—Quizá sí —contestó Margaret.
—Pero nada de niños africanos —advirtió Ray—, no hace falta que vayamos tan lejos.
Antes de Navidad los habían invitado a una fiesta en la casa de Harrogate de los Winfield. Margaret estuvo dudando sobre qué ponerse, y al final se decidió una vez más por el vestido azul oscuro de encaje.
—¡Por el amor de Dios! —le dijo Ray—. Cómprate algo nuevo.
—Pero si este es perfecto —contestó ella.
Por eso Ray se sorprendió al verla bajar un rato después por las escaleras enfundada en un vestido negro sin mangas.
—Este vestidito negro me lo ha dado Kitty, tenemos la misma talla.
Viéndolas, no lo habría dicho nadie, la verdad.
—¿Me queda bien? —preguntó Margaret no muy convencida.
Ray nunca la había visto llevar nada que le quedara peor que ese vestido de cóctel de Kitty Winfield.
—Preciosa —mintió—. Estás preciosa.
Ray se sintió muy fuera de lugar en casa de los Winfield. Ian Winfield fue todo simpatía y cordialidad.
—¡Agente!, ¿viene usted a detenernos? —bromeó al abrir la puerta con su corona de acebo, armado con una copa a rebosar.
—¿Por qué? Andáis metidos en algo, ¿no es eso? —contestó Ray.
No fue un saludo muy ingenioso, que digamos. Kitty Winfield lo había saludado bajo el muérdago que colgaba en el recibidor, y Ray se sonrojó cuando lo besó. Fue un beso discreto, en la mejilla, no como esas mujeres que hacían que uno se sintiera como si lo besuqueara un salmón, con los labios y la lengua. Aprovechaban cualquier oportunidad para ponerle las manos encima a un hombre siempre que no fuera su marido. Kitty Winfield olía como imaginaba que debían de oler las mujeres francesas, y además bebía champán. Ray nunca había conocido a nadie que bebiera champán.
—¿Te sirvo una copa? —había ofrecido ella.
Pero Ray se limitó a tomar dos dedos de whisky en toda la velada. La casa de Harrogate de los Winfield no era el sitio idóneo para emborracharse y desmadrarse. Por aquella época, Margaret solía tomar un Dubonnet con ginebra.
—Pero que sea pequeño.
La banda de música del Metropole terminó de tocar un chachachá que los asistentes bailaron con torpeza, y salió un cantante que parecía un despojo de la guerra. Si no se andaban con cuidado iba a lanzarse a cantar algún himno para carrozas tipo «Danny Boy». Pero sorprendió a Ray al cantar un tema de ese año, «Seasons in the Sun», que desató unas cuantas protestas en la pista de baile.
—Canta algo alegre, joder —farfulló Len Lomax.
El sargento Len Lomax era un mujeriego y un bebedor. Jugaba al rugby. Era un cabrón, y amigo de Ray. Su mujer, Alma, era una zorra muy terca que trabajaba como encargada de compras en una fábrica textil. Habían tomado la decisión de no tener hijos, porque les gustaba demasiado el estilo de vida que llevaban. Alma era la única persona, por lo que él sabía, que le caía mal a Margaret. Si Ray pensaba en su propio estilo de vida (fuera lo que fuese eso), le daba la sensación de tener un grillete de hierro ciñéndole la frente.
—¡Ray! —exclamó Kitty Winfield cuando lo vio acercarse a ellas. Le sonrió como si lo hiciera para la cámara—. Lo siento, estoy acaparando a tu mujer.
—No, no pasa nada —contestó él con torpeza.
Cuando le encendió un cigarrillo, Kitty se acercó lo suficiente para que oliera de nuevo su perfume francés. Se preguntó cuál sería. Margaret no olía a otra cosa que a jabón.
Habían compartido mesa con los Winfield, los Eastman, Len y Alma Lomax y un concejal llamado Hargreaves que estaba en el comité de transporte. Len Lomax se inclinó por delante de Margaret para decirle a Ray en voz baja:
—¿Sabes que la que está con Hargreaves no es su mujer?
