Su compañera de piso —la bailarina de ballet— estaba de gira, por lo que tenían la casa para ellos solos. Preparó unos espaguetis a la boloñesa, un plato bastante difícil de quemar, aunque Tilly se las apañó para conseguirlo. Pero tenía un pan muy bueno y un pedazo decente de queso Stilton, y de postre melocotones en almíbar y helado, y él llevó una botella de buen vino francés, por lo que al final la velada no fue un absoluto desastre, y después una cosa llevó a la otra —y esa vez no hubo demasiada conversación—, y a la mañana siguiente allí estaba ella, desnuda en la cama junto a un hombre negro también desnudo, y lo primero que se le pasó por la cabeza al abrir los ojos fue: «¿Qué pensaría mi madre de esto?». Esa idea la hizo reír. Se llamaba John, pero el apellido solo se lo había dicho una vez, cuando se presentó, y era una palabra africana y rarísima, con un montón de vocales (¿sería eso también un comentario racista?).
Tilly preparó café, del auténtico, con cafetera eléctrica, se acercó a Maison Bertaux en busca de pastas y se las comieron en la cama. Tuvo la sensación de estar viviendo una aventura extraordinaria, de tener un romance.
Ella tenía que ir a un ensayo, y él tenía trabajo, cómo no, algún asunto diplomático misterioso, así que anduvieron juntos hasta el metro de Leicester Square. Hacía una preciosa mañana de primavera, en la que todo parecía limpio y nuevo, ¡y tan prometedor! Tilly se había puesto de puntillas para darle un beso de despedida allí mismo, en la estación; una chica blanca besando a un hombre negro en público. Desdémona y su Otelo, salvo que a él no iban a carcomerlo los celos y no acabaría matándola. No tendría ocasión, porque no volvió a verlo nunca más.
* * *
¡Estaba tan cansada! A esa hora de la mañana solía tomarse un rollito de primavera, pero hoy no le apetecía. Una buena taza de té la dejaría como nueva, y era justo lo que le había prescrito el médico. No había rastro de Padma por ninguna parte; mejor así, probablemente.
Anduvo renqueante hasta el furgón de cátering. Se sentía debilucha esa mañana. Le dolía la cadera. «Entre un clavel y una rosa, su majestad es coja.» Los médicos habían empezado a hablar de trasplante, pero ella no quería saber nada de operaciones. Se veía allí sola, sumiéndose poco a poco en la oscuridad: la anestesia era como la muerte.
Barry estaba tan absorto en sus pensamientos que casi chocó con una mujer del laboratorio en el pasillo. Como era china y no tenía esperanzas de aprenderse bien el nombre, siempre se refería a ella como «la china del laboratorio». Pues tenía suerte de que no la llamara «putita amarilla», se dijo. La mujer agitaba un pedazo de papel.
—¿Ha visto a la inspectora Holroyd? —quiso saber—. Tenemos una huella de la casa de Harehills.
—¿La de Kelly Cross? ¡Qué rápido!
—Estaba en el archivo, es de uno de los nuestros: la ex inspectora Tracy Waterhouse. Seguramente es antigua. Es muy poco probable que tenga relación con el asesinato.
—Sí —repuso Barry—, es muy poco probable. Sus caminos se habrán cruzado en algún momento.
Como anoche, quizá. A Kelly Cross, esa fulana desalmada, la habían golpeado en la cabeza y apuñalado en el pecho y el abdomen. El cuerpo lo había descubierto otra fulana enganchada al crack, un desperdicio humano que vivía en su misma calle. ¿Qué había dicho Tracy la otra noche? «¿No habrás visto últimamente a Kelly Cross?» Y ahora Kelly Cross estaba muerta y había una huella de Tracy en la escena del crimen. Y la noche anterior, cuando la llamó, ella andaba por la misma zona en que habían matado a Kelly. «Estoy buscando a alguien.» ¿A quién? ¿A Kelly Cross?
