Me desperté temprano y saqué al perro (13 page)

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Authors: Kate Atkinson

Tags: #Intriga

BOOK: Me desperté temprano y saqué al perro
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Courtney dejó pasivamente que Tracy la enjabonara y la aclarara, que le desenredara las escuálidas trenzas, que le lavara cuidadosamente el pelo y luego la envolviera en una toalla y la sacara del agua. Ella no había apreciado hasta entonces lo pequeña que podía llegar a ser una niña. Pequeña y vulnerable. Y pesada. Era como estar a cargo de un jarrón de la época Ming, aterrador y estimulante a un tiempo. Gracias a Dios que Courtney no era un bebé minúsculo; no creía que hubiese sido capaz de superar el nerviosismo.

La casa recién adquirida de Tracy se había redecorado por última vez en algún momento a principios de los ochenta —no era lo que se dice el no va más de la decoración interior—, y el cuarto de baño integrado en la habitación era de un fangoso tono aguacate, el color de Shrek. Había visto ella sola los tres DVD de
Shrek
. Si una tenía una niña podía ver dibujos animados y teatro infantil y visitar Disneyland sin sentirse una patética perdedora. La mera visión del cuerpecito desnudo en su propia bañera del color de los mocos había hecho que se sintiera al borde de las lágrimas. Le sorprendió descubrir (y no digamos explicar) aquellos pozos profundos de emociones primitivas y sin explotar en el interior de la cáscara calcificada.

—Un segundito, pequeñina —dijo, sentando a una Courtney envuelta en toalla en el taburete del baño. Rebuscó en el armario hasta encontrar unas tijeras de uñas—. Voy a adecentarte un poquito —añadió asiendo un mechón del lacio cabello de la niña para cortarlo.

Le pareció una violación, pero solo era pelo, se dijo.

Ayudó a Courtney a ponerse el pijama nuevo de Gap.

—Métete en la camita, peque —dijo, y volvió a sentir una oleada de emoción cuando la niña la obedeció y se metió entre las sábanas para luego subírselas hasta la barbilla.

Madre mía, se podía hacer que un crío hiciera cualquier cosa, bastaba con decírselo y lo hacía. Daba pánico.

Tracy miró alrededor con otros ojos y comprendió que la pequeña habitación de invitados, con su cama estrecha, se veía desnuda y poco acogedora. Había un tercer dormitorio, pero estaba lleno de cajas de cartón de la mudanza, así como de toda la basura de la casa de sus padres que no había revisado por falta de energías o interés, un batiburrillo de mantelitos bordados, platos desportillados y viejas fotografías de parientes imposibles de identificar. Para qué desembalar esas cosas; podía simplemente cogerlo todo y dejarlo caer en la acera ante una tienda de Oxfam.

Tendría que haber hecho algo con las habitaciones antes de empezar con el piso de abajo. Le había encantado decorar la sala de estar. Había supuesto un duro trabajo que le llevó semanas de inmersión en las páginas de
El Mundo del Interiorismo
y
Casa & Jardín
, pero cuando hubo terminado, se dio cuenta de que su salón se parecía bastante más al vestíbulo de un hotel para ejecutivos que a un nidito acogedor. Su habitación la había decorado el anterior propietario, con un papel estampado con enormes flores de color violeta que le parecían un tanto obscenas.

La habitación de invitados era pequeña y estaba empapelada con una lámina aburrida que imitaba la madera; daba la sensación de que lo hubiesen utilizado como estudio. En la ventana colgaban unas cortinas venecianas de plástico endeble, y una moqueta barata de color beis cubría el suelo. Le hubiera gustado ser más previsora: haber comprado unas cortinas alegres, una alfombra bien gruesa y blandita, y haber pintado la habitación de agradables tonos pastel, o hasta blanca. Pura e inmaculada, del color de los cisnes y del azúcar glaseado de los pasteles de cumpleaños. Una mujer precavida habría pensado más antes de secuestrar a una criatura.