Margaret le hizo el vacío como si fuera invisible. La mujer en cuestión, con cara más agria que sonrojada, miraba fijamente su plato vacío.
—Tu amigo es un grosero —le dijo Kitty Winfield a Ray en tono recriminatorio, y le dio una buena calada al cigarrillo—. Me ha dado pena esa pobre mujer. ¿Qué pasa si no están casados? Por el amor de Dios, estamos en 1975, no en la Edad Media.
—Bueno, en realidad estamos todavía en 1974 —contestó Ray mirando el reloj. «Dios, Ray, relájate», se dijo. Kitty Winfield lo volvía un zoquete.
La mesa estaba hecha un desastre, con el mantel manchado de vino y comida y los platos sucios que las camareras no se habían llevado todavía. Una gamba rosada y solitaria se hacía un ovillo sobre el mantel como un embrión. Se le revolvió el estómago otra vez.
—¿Estás bien? —quiso saber Margaret—. Se te ve pálido.
—Llamemos a un médico —repuso Kitty Winfield riendo, y le preguntó a Ray—: ¿Lo has visto?
—¿A quién? —contestó sin tener idea de qué le hablaba.
—A mi marido. Hace siglos que no lo veo. Creo que voy a echar un vistazo. Vosotros dos deberíais salir a bailar —concluyó, levantándose con elegancia de entre las ruinas de la mesa.
—¿Qué te parece? —dijo Margaret cuando Kitty Winfield hubo desaparecido entre la multitud—. ¿Bailamos?
—La verdad es que estoy un poco mareado —reconoció Ray—, me he pasado bebiendo este aguardiente nuestro.
En aquel momento regresó Eastman y dijo:
—Ray, hay unas personas a las que quiero presentarte. —Volviéndose hacia Margaret, continuó—: ¿Te importa si te robo a tu marido un momento?
—Mientras me lo devuelvas de una pieza…
Fue al lavabo y luego se perdió en algún pasillo. No había advertido lo borracho que estaba. Avanzó rebotando contra las paredes, como si estuviera en un barco surcando un mar picado. Tuvo que detenerse un par de veces y apoyarse en la pared, y en una ocasión se encontró desplomado en el suelo, intentando concentrarse en respirar. Zumbidos, todo eran zumbidos; se preguntó si alguien le habría echado droga en la bebida. Los camareros que pasaban por el pasillo en ambas direcciones lo ignoraban. Cuando por fin consiguió regresar al salón, Margaret lo agarró y le dijo:
—Conque estás aquí, pensaba que te habían secuestrado. Llegas a tiempo para las campanadas.
El cantante de antes estaba en plena cuenta atrás:
—… cinco, cuatro, tres, dos, uno… ¡Feliz año nuevo a todos!
La sala entera estalló. Margaret lo besó y lo abrazó.
—Feliz año nuevo, Ray.
La orquesta empezó a tocar «Auld Lang Syne», y nadie se sabía más de dos versos de esa típica canción de año nuevo, salvo Margaret y un par de fanfarrones borrachos escoceses. Entonces se acercaron Eastman y algunos amigos suyos y le dieron efusivos apretones de manos.
—Brindo por 1975 —dijo Marshall—. Que todos vuestros problemas sean de faldas.
Con el rabillo del ojo, Ray vio estremecerse a Margaret. Qué cabrón más estúpido.
Todos los hombres besaron a Margaret y él advirtió que hacía un esfuerzo por no apartarse de su aliento apestoso. Reaparecieron los Winfield. Por lo visto Kitty se las había apañado para encontrar a su marido, aunque parecía bastante más tocado que Ray. Hubo más besos y apretones de manos. Kitty ofrecía la pálida y preciosa mejilla de un modo que todos quisieron comportarse mejor. Pero no les duró mucho.
—¡Caballeros, al bar! —exclamó Len Lomax, tendiendo el brazo ante sí como si estuviera a punto de conducirlos en la carga de la brigada ligera.
