Me desperté temprano y saqué al perro (11 page)

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Authors: Kate Atkinson

Tags: #Intriga

BOOK: Me desperté temprano y saqué al perro
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Julia le había contado una vez que la pareja ideal era aquella que podías meter en un armario y sacarla cuando te apeteciera. A Jackson le parecía poco probable que hubiese mujeres por ahí dispuestas a que las metieran en un armario. Eso no les impedía a los hombres tratar de encontrarlas, sin embargo.

Como tuvo la sensación de que no admitirían animales en el Best Western, había colado al perro oculto en la mochila. De antemano, en el aparcamiento, había sacado la mitad del contenido e invitado a entrar a un perro no del todo conforme en el espacio indicado. Con un poco de ánimo por su parte, el animal se había instalado por fin en las entrañas de la mochila. Había algo admirable en la personalidad de ese bicho.

—Buen perro —le dijo, porque le pareció que tocaba alabarlo.

Una vez en la habitación, liberó al perro de su prisión. Abrió una lata de comida y la vertió en el cuenco que había comprado, y el animal se la comió como si estuviera muerto de hambre. Había una «bandeja de bienvenida» en la habitación con té, café, una tetera y tazas y platillos. Cogió uno de los platos y lo llenó de agua del lavabo. El perro se la bebió como si hubiese pasado una sequía.

Había parado en una farmacia de camino al hotel y comprado un botiquín de primeros auxilios, y utilizó ahora el antiséptico y un algodón para limpiar los arañazos del perro. El animal esperó estoicamente mientras le daba golpecitos aquí y allá y solo se estremeció un poco cuando el antiséptico tocó la piel lacerada o Jackson presionó un moretón.

—Buen perro —repitió.

Encendió el interruptor del hervidor y se preparó una taza de té, y dividió el paquetito de galletas entre él y el perro. Cuando hubo acabado, el perro subió de un brinco a una de las camas, dio vueltas y vueltas hasta quedar satisfecho y entonces se hizo un ovillo y se durmió de inmediato. Era la cama que Jackson habría elegido para él porque estaba más cerca de la puerta (para él, una habitación consistía en las posibles salidas), pero el perro, pese a su tamaño, tenía pinta de inamovible.

Le vibró el teléfono en el bolsillo como una gruesa avispa atrapada. Dos mensajes. El primero era un mensaje de texto de Marlee en el que le pedía que le diera antes de hora el dinero de su cumpleaños. Faltaban seis meses para el cumpleaños de su hija; le pareció que eso le daba un nuevo significado a la expresión «antes de hora». Era un mensaje descaradamente materialista con un mecánico «te quiero» al final. Se dijo que lo ignoraría y la haría sudar unos días. No podía imaginar, cuando su niña era pequeña e infinitamente adorable, que llegaría a entablar con ella una relación combativa.

El segundo mensaje era más benigno: un correo electrónico de Hope McMaster. «¿Qué tal va todo? Hace tiempo que no tengo noticias tuyas.» Trató de calcular qué hora sería en Nueva Zelanda. ¿Era doce horas más tarde? Primera hora de la mañana. Hope McMaster vivía en el día de mañana, una idea que lo confundía totalmente. Le parecía la clase de persona que se levantaría temprano para enviarle un correo. ¿O sería una insomne, más y más ansiosa a medida que él se acercaba al agujero negro en los inicios de su vida? («Es un vacío», decía.)

Jackson exhaló un suspiro y escribió un mensaje. «Estoy en Leeds. He quedado con Linda Pallister para mañana.»

Hubo una respuesta inmediata de Hope McMaster. «¡Fantástico! —decía—. Confiemos en que tenga algunas respuestas.»

—Vale, lo que tú digas —le dijo al teléfono, y se desconcertó un poco al comprender que sonaba como su testaruda hija.

—No —le había dicho la última vez que estuvieron juntos—, no puedes hacerte un tatuaje, no importa lo «bonito» que sea, ni ponerte un aro en el ombligo, ni teñirte de azul un mechón de pelo, ni tener un novio. Sobre todo no puedes tener novio.

«Sí —le escribió a Hope McMaster—, confiemos en que así sea.»

El caso de Hope McMaster había resultado un asunto bastante cabreante. Jackson llevaba varios meses informándola de sus averiguaciones, con correos ocasionales y lacónicos que suscitaban una inmediata y alegre respuesta sobre el tiempo en Christchurch («¡Nieva!») o sobre el primer día en la guardería del «pequeño Aaron» («No me importa contarte que al volver a casa he llorado como una Magdalena»). Hope McMaster compartía con Julia una fe (injustificada) en los signos de exclamación. En opinión de Jackson, el entusiasmo nunca se expresaba bien por escrito.

Siempre había pensado que los neozelandeses eran una raza más bien fúnebre —los escoceses en el extranjero—, pero Hope parecía tan dicharachera como la que más. Por supuesto, gran parte de la información de Jackson procedía de ver
El piano
. En el cine, en los primeros tiempos de su matrimonio (el auténtico), antes de que tuvieran un bebé, antes de que todo empezara a ir mal. Después del nacimiento de Marlee alquilaban vídeos y se quedaban dormidos viéndolos. Ahora, como tantas cosas en la vida de Jackson, los vídeos habían quedado obsoletos.