¿Leche caliente? ¿O chocolate? Tracy trataba de inventar la infancia que ella misma nunca había tenido, ya que sus padres, siempre absortos en sus asuntos, habían esperado que ella, de alguna manera, se criara sola. Nunca se habían interesado mucho por su hija, y solo cuando murieron Tracy cayó en la cuenta de que ya no iban a hacerlo. De haber tenido unos padres mejores —unos que la hubieran querido—, podría haber salido de otra manera: segura y popular, capaz de atraer al sexo opuesto hasta la cama e incluso hasta el amor, y ahora tendría un hijo propio y no uno de segunda mano.

Se decidió por el chocolate caliente, su idea de lo que era concederse un capricho. Cuando volvió con un tazón para cada una se encontró a Courtney sentada en la cama, con todas las cosas que llevaba en la mochila esparcidas por el fino edredón de Ikea. Por lo visto, la niña tenía una colección de objetos sagrados, cuyo significado solo conocía su pequeña propietaria.

un dedal de plata deslustrado

una moneda china con un agujero en medio

un monedero con la cara de un mono sonriente

una bola de nieve con un burdo modelo de plástico del edificio del Parlamento

una caracola con forma de cucurucho de crema

una caracola con forma de sombrero chino

una nuez moscada entera.

—¡Qué montón de tesoros secretos! —exclamó Tracy.

La niña levantó la vista de sus abalorios y le dirigió una mirada inescrutable. Y entonces, por primera vez desde que Tracy la había comprado, Courtney sonrió. Fue una sonrisa tranquila y serena como un rayo de sol. Ella también sonrió, mientras una oleada de emociones contradictorias —una mezcla a partes iguales de éxtasis y angustia que la conmovió— le estallaba en el pecho. ¡Madre mía! ¿Qué hacían normalmente los padres ante esa clase de cosas? Tracy se dio cuenta de que estaba conteniendo las lágrimas, y se apresuró a decir:

—Me temo que no tengo ningún cuento para leerte antes de dormir.

A ella le gustaba leer esos libros enormes y gordos de Jackie Collins, aunque nunca se lo habría dicho a nadie. Eran como un vicio secreto, un placer inconfesable como la pornografía (o como Disney). No eran muy recomendables para una niña pequeña, así que acabó inventando un cuento para la ocasión, sobre una pobre princesita llamada Courtney, que tenía una mamá malvada, pero un día una madrastra muy buena la rescataba. Le añadió un montón de parafernalia mitológica —ruecas, enanitos—, y cuando iban a probarle el zapatito de cristal a la princesa Courtney, la niña ya se había dormido.

Tracy la besó con cautela en la mejilla. La niña olía a jabón y a algodón nuevo. No recordaba haber besado antes a un niño, y en alguna parte de su interior, pequeña y primitiva, se sintió como si hubiera infringido o quebrantado alguna ley de la naturaleza. Casi esperó que ocurriera algo trascendental, como que el cielo se abriera como una cáscara de huevo o que apareciera un ángel, y cuando nada de eso sucedió, exhaló un suspiro de alivio. Se sintió como si hubiera logrado algo importante, aunque no supo muy bien de qué se trataba.

Cuando regresó al piso de abajo el contestador estaba parpadeando, aunque no había oído sonar el teléfono. Rebobinó el mensaje, temiendo que fuera a anunciar su perdición: «¿Podría confirmarnos que esconde a una cría que no le pertenece?». Los niños eran posesiones, y a la gente no le gustaba que uno robara sus cosas. Durante muchos años, su trabajo había consistido en velar para que eso no ocurriera: dormir, comer, proteger, y vuelta a empezar.