Tanto Ray como Ian Winfield pusieron reparos, pero Kitty Winfield se rió de ellos, y empujando a su marido, le dijo:
—Venga, venga, ve. —Cogió del brazo a Margaret y añadió—: Vamos, Maggie, estos hombres tienen para rato. Voy a llamar un taxi, te dejo en casa si quieres.
—Buena idea. Que lo paséis bien —le dijo a Ray, dándole unas palmaditas cariñosas en la mejilla.
—¡Así son los chicos! —oyó él que murmuraba Kitty cuando ya se alejaban.
Los hombres no merecían a las mujeres.
—No nos las merecemos —le dijo a Ian Winfield cuando iban hacia el bar.
—¡Dios santo, no! Son mucho mejores que nosotros. Aunque no quisiera ser una de ellas.
Ray tuvo que escabullirse y abrirse paso de nuevo hasta los servicios, donde devolvió hasta el último trocito de gamba, pollo y bizcocho de frutas. Eastman entró de pronto como si tuviera mucha prisa y se plantó ante un urinario. Se bajó la cremallera con gesto algo exagerado, como si estuviera a punto de desvelar algo digno de admiración.
—Vaya meada de caballo —dijo con orgullo. Se abrochó, ignorando el lavabo, el agua y el jabón y, dándole unas palmaditas en la espalda a Ray, preguntó—: ¿Listo para continuar, chico?
Dios sabía cuánto tiempo había pasado, pero llevaban ya un buen rato en 1975, y el tiempo perdido sería irrecuperable. Estaba de vuelta en los servicios, apoyado contra uno de los cubículos e intentando permanecer consciente. Se preguntó si no acabaría en el hospital con una intoxicación etílica. Imaginó lo decepcionada que se sentiría su madre de haberlo visto en ese momento.
Sin saber cómo, se encontró en la cocina. El personal también estaba de celebración, a su manera. Eran todos extranjeros, los oyó hablar en español. El año anterior había llevado a Margaret a Benidorm, aunque no les había gustado mucho.
Un hombre vestido de chef prendió un recipiente con alcohol y la olla entera se convirtió en una enorme llama azul, etérea, como un sacrificio a los dioses antiguos. Entonces, el hombre agarró un cucharón y empezó a llenarlo del contenido del recipiente para volverlo a verter, dejando cada vez una estela de llama azul. Lo repitió muchas veces, cada vez más alto. Resultaba hipnótico, como una escalera al paraíso.
Había caído. Había tenido una aventura con una chica de la oficina. Se llamaba Anthea, era moderna y tenía carácter. Siempre andaba hablando de los derechos de la mujer. Esa chica sabía lo que quería, tenía que concedérselo. En realidad lo único que quería de él era sexo, y suponía un alivio para Ray estar con alguien que no anduviera lamentándose constantemente por un útero vacío. «Diversión, Ray. La vida tiene que ser divertida», decía. Hasta entonces, Ray nunca había pensado en la vida de ese modo.
Lo hacían en cualquier parte y en todas partes: coches, bosques, callejones oscuros, la habitación de paredes de papel en el piso que ella compartía con una amiga. No tenía nada que ver con lo que él y Margaret hacían en la cama, donde siempre se sentía como si le estuviera haciendo algo indigno y ella trataba de fingir que no era así. Anthea hacía cosas de las que Ray ni siquiera había oído hablar; sin duda era todo un proceso educativo. Len Lomax le cubría siempre las espaldas, porque a Len le costaba menos mentir que respirar. Pero la educación terminó: Anthea dijo que no creía en las relaciones a largo plazo, y que le preocupaba que él se volviera emocionalmente dependiente. Una parte de él sintió un alivio tremendo, porque había vivido aterrorizado de que Margaret lo descubriera, pero por otro lado iba a echar de menos la simplicidad de aquella relación.
—¡Ah, lo que es follar sin complicaciones! —comentó Len, muy comprensivo.
