría quién quería seguirlo. Una persecución era una empresa de dos direcciones, en la que presa y cazador quedaban unidos por la búsqueda, no tanto un duelo como un dueto.

El dispositivo de localización le pareció un juguetito interesante. No sabía que ahora los fabricaran tan pequeños. Había pasado una buena temporada desde la última vez que tuvo motivos para comprar algo en una tienda de espionaje. Le gustaría conseguir algo parecido para Marlee, un chisme tan diminuto que ni lo advirtiera, porque nunca habría aceptado («¡Ni en broma!») llevar nada que supusiera control o supervisión por parte de sus padres. Si pudiera, Jackson le pondría un chip a su hija, como los de los perros. A Nathan también, por supuesto. Tenía dos hijos, se recordó, solo que, por lo visto, uno parecía no contar tanto como el otro.

Y el perro, ¿llevaría chip? Ese Colin no le había parecido de los que se preocupaban por su perro hasta el punto de ponerle chip, aunque tampoco parecía de los que tenían un perro que no ponía precisamente de relieve su condición de macho. Era más bien un tipo de pitbull, tanto por el tatuaje de san Jorge como por la cabeza rapada. A ver si en realidad el perro había sido de su mujer, su madre o su hijo. Quizá alguien, al despertarse por las mañanas, sentía una oleada de tristeza al recordar a su mascota perdida. «Voy a acabar contigo de una vez, debería haberlo hecho en el instante en que esa puta se fue», le había gritado Colin al perro en Roundhay Park. Jackson sintió una punzada de rabia contra esa mujer que había escapado de las garras de Colin, pero que había dejado atrás al perro.

Lo que en Leeds había sido un fino velo de bruma se había ido espesando mientras conducía. Entrañaba la promesa, aunque no la certeza, de un día espléndido, pero a primera hora había supuesto cierto peligro al conducir. Ahora se arrepentía de no haberse hecho las gafas nuevas que le había prescrito la oculista.

—Lo veo todo un poco borroso —le había dicho a la chica escandalosamente joven que le examinaba la vista.

Quiso preguntarle si tenía un título o algo así, pero se sintió extrañamente vulnerable, sin ver nada mientras ella, con una linterna, lo miraba a los ojos desde tan cerca que captaba el olor a menta en su aliento.

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