Fue un alivio para ella que solo se tratara de Linda Pallister, aunque el motivo de su llamada en ese momento, cuando menos se lo esperaba, fuera un misterio. Había algo espeluznante en el hecho de que Tracy hubiera estado pensando en llamar a Linda, y ahora Linda se pusiera en contacto con ella. ¿Cuándo la había llamado Linda a su casa? Nunca, que Tracy recordara. Su mensaje era todavía más desconcertante: «¿Tracy? ¿Tracy? No sabía a quién llamar. Tengo que hablar contigo. Creo que estoy en… un apuro». ¿Cómo podía meterse en líos esa mujer? ¿Y qué tenía que ver eso con ella? Hubo unos instantes de silencio y luego se oyó de nuevo la voz de Linda Pallister que farfullaba: «Es sobre Carol Braithwaite. ¿Te acuerdas de Carol Braithwaite, Tracy? Han estado preguntándome por ella. Por favor, llámame cuando oigas este mensaje, ¿vale?».

¿Carol Braithwaite?, se preguntó Tracy con desconcierto. Después de tantos años, ¿Linda Pallister la llamaba para hablarle de Carol Braithwaite? Tracy había guardado a Carol Braithwaite en una cajita, y había puesto esa cajita en el fondo de un armario, había cerrado la puerta de ese armario y no la había abierto en más de treinta años. Y ahora llegaba Linda Pallister, y quería hablar de ella. Linda Pallister, esa loba con piel de cordero. La misma Linda Pallister que había hecho desaparecer a un crío así como así, ¡puf!

Pero el pasado es el pasado, se dijo, y el pasado estaba muerto o extraviado, mientras que el presente estaba vivo y bien, y durmiendo arriba en la habitación. Por otro lado, si le devolvía la llamada a Linda podía deslizar algo en la conversación, como quien no quiere la cosa: ¿Te acuerdas de Kelly Cross, Linda? ¿Están todos sus hijos en hogares de acogida? Cuando marcó el número, sin embargo, nadie respondió al teléfono, y se sintió aliviada: ya tenía bastantes problemas para cargar encima con los de Linda Pallister. Aun así… ¡Carol Braithwaite! Llevaba muchísimo tiempo sin pensar en ella. En aquel día horrible, y en aquella pobre criatura.

Sacó del frigorífico un botellín de Beck's. Abrió la cerveza y llamó a Barry Crawford, su ex compañero de trabajo. Al principio le pareció que estaba algo irritado, pero luego recordó que ese era su estado normal.

—Barry, solo me preguntaba…, ¿no habrás visto últimamente a Kelly Cross?

—¿A quién, a esa putilla tan peculiar? Qué va, estoy demasiado arriba en la cadena alimenticia para cruzarme con carroñeras de su calaña. ¿Por qué? Echas de menos las calles, ¿eh?

—No, por nada. ¿Y no han denunciado la desaparición de ningún crío?

—¿Un crío? Ya preguntaré. No sé si empiezas a chochear, pero ¿te acuerdas de que te jubilaste hace meses?

—Sí, sí, claro.

Barry le devolvió la llamada casi de inmediato. Nada, cero patatero: ningún pollito había caído del nido. A Tracy le llegó el ruido de fondo de una sirena, y el barullo de un montón de policías parloteando. Caray, echaba de menos todo aquello.

—¿Dónde estás, Barry?

—En la furgoneta de atestados. Una mujer muerta en un contenedor, en Mabgate. Una trabajadora.

—Todas somos trabajadoras, Barry. ¿Y qué haces ahí?

—Solo echaba una ojeada. Estaba de guardia y me he encontrado con esto.

—¿Quién está al mando?

—He puesto a Andy Miller. No lo conoces, es nuevo. Graduado por la vía rápida, recién salido del horno. —Nada que ver con Barry, un jurásico, igual que ella. Educados en la escuela de los palos antes de licenciarse en la universidad de la vida—. Tengo a una chavala nueva, y esa es de tu misma pasta, creo yo. Viene del departamento de narcóticos y crimen organizado. Gemma no sé qué.

—Gemma Holroyd. Ascendió a inspectora hace cosa de dos meses. ¿Por qué no la has puesto a ella al mando del caso? Habría sido su primera vez.