Era la primera vez que Barry iba a la casa nueva de Tracy, ella nunca lo había invitado. Había tenido a un albañil polaco trabajando ahí durante una eternidad, y de todas formas, Tracy no era ni por asomo de las que celebran una fiesta para inaugurar su casa. La puerta principal estaba cerrada con llave, pero encontró la trasera abierta de par en par. Barry llamó y entró en la casa.
—¿Tracy? ¿Trace? —exclamó—. ¿Estás en casa?
Parecía aquel barco abandonado, el
Marie Celeste
. Había un vaso con posos de vino y una bolsa de patatas vacía. Subió por las escaleras, sintiéndose más un intruso que un policía o un amigo. El baño estaba limpio y ordenado, la habitación de Tracy un poco menos ordenada, y el papel de la pared era horrendo. Le pareció que estar ahí entrañaba demasiada intimidad. No le gustaba pensar en Tracy desvistiéndose, metiéndose en la cama o durmiendo. Nunca había sentido nada de esa índole por ella. El segundo dormitorio estaba lleno de cajas, y el tercero era un cuartucho miserable, pero alguien había dormido en la cama individual. ¿Quién? ¿Ricitos de oro?
Había juguetes esparcidos por el suelo. Barry recogió una teterita de plástico azul de la alfombra. Amy también había tenido un juego de té de muñecas. ¿Por qué tenía Tracy cosas de críos en su casa? ¿Le habría pasado algo malo? Tracy sabía cuidar de sí misma. Había pasado treinta años en el cuerpo, y estaba hecha un toro, así que cualquiera con un poco de sentido común se lo pensaría dos veces antes de meterse con ella. Aun así, la cosa no pintaba bien.
Se acercó hasta el centro comercial Merrion para asegurarse de que se había ido de vacaciones. Le enseñó la placa a un chaval plagado de acné; le gustaba intimidar con la placa a los chicos con acné.
—Busco a Tracy —le dijo al acobardado chico de los granos.
—¿Ha hecho algo? El otro día vino también un detective privado preguntando por ella.
Ese cabrón de Jackson, pensó Barry, siempre metiendo las narices.
—Pensaba que había venido usted a recoger las cintas —continuó el chico del acné.
—Las cintas —fue la vaga respuesta de Barry. Había aprendido tiempo atrás a evitar palabras como «sí» y «no». Lo acorralaban a uno en callejones sin salida.
—Sí, las cintas. Iban a mandar a alguien a por ellas. Por esa mujer a la que asesinaron anoche…
—¿Kelly Cross?
—Sí, la teníamos muy vista, y ustedes los del cuerpo también. Parece que un policía recuerda haberla visto por aquí el miércoles. Querían ver las cintas, saber si estaba con alguien, pero pensaba que enviarían a recogerlas a cualquier machaca, no a un comisario.
—Yo soy un machaca —aclaró Barry—, estoy machacando continuamente.
Había tres cintas, de mala calidad y en blanco y negro. Barry las vio cuando estuvo de vuelta en Millgarth, y le llevó horas hacerlo. Tracy entraba y salía del plano de vez en cuando, patrullando en su nueva ronda. Estaba a punto de quedarse dormido cuando por fin Kelly Cross apareció en pantalla, arrastrando de la mano a una cría. Unos segundos más tarde volvía a aparecer Tracy, pisándole los talones. Avanzaba con gran decisión, como si fuera a derribar una fortaleza.
Había otras dos cámaras en el exterior, colocadas de manera que enfocaban a la calle, en ambas direcciones. Barry volvió a ver a Kelly a través de una de ellas. Estaba en una parada de autobús y tenía a la niña a su lado. Tracy volvía entonces a irrumpir en escena e intercambiaba unas palabras con Kelly Cross. Llegaba un autobús, y Kelly desaparecía de repente en su interior, dejando a Tracy en la acera con la niñita cogida de la mano. Al cabo de unos instantes, Tracy y la niña se alejaban, quedando fuera del alcance de la cámara.