—Y que lo digas —contestó Ray, aunque detestó la crudeza de esa palabra aplicada a su propia vida.
—De verdad, Ray, eres como una abuelita —se burló Len.
Ray pensó que igual había perdido el conocimiento de pie o algo parecido, porque al instante siguiente todo el personal de cocina estaba enzarzado en una pelea, y se gritaban Dios sabe qué cosas unos a otros. Uno arrojó una olla enorme de un extremo a otro de la cocina, y al chocar contra el suelo produjo un estruendo terrible.
Salió de la cocina tambaleándose para volver a la barra. Se topó con Rex Marshall.
—Joder, Strickland, qué borracho estás. Tómate algo.
Si se acercaba una cerilla encendida empezaría a arder, seguro. Ardería con una llama azul. Apoyó la cabeza en la barra, preguntándose dónde estaría Len Lomax.
—Tengo que irme a casa —susurró cuando Walter Eastman se le acercó—. Quiero llegar a casa antes de morirme. ¿Me pides un taxi, por favor?
—No gastes dinero en un maldito taxi, ¡llama a la policía!
Estallaron carcajadas en la barra. Eastman usó el teléfono del bar para hacer una llamada, y al cabo de un rato —Ray no supo si diez minutos o diez años, porque ya no estaba en el mundo real— un agente joven entró en el bar y se dirigió a Eastman:
—¿Señor?
Así eran aquellos tiempos.
* * *
—¿Qué haces aquí? —quiso saber Tracy.
—Soy el chófer de la velada —contestó Barry Crawford—. Eastman me ha pedido que recoja a un poli que está como una cuba, que lo lleve a casa.
—Eres un lameculos.
—Sí, bueno, es mejor que quedarme en casa con mi mamá viendo las chorradas de año nuevo en la tele.
Fumaba apoyado contra el coche, con actitud indiferente. Ahí fuera hacía un frío espantoso. Tracy debería haberse puesto una camiseta térmica. Cada vez que alguien salía del Metropole, una oleada de luces y ruido escapaba de la fiesta.
—Ahí dentro parece que haya una orgía romana —comentó Barry.
—¿Tú crees?
Tracy se preguntó qué sabría Barry de romanos y orgías. Sospechaba que bien poco. Habían sido compañeros en la academia de policía, y tuvo ocasión de advertir que Barry era tan ambicioso como vago, por lo que seguramente le iría bien. Le gustaba una chica que se llamaba Barbara, una chica movida que llevaba el pelo en un cardado pasado de moda y trabajaba en una tienda de cosmética en Schofields, pero le daba miedo pedirle una cita.
—¿Y tú, qué haces aquí? —quiso saber Barry.
—Turno de noche, como puedes ver —repuso ella señalándose el uniforme—. Me han llamado por un altercado. Al parecer hay una pelea en la cocina. Seguro que se han dado cuenta de que no les iban a pagar horas extra a partir de medianoche o algo así.
¿Cómo había conseguido Barry que le dieran un coche patrulla? Ella había solicitado seguir el curso de conducción y no había obtenido respuesta.
—¿Estás sola? —preguntó él.
—No, con Ken Arkwright. Ha ido al lavabo. ¿Quién es ese poli al que tienes que llevar a casa?
—Strickland.
—Hablando del rey de Roma, por la puerta asoma tu pasajero de esta noche. Caray, mira cómo va. Vas a pasarte el primer día de 1975 limpiando vómito.
Dos polis corpulentos y fuertes sacaban a Ray del Metropole, casi en volandas.
—Vete a la mierda —repuso Barry de buen talante, dejando caer la colilla al suelo para aplastarla con el pie.
Ken Arkwright llegó arrastrando los pies.
—Eh —le dijo a Tracy—, ahí dentro ha estallado la tercera guerra mundial. Esos tíos mediterráneos no tienen ni idea de cómo liarse a palos. Más vale que entremos ahí y declaremos una tregua antes de que se maten unos a otros.