—¿Una virgen? No, gracias.

—Es buena y no es ninguna chavala, Barry. Se las llama mujeres, ¿sabes?

—Pensaba que era lesbiana.

—Bueno, sigue siendo una mujer.

¿Para qué molestarse? Barry era un retrógrado como el que más. Se jubilaría y se moriría igual que estaba ahora, completamente desfasado con respecto a los tiempos que corrían. Si lo hubieran devuelto a los años setenta habría encajado a la perfección: un Gene Hunt sin el carisma, un Jack Regan sin el durísimo núcleo moral.

—Bueno, ¿y quién crees que lo ha hecho? —quiso saber Tracy—. Un cliente, supongo.

—¿Quién si no?

Seguramente Barry pensaba que las prostitutas se lo buscaban. De hecho, Tracy sabía que pensaba así. «Putas», las había llamado siempre, y no había forma de hacerlo cambiar de actitud dijeras lo que dijeras. («¿Lo políticamente correcto, tratándose de putas? ¡Venga ya!»)

De repente, la asaltó el recuerdo inesperado de la tarea interminable y nada gratificante de clasificar las fichas durante la investigación del Destripador. La policía tenía a sus agentes registrando vehículos en la zona roja, fichando a los que acudían regularmente a los burdeles, a los que se había visto en Bradford, Leeds y Manchester. Sutcliffe estuvo entre los registrados, por supuesto: lo interrogaron nueve veces y lo dejaron ir. Cuántos errores. Tracy era todavía muy ingenua, y no tenía ni idea de la cantidad de hombres que utilizaban los servicios de las prostitutas: eran miles, y de todas las clases y grupos sociales. Le costó creerlo. El juego, la bebida y las putas: los tres pilares de la civilización occidental.

Todavía recordaba la primera vez que vio a una prostituta. Tenía doce años, y fue un sábado en el centro de Leeds. Iba con una amiguita del colegio, Pauline Barratt. Para las niñas, no había nada más sofisticado que una hamburguesa en Wimpy, y la visita furtiva a los lavabos de Schofields, el centro comercial, para pintarse los ojos con su perfilador Miners, les pareció el colmo del atrevimiento. Habían ido a la sesión de tarde de
¿Qué fue de Baby Jane
? en el viejo cine Odeon de Leeds, y al salir, en alguna calle lateral cerca de la estación, surgió de entre la niebla espesa de un crepúsculo de invierno una mujer extrañísima. Estaba apoyada en un umbral, llevaba el pelo a lo Myra Hindley y una falda cortísima que dejaba al descubierto sus muslos celulíticos, azules de frío, y con moretones. Su sombra de ojos verde brillante hizo pensar a Tracy en una serpiente. «Es una puta», masculló Pauline, y las dos echaron a correr, aterrorizadas.

Era la mujer menos atractiva que Tracy había visto en su vida, lo cual volvía aún más oscuro el misterio de qué buscaban los chicos en las chicas. Si pensaba en su madre, reprimida y convencional, o en ella misma y en sus doce años más bien poco agraciados, entendía que no podían competir en la misma liga que esa mujer de la noche con sus ojos verdes.

—No voy a echar de menos todo esto —dijo Barry—. Plantado en la calle con este frío viendo putas muertas.

—¿En la calle? Pensaba que estabas en la furgoneta de atestados.

Barry exhaló un profundo suspiro y, sin que viniera muy a cuento, dijo:

—Ahora el mundo es distinto, Trace.

—Sí, Barry, es mejor. ¿Qué te pasa? ¿Sufres de pánico existencial por primera vez en tu vida?

Probablemente no era lo más adecuado que decirle a un hombre que había perdido a un nieto, y con una hija como un vegetal. («En estado vegetativo persistente», corregía Barbara.) Algunas mañanas, al levantarse, y sobre todo si había tomado unas Beck's de más, se preguntaba si no estaría ella también en estado vegetativo persistente, estancada.

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