Había niños que desaparecían después de que sus madres fueran asesinadas. Sí, Barry habría entendido que Tracy se implicara en algo así. Pero que los niños desaparecieran antes de que mataran a sus madres ya era más raro. Barry recordó algo que le había comentado Barbara esa mañana: que se había encontrado con Tracy en el supermercado y que iba con una niña. ¿Sería esa niña?
Barry sacó la cinta y la guardó en el bolsillo interior del abrigo que tenía colgado en el respaldo de la silla. Se cruzó con una administrativa en el pasillo y le dijo:
—Dígale a la inspectora Holroyd que han llegado las cintas del centro comercial Merrion… Hay dos.
Quizá ese Jackson había encontrado a Tracy. Era increíble que un supuesto detective privado pudiera haber dado con ella cuando el propio Barry no lo había conseguido. Aun así, valía la pena seguir intentándolo, se dijo. El tipo ese había dicho que se alojaba en el Best Western, ¿no? Se puso el abrigo.
—Barry Crawford abandona el edificio —le dijo al sargento de recepción.
Delante del Slug and Lettuce de Park Row había un gran contenedor para escombros de una obra, y arrojó en él la cinta del centro comercial Merrion.
¿Cómo era aquel dicho? ¿La prudencia es la mejor parte del valor?
12 de abril de 1975
—¿Qué opinas tú, Barry?
—¿Cómo?
—¿Qué opinas tú, Barry?
Acababan de llegar del estadio de fútbol de Elland Road, donde un partido pacífico se había complicado hacia el final. Habían entrado con los caballos, y Tracy pensaba que esos animales no deberían usarse para controlar a las masas alborotadas, era como enviarlos al campo de batalla. Barry estaba con ellos, intentando escaquearse de pagar una ronda.
No es que Tracy valorara especialmente la opinión de Barry, pero al parecer nadie más quería hablar del asunto. A Carol Braithwaite la estaban metiendo a escobazos bajo la alfombra como si fuera un montoncito de mierda.
—Era la madre de alguien, la hija de alguien. Ni siquiera sabemos la causa de la muerte.
—La estrangularon —repuso Barry.
—¿Cómo lo sabes? —insistió ella. Barry se encogió de hombros—. No parece que nadie esté haciendo nada. El caso se está desvaneciendo.
Solo hacía tres días que Arkwright había echado abajo aquella puerta de Lovell Park y ya parecía que nunca hubiera sucedido. Un articulillo de esa Marilyn Nettles en el periódico y se acabó.
—Es que da la sensación de que no haya nadie investigando —continuó, y entonces, volviéndose hacia Barry, añadió con tono acusador—: Y tú, ¿qué demonios hacías tú allí?
—¿Adónde quieres llegar, Tracy?
Ella pensó en Lomax y Strickland en Lovell Park, ambos lanzando miradas furtivas, comportándose como si fueran de operaciones especiales, diciendo menos de lo que sabían.
—¿Te han dicho algo, al menos? —le preguntó a Barry, y él se encogió de hombros—. No paras de encogerte de hombros, Barry.
—¡Ah, los misterios del Departamento de Investigación Criminal! —exclamó Arkwright—. No es cosa nuestra preguntarnos por qué. Para mí es muy sencillo: la pobre chavala consiguió un cliente, se lo llevó a casa y resultó no ser un buen tipo. Esas cosas pasan.
—El oficio más antiguo —añadió Barry como si fuera un hombre de mundo—. Desde que existen las fulanas ha habido gente que las mata, y eso no va a cambiar ahora.
—¿Y eso hace que esté bien, Barry? Y lo de la puerta cerrada con llave desde fuera, ¿qué pasa con eso?
—¿Qué quieres decir? —la increpó Barry—. ¿De verdad crees que un par de tíos del departamento se cargaron a una putilla y luego lo encubrieron? Eso es un disparate.