Aun así, Nueva Zelanda lo intrigaba, aunque no tanto por Hope McMaster como por el hecho de que el año anterior había leído los diarios del capitán Cook y había quedado impresionado por el heroísmo de que hacía gala como navegante y como líder. Fue el primer hombre en dar la vuelta al mundo navegando en ambas direcciones. Como el del
Mallard
, el suyo era un récord que jamás se batiría. El
Endeavour
y el
Mallard
, ambos con formas tan bellas como las femeninas.

Cook era oriundo de Yorkshire, como es natural. Uno no podía sino sobrecogerse ante el primer viaje, aquel magnífico viaje, para observar el tránsito de Venus, para descubrir el mítico continente austral, que lo llevó a Tahití, Australia, Nueva Zelanda. Un corazón de roble. A veces, Jackson lamentaba que nunca sería capaz de dejar huella en la historia, que nunca podría trazar el mapa de un nuevo territorio, que nunca lucharía en una guerra justa.

—Da las gracias por tener una vida corriente —dijo Julia; Julia, que siempre había querido ser extraordinaria en algún sentido.

—Doy gracias —repuso él—. De veras que sí.

Pero bueno.

Imagina cómo sería entrar en la bahía de la Pobreza por primera vez, imagínate capitaneando una heroica corbeta de tres palos hasta los confines del mundo. Una tierra recién descubierta donde el sol sale primero. «Bueno, en realidad Christchurch es bastante inglesa en muchos sentidos —le escribió Hope McMaster—. No me gustaría que te llevaras una decepción. ¡Deberías visitarnos! ¡Te encantaría Nueva Zelanda!» ¿De veras le encantaría?

Ella tenía dos años la última vez que vio Inglaterra. ¿Cuánto recordaba de su país? Nada. ¿Cuánto podía recordar sobre su vida antes de que la adoptaran? Nada.

La siguiente parada que planeaba hacer después de Leeds era en Whitby, el antiguo territorio de Cook. Le apetecía bastante la idea de vivir junto al mar, se veía en una vieja cabaña de pescadores construida con antiguos tablones de barco. Corazones de roble. Podría dar tonificantes paseos por la playa todos los días, acompañado por el perro, y meterse una cerveza cada noche entre pecho y espalda con viejos marineros. Jackson, el amigo de los pescadores.

Era en Whitby donde Cook había hecho su aprendizaje y donde el
Endeavour
había iniciado su singladura como corbeta panzuda, llevando carbón por toda la costa este. Un barco carbonero. Un
collier
, en inglés. Soltó un gruñido ante esa palabra. Odiaba la serie
Collier
. Un detective de la tele. Vince Collier no era un hombre sino un constructo, un híbrido de todas las cosas malas, ensamblado por un comité y aprobado por un grupo focal.

«Mi madre me dijo que al nacer me llamaba Sharon Costello», le escribió Hope. Sus padres adoptivos habían sido una pareja sin hijos de Harrogate: el doctor Ian Winfield, pediatra en el Saint James Infirmary de Leeds, y su esposa, Kitty, antigua modelo. Los Winfield volvieron a bautizar a Sharon con el nombre de Hope.

«Ahora que mi madre ha muerto (de cáncer de pulmón, no es una gran forma de irse), siento que puedo hacer estas averiguaciones sobre mis orígenes», le había escrito Hope. («Le gusta dar detalles, ¿no?», comentó Julia.) A él le pareció que el mejor momento para encontrar respuestas a las preguntas de Hope McMaster habría sido antes de que muriera su madre, pero no se lo dijo.

Hope Winfield se casó con Dave McMaster («dirige una inmobiliaria que va muy bien») cinco años atrás y había dejado de dar clases de geografía en una escuela de secundaria para criar al pequeño Aaron y a su segunda hija aún en camino («¡el calamar, como la llamamos nosotros!»). Al principio, había sido mera cuestión de curiosidad, le dijo. Le gustaría ser capaz de contarles a los niños más cosas sobre su genealogía. «Cuando una tiene un hijo empieza a hacerse preguntas sobre su herencia genética, y aunque mis padres "reales" siempre serán mamá y papá, no puedo evitar sentir curiosidad… Ya sabe cómo son estas cosas, uno se siente como si hubiera perdido algo pero sencillamente no sabe qué es.»

Los genes defectuosos del propio Jackson se habían visto modificados en Marlee (o eso esperaba) gracias a los derechos de nacimiento más moderados de Josie. Pero ¿qué esperanzas había para Nathan? El riesgo no lo constituían tan solo los pulmones de Julia. Su familia entera había sido escandalosamente disfuncional, en un sentido que iba más allá de lo gótico. Traicionada emocionalmente por sus padres, Julia había perdido varias hermanas: Sylvia se había suicidado, Amelia fue víctima del cáncer y la benjamina de la familia, Olivia, de asesinato… perpetrado por Sylvia. Hubo otro bebé, Annabelle, que había vivido tan solo unas cuantas horas, para verse acompañada muy poco después en su tumba por la madre de las niñas.

