De mala gana, Jackson subió al coche tras él.
Un conejito rosa de peluche colgaba del retrovisor. Tuvo la seguridad de que si organizaban una competición de accesorios kitsch para el coche, su pequeña mascota, la Virgen María que se bamboleaba en el salpicadero, sujeta con una ventosa y con dos pilas AA en su divino vientre, le habría infligido una victoria aplastante al conejito rosa.
—A Whitby, ¿no, jefe? —dijo el conductor levantándose una gorra de chófer imaginaria.
—Por favor. —Bueno, aquello estaba volviéndose raro de narices.
—Bonito chucho.
—Sí —repuso Jackson—, creo que dijo eso mismo anoche, cuando le puso el aparatito localizador. ¿Por qué me sigue?
—A lo mejor estoy siguiendo al perro —repuso el tipo arrancando de nuevo el motor del Avensis—. Bueno, jefe, allá vamos. Tomemos primero Manhattan, como diría Leonard Cohen.
—¿Quién es usted?
—Y dale con las preguntas difíciles. ¿Quién soy? —repitió su nuevo amigo con aire pensativo—. Que quién soy… Buena pregunta. Claro que uno podría preguntarse quién es cualquiera de nosotros…
—En realidad no se trataba de una pregunta filosófica —dijo Jackson.
—¿Nombre, rango y número?
—Con el nombre bastaría.
De cerca, Jackson advirtió que el hombre se veía ligeramente apolillado. Tenía la piel cenicienta de un fumador, y en efecto sacó un paquete de cigarrillos de la guantera.
—¿Quiere uno?
—No, gracias.
Limítate a aceptar que has entrado en una realidad paralela, se dijo. Seguramente lo había hecho en el instante en que llegó a Leeds.
—¿Tiene esto algo que ver con Linda Pallister? —aventuró Jackson.
—¿Quién?
—¿O con Hope McMaster?
—Ah,
hope
: la esperanza. «De la esperanza nace lo eterno en el corazón del hombre.» Es de Pope. Tiene cosas buenas, ¿lo conoce?
—En persona, no.
—¿Y qué hacía caminando por aquí solo, tan