Las palabras de Barry casi le parecieron razonables a Tracy.
—Estás hablando por hablar, Tracy —prosiguió Barry—. Mejor no vayas difundiendo esa clase de rumores, o te echarán de una patada en el culo antes de que puedas decir «Eastman».
—Es que tenían un testigo —dijo Tracy—. De cuatro años, pero ¿qué más da? Él me lo dijo, me contó que su padre había matado a su madre. ¿No deberían, al menos, intentar averiguar quién es el padre?
—Estoy convencido de que ya lo investigan —respondió Barry—, pero eso a ti no te incumbe.
—Barry tiene razón —intervino Arkwright—. Es una investigación en curso, nena. No van a venir corriendo a darte explicaciones cada vez que averigüen cualquier detalle.
—He pensado que podría ir a hablar con Linda Pallister, la asistente social —le dijo Tracy a Arkwright cuando Barry se marchó.
—¿Esa hippy?
—Vive en una comuna.
—Son unos guarros y unos chalados —soltó Arkwright—. Hazte un favor, Trace: deja ya de meterte donde no te llaman.
Una «comuna urbana», según Linda. Una manera muy original de llamar a una casa de okupas, un viejo edificio en ruinas en Headingley que ya tenía fecha de demolición. Los habitantes de la casa criaban gallinas en el jardín trasero. En lo que había sido un pequeño parterre, crecían ahora chirivías y puerros llenos de barro, raquíticos y deformes.
Tracy acababa de terminar su turno y llevaba todavía el uniforme. «Cerda», había oído murmurar a uno de los que vivían allí al pasar a su lado en el vestíbulo. Otro soltó algo parecido a un gruñido. Tuvo ganas de detenerlos, de llevárselos de allí esposados. No le habría hecho falta inventar ningún pretexto, porque el hedor dulzón y mareante de la marihuana le llegaba desde la sala de estar.
Linda, la mamá gallina, la abeja reina, calzaba unas cómodas y prácticas sandalias de excursionista que asomaban bajo la falda larga de algodón a base de retales. Se había recogido el lacio cabello en una coleta, dejando al descubierto una cara tan sana que casi resultaba repugnante. Era miembro de alguna clase de cooperativa de alimentos naturales, comía arroz integral y cultivaba coles, pero no de las de Bruselas, y elaboraba ella misma productos como el pan y el yogur. También acudía a clases de apicultura por las tardes. Todas eso se lo había hecho saber Linda mientras Tracy tomaba un té que le había ofrecido de mala gana. Se habían sentado en la cocina, al calor de una cocina Aga, enorme y antiquísima.
El té era espantoso, ni siquiera era té de verdad.
—Es Rooibos —dijo Linda.
Una bazofia, más bien, se dijo Tracy. Había servido el té en unos tazones burdos hechos por «un conocido nuestro».
—Cambiamos huevos por tazas —comentó con aire de suficiencia, y añadió muy seria—: Algún día ya no habrá dinero.
Bueno, al final resultaría que en eso sí tenía razón.
Al igual que Tracy, Linda todavía estaba en el período de prueba. A diferencia de Tracy, sin embargo, ella tenía un hijo. Se había quedado embarazada en plena carrera para obtener su encomiable título en lo que fuera que había estudiado: trabajo social, ciencias políticas o sociología. Había cursado el resto de la carrera llevando al crío a guarderías y canguros con la bicicleta.
El pequeño, semidesnudo, andaba dando vueltas por la cocina, con el pene pequeñito y gomoso dando brincos. Tracy se quedó de piedra.
—Es Jacob —dijo Linda. El niño orinó en el suelo justo delante de Tracy, y Linda no dio muestras de que le importara—. Los niños tendrían que ser libres de hacer lo que quisieran. No deberíamos imponerles nuestras estructuras rígidas y artificiales. Es muy feliz —añadió como si Tracy hubiera dicho algo que indicara lo contrario.