Julia era la única persona a la que Jackson conocía capaz de ganarle en el juego de la desdicha personal. Fue eso lo que los atrajo mutuamente al principio, fue eso lo que los separó al final.

—Uno por uno, todos aquellos pajaritos cayeron del nido —dijo Julia. Afirmaba que las metáforas «ofrecían consuelo».

Jackson no lo veía así. No le señaló que Amelia había sido más bien una lenta y pesada avutarda, y que la suicida y asesina Sylvia era peor que un cuco.

—Cristo roba del nido
un petirrojo tras otro
se los lleva y les da reposo —declamó Julia.

—Emily Dickinson —repuso Jackson, solo por ver la expresión de asombro en el rostro de ella.

—No estarás enfermo, ¿verdad? ¿O loco?

—«Mucha locura es juicio divino» —contestó alegremente.

—El asesinato y el suicidio no son genéticos —dijo Julia, devorando sándwiches en el Black Swan de Helmsley tras la visita a Rievaulx—. Nathan no está predispuesto a la tragedia.

Jackson no estaba tan seguro, pero se lo calló.

Según Hope, John y Angela Costello, de Doncaster, murieron cuando un conductor de camión borracho se estampó contra la parte de atrás de su coche. Su hija de dos años, Sharon, no estaba con ellos en aquel momento, algo que parecía pedir a gritos la pregunta «¿dónde estaba?». La niña huérfana fue adoptada por los Winfield, que la llamaron Hope, que significaba Esperanza, y poco después emigraron a Nueva Zelanda.

«Habían perdido la esperanza de tener niños —contaba Hope—, y entonces llegué yo, como un regalo.» Había gente que donaba órganos al morir. John y Angela Costello donaron a su hija.

—O sea, que no fueron los Winfield quienes perdieron la esperanza —comentó Julia—. Fueron los Costello.

Mirando atrás, Jackson advirtió que incluso cuando leía la misiva introductoria de Hope llegada del éter (había novelas más cortas y con menos detalles que los correos electrónicos de Hope McMaster), sus intuitivas antenas habían vibrado. ¿Sin parientes? ¿El pasado totalmente borrado? ¿Un cambio de nombre? ¿Una niña demasiado pequeña para recordar nada? ¿Un repentino traslado a tierras lejanas?

—Secuestro —había afirmado Julia untando de mantequilla un bollo, pero siempre había tenido pasión por lo dramático.

Antes de aceptar el encargo de investigar su pasado, se había sentido obligado a recordarle a Hope McMaster cómo le había ido al gato con lo de la curiosidad.

—La caja de Pandora —sugirió Julia tendiendo la mano hacia un segundo bollo antes de acabarse el primero—. Aunque la traducción del término
pithos
es en realidad «vasija grande». Pandora liberó el mal en el mundo y…

—Ya lo sé —la interrumpió él—. Ya sé qué hizo.

—La gente tiene la necesidad de encontrar la verdad —declaró Julia—. La naturaleza humana es incapaz de soportar un misterio.

Por la experiencia de Jackson, encontrar la verdad —fuera la que fuese— no hacía sino volver más profundo el misterio de lo ocurrido realmente en el pasado. Y quizá el pequeño Aaron y el calamar de Hope descubrirían una historia familiar que preferirían haber mantenido bien guardada bajo llave, lejos del alcance de la pesada de Pandora.

—Sí, pero no se trata de que lo que averigües te guste o no, sino de saberlo —opinó Julia.

Cualquier tiempo pasado con Julia acababa siempre por degenerar en una mezcla de reconfortante familiaridad e irritable discusión. Se parecía bastante al matrimonio pero sin el divorcio. O sin la boda, ya puestos.

Nathan se había sumido en la inconsciencia después de correr en los valles y, un sándwich y un plato de helado después, dormía en brazos de Jackson, permitiendo a Julia emprenderla con el té sin ataduras. El suave peso como de saco de arena de su hijo en los brazos le resultó inquietante. No estaba seguro de querer que unos lazos irrompibles y llenos de sacrificios agitaran su corazón.

Lo había sorprendido sentirse más intimidado que feliz al descubrir que Nathan era en efecto hijo suyo. No hizo sino demostrar que uno nunca sabía qué iba a sentir hasta que lo sentía.

Poco antes, Julia había empezado a insinuar que Jackson debería comportarse «más como un padre» con Nathan y que deberían pasar más tiempo «como una familia».

—Pero no lo somos —había protestado él—. Tú te has casado con otro.

Cuando se había visto obligado a decidir con qué retoño pasaba el día de Navidad, se decidió por su malhumorada hija (una decisión desastrosa). Julia lo consideró, quizá con cierta razón, un caso flagrante de favoritismo.

—La elección es de Jackson —ironizó.

—No puedo estar en dos sitios a la vez —se lamentó él.

—Un átomo puede estar en varios sitios al mismo tiempo, según la física cuántica —dijo Julia.

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