—Echo de menos los viejos tiempos. Eran buenos tiempos.
—No eran buenos, Barry; eran una mierda.
The Good Old Days
. De repente le vino a la memoria aquella señora de Cookridge muerta en su lujosa butaca de terciopelo en el City Varieties. Barry debía de acordarse de su nombre, pero no iba a darle esa satisfacción.
—¿Cuánto te queda para jubilarte, Barry?
Él llevaba en el cuerpo más tiempo incluso del que había pasado Tracy.
—Dos semanas. Y me voy de crucero, al Caribe. Ha sido idea de Barbara, Dios sabe por qué. Seguro que tú te alegraste de dejar todo esto, ¿verdad?
—Tan seguro como que el Papa es nazi —contestó ella forzando una carcajada—. De haberlo sabido lo habría dejado mucho antes. —«Mentirosa», se dijo.
—¿Te has enterado de lo de Rex Marshall? —quiso saber Barry.
—Cayó muerto en el campo de golf. Ya era hora. ¡Adiós muy buenas!
—Sí, bueno, no era mal jefe —contestó Barry poniéndose a la defensiva.
—Puede que para ti no.
—¿Entonces no vas el sábado al entierro?
—No, a menos que me pagues… ¿Barry? Una cosa más.
—Siempre hay una cosa más, Trace. Y entonces nos morimos y no hay nada más. Claro que no hace falta que uno se muera para eso —dijo Barry con audible abatimiento.
—Linda Pallister me ha dejado un mensaje en el contestador.
—¿Linda Pallister? ¿Esa loca de remate? —Barry no pudo contener un bufido de risa. Pero la risa se transformó al instante en un tremendo suspiro de descontento.
Tracy sabía qué le pasaba a Barry: Linda Pallister lo hacía pensar en Chloe Pallister, y Chloe lo llevaba a pensar en Amy, y pensar en Amy lo hacía internarse en un lugar sombrío.
—¿Y qué decía el mensaje?
—Dice que se ha metido en algún lío, y ha mencionado el nombre de Carol Braithwaite.
—¿Carol Braithwaite? —repitió Barry como si nunca hubiera oído ese nombre. Barry era malísimo mintiendo, siempre lo había sido.
—Sí, Barry, Carol Braithwaite. El asesinato de Lovell Park. Y no me digas que no te acuerdas, ya sé que sí.
—Ah, esa Carol Braithwaite —contestó Barry con fingida despreocupación—. ¿Qué pasa con ella?
—No lo sé. Linda no lo ha dicho. He intentado devolverle la llamada pero no contestaba. ¿Ha contactado contigo?
—¿Quién? ¿Carol Braithwaite?
—No, Barry —dijo ella con tono de paciencia—, a menos que se haya levantado de la tumba… Linda Pallister, ¿te ha llamado?
—No.
—Bueno, pues si te llama, intenta averiguar en qué anda metida. Puede que al fin cante.
—¿Que cante?
—Lo que pasó con aquel crío.
Tracy no sabía por qué se molestaba ahora con aquello. Tenía cosas más importantes de las que preocuparse, y eso ya no tenía nada que ver con ella: estaba empezando una nueva vida. Borrón y cuenta nueva.
—De todas formas, gracias por la información, Barry —concluyó Tracy de pronto—. Supongo que ya te veré por ahí.
—Igual te veo yo antes, vieja sabuesa.
—Me voy de vacaciones, por cierto, a partir del viernes.
—Bueno, pues asegúrate de volver antes de mi fiesta de despedida.
—¿Qué fiesta de despedida?
—¡Ja, ja! Que te den.
¿Es que nunca iba a acabarse ese día? Por lo visto, no.
Justo antes de medianoche volvió a sonar el teléfono. ¿Quién sería a aquellas horas? Problemas, seguro. El corazón se le encogió de miedo. La habrían descubierto, y querrían recuperar a la niña. Pensó en la cosita indefensa que dormía arriba, en la habitación de invitados, y el corazón se le encogió aún más.
Respiró hondo y descolgó el auricular. Ojalá sea solo la loca de remate de Linda Pallister, rogó para sí. Sintió alivio cuando comprendió que se trataba solo del interlocutor misterioso. Durante cosa de un minuto, se escucharon sin decir nada; ese silencio fue casi lenitivo.
* * *
«Igual te veo yo antes, vieja sabuesa.» Es lo más cercano al afecto que soy capaz expresar, se dijo Barry. ¿De qué iba todo aquello? «¿Y no han denunciado la desaparición de ningún crío?» Siempre habían sido los críos los que más afectaban a Tracy. Bueno, sí, le pasaba a todo el mundo, pero ella tenía esa obsesión especial con los niños. Todo había empezado en Lovell Park.
Barry no había esperado volver a oír en su vida el nombre de Carol Braithwaite, pero esa chiflada de Linda Pallister lo había llamado hacía un rato, balbuceando que andaba metida en problemas. No había hablado con ella desde el entierro de Sam. Chloe había sido la dama de honor de Amy. Él no podía volver ahora a aquella escena, no podía pensar de nuevo en aquel día, llevándola al altar. No debería haberla entregado a su marido, debería habérsela quedado, haberla mantenido a salvo.
—¿Señor Crawford? —le había dicho Linda—. ¿Barry? ¿Se acuerda de Lovell Park?
—No, Linda. No me acuerdo de nada.
—Alguien anda haciendo preguntas.
—Siempre hay quien hace preguntas —respondió Barry—, y es porque nunca hay respuestas suficientes para cerrar el círculo.
—Un detective privado que se llama Jackson ha venido esta mañana a verme. Preguntaba cosas sobre Carol Braithwaite. No sabía qué decirle.
—Yo de ti seguiría manteniendo la boca cerrada —dijo Barry—, lo has hecho muy bien estos treinta y cinco años.
Y ahora lo llamaba Tracy, preguntándole si Linda había contactado con él para hablar de Carol Braithwaite. Y él había mentido, por supuesto. Todo eso no eran más que chorradas, ¿no? «A menos que se haya levantado de la tumba», había dicho Tracy. Sí, malditas chorradas, pero serias de la hostia.
Tracy había dado mucho la lata con Linda Pallister y Carol Braithwaite: decía que Linda había hecho «desaparecer» al crío. En aquel momento, él le había dicho a Tracy que hablaba por hablar, pero en efecto tenía razón, todo el mundo había callado cosas con lo de Lovell Park; todo el mundo menos Tracy. Ella había actuado como un auténtico sabueso, intentando averiguarlo todo. De eso hacía ya mucho tiempo. Todos aquellos tipos, el inspector jefe Walter Eastman, Ray Strickland, Rex Marshall, Len Lomax, aplicaban una ley para ellos mismos y otra para el resto del mundo. Eastman había muerto tiempo atrás, y ahora también Rex Marshall había jugado su última partida de golf y debía de estar tirado en alguna funeraria con las arterias obstruidas como viejas tuberías de plomo. Estaban cayendo como moscas. Solo quedaban Strickland y Lomax. Y él mismo. ¿Quién sería el último que aguantaría en pie?
Barry tendría que haber dicho algo, o hecho algo, pero en aquel entonces una prostituta muerta no había parecido muy importante en el conjunto global de las cosas. Después, al hacerse uno mayor, se daba cuenta de que todas y cada una de las cosas que ocurrían eran relevantes. Especialmente los muertos.
Se subió el cuello de la chaqueta para protegerse del frío. Todo el calor del día se había esfumado. ¿Por qué los hombres de su edad ya no llevaban sombrero? ¿Cuándo habían dejado de hacerlo? Su padre siempre llevaba una boina de tweed. Y a él también le habría gustado llevar una, pero Barbara nunca le hubiera dejado ponérsela. Ella controlaba su vestuario. Prefería estar ahí, en medio del frío y ante esa puta muerta en un contenedor que en casa con su mujer. Barbara debía de estar sentada en el sofá, toda correcta y formal, sin un pelo fuera de sitio, viendo cualquier porquería que dieran en la tele, conteniendo la furia bajo la capa de maquillaje. Había pasado treinta años intentando cambiarle, y ahora no iba a rendirse. La tarea de una mujer consistía en tratar de mejorar a un hombre. La tarea del hombre era resistirse a esa mejora. Así funcionaba el mundo; siempre lo había hecho así y siempre lo haría.
Tiempo atrás, antes de que su nieto muriera, y antes de que Amy, su querida hija, se convirtiera en una cáscara vacía, nunca le había importado cómo iba la relación con Barbara. Era un matrimonio tradicional, a la antigua, con toda la parafernalia: él salía a trabajar, ella se quedaba en casa y daba la lata. Se había pasado media vida castigado por una u otra negligencia doméstica, pero le daba igual: bajaba al bar y ya está.
Después del accidente ya nada tenía sentido. Lo había abandonado toda esperanza. Aun así, seguía adelante arrastrando los pies, paso a paso. El señor Va Tirando, policía. Hacía su trabajo, porque sabía que cuando lo dejara tendría que pasarse el día entero en casa con Barbara, afrontar el sinsentido de todo aquello. Y esa mierda de crucero por el Caribe, como si fuera a solucionar algo.
—¿Jefe?
—Dime.
—Los de la científica dicen que podemos mover el cuerpo.
—No es mi caso, chaval. Habla con el inspector Miller. Yo solo soy un tipo inocente que pasaba por aquí.
* * *
Las diez. Una noche larga y solitaria se extendía ante él.
Jackson pensó en llamar a Julia, el último recurso contra el insomnio, una mujer que detestaba el vacío de un silencio. Podía hablarle a uno hasta hacerlo caer dormido, era capaz de hacer sudar la gota gorda al rebaño entero de ovejas, pegaba unas palizas de campeonato. Pero luego recordó cómo se había enfadado la última vez que la llamó tan tarde («Tengo que estar en el plató a las seis, ¿es importante?»), y decidió no arriesgarse a cabrearla.
El aburrimiento lo llevó a leer de cabo a rabo la carpeta de información del hotel, los planos de las salidas de emergencia que había detrás de la puerta, un ejemplar de
Yorkshire Life
y cualquier cosa que le cayó en las manos. Consideró la idea, aunque luego la rehusó, de ponerse uno de esos juegos estúpidos del teléfono, y al final se decidió a buscar una de esas Biblias de Gedeón que siempre hay en las mesitas de noche de los hoteles, pero cuando la encontró comprendió que todavía no estaba tan desesperado. De entre las páginas de la Biblia cayó una nota adhesiva amarilla, en la que alguien había escrito a lápiz: «Aquí, el tesoro eres tú». Jackson se pegó la notita en la frente y se murió de aburrimiento.
Regresó de entre los muertos diez minutos más tarde, un Lázaro devuelto a la vida por los lametazos redentores de su perro, que parecía bastante preocupado. ¿Podía un perro parecer preocupado? Jackson bostezó. La vida tenía que consistir en algo más que eso. Dobló la nota y la metió en la cartera, por si se moría de repente y los que le encontraban ponían en duda su verdadero valor.
—Bueno, hace ya un buen rato que el sol está más bajo que el penol —dijo Jackson—, es hora de poner rumbo al minibar. —¿Pensaba en voz alta, antes de tener al perro? Estaba casi seguro de que no.
Ergo
, como habría dicho Julia, estaba hablando con el perro. ¿Era mala señal? El perro lo miró como si tuviera interés en lo que estaba diciendo. Jackson se dio cuenta de que estaba atribuyéndole emociones al animal que en realidad no estaba experimentando.
Apuró una botella de whisky como de casita de muñecas, y siguió con otra. Leeds era una ciudad famosa por su vida nocturna, se dijo. ¿Por qué no salir a comprobarlo? Que estuviera ya en la edad dorada no le impedía salir a mover las piernas un rato, a reencontrarse con el resplandor plateado de la juventud que llevaba dentro. Sin duda sería mejor que quedarse en una habitación de hotel, hablando con un perro.
Su hermana solía ir a bailar a Leeds con sus amigos las noches de los sábados. Aún era capaz de recordar aquellas tardes de sábado, con Francis tomándose el té a toda prisa para salir a beber y ligar con chicas, y con Niamh, envuelta en una nube de laca y perfume, preocupada porque iba a perder el autobús. Siempre volvía a casa en el último autobús, hasta el día que ya no volvió más.
Después, cuando aún no habían cogido a Peter Sutcliffe para hacerlo confesar, cuando todavía era el Destripador anónimo y tenía una larga lista de asesinatos en su currículum, Jackson se preguntaría si Niamh no habría caído en sus malévolas garras. Su primera víctima no apareció hasta 1975, pero antes ya había atacado a mujeres; en 1969 lo pillaron con un martillo y fue acusado de llevar «útiles para cometer un robo», aunque solo en retrospectiva comprendía uno para qué era en realidad ese martillo. Manchester, Keighley, Huddersfield, Halifax, Leeds y Bradford conformaban su terreno de caza, y estaban a poca distancia en coche de la ciudad natal de Jackson. A Niamh la estrangularon, y Sutcliffe golpeaba a sus víctimas en la cabeza y luego las apuñalaba. Siempre seguía esa pauta, pero ¿quién sabe? Un hombre puede cometer errores cuando todavía es nuevo en el trabajo.
¿Por qué matan los hombres a las mujeres? Después de tantos años, seguía sin conocer la respuesta, y no estaba seguro de querer hacerlo.
Se dio una ducha rápida y trató de acicalarse un poco antes de sacar al perro para que hiciera sus necesidades nocturnas, otra vez con el consabido lío de la mochila. Pensó en comprar algo más pequeño, una bolsa medida terrier, seguro que en Paws for Thought las vendían. Había tratado de esconder al perro bajo la chaqueta, pero parecía que estuviera embarazado. No era una imagen que sentara muy bien, al menos a un hombre.
El zurullo marrón y humeante que el perro dejó tras de sí le hizo sentirse bastante mal, y tuvo que sacar un periódico viejo de una papelera para recogerlo. Era un problema que no había considerado antes, y comprendió que tendría que comprar algo para recoger la caca del perro. Se había tropezado con el primer inconveniente serio de tener al animal.
Llevó al perro de vuelta a la habitación y lo dejó tendido en la cama como una esfinge, mirándolo con ojos tristes. Siguió notando esa mirada desolada, de abandono, al bajar en el ascensor, cruzar la recepción y salir a la calle. Tal vez debía haberle dejado la tele encendida.
Una vez en la calle, cayó en la cuenta de que estaba muriéndose de hambre. No había comido nada desde el café y el sándwich en la abadía de Kirkstall, muchas horas antes. Fue en busca de comida y acabó en un restaurante italiano que parecía un centro de jardinería, donde tomó media jarra de Chianti y un plato de pasta cualquiera antes de marcharse en busca de las luces de neón. Todo lo que siguió estaba bastante borroso en su memoria. Lástima.
* * *
Despertó en la oscuridad, sin saber cuánto tiempo había dormido. Pensó que estaba de vuelta en casa, en su cama. Le llevó un buen rato recordar que estaba en la casita Campanilla. Tilly echaba de menos el ruido de Londres, lo necesitaba para dormir. Aquí estaba todo muy oscuro, demasiado oscuro, y había mucho silencio; era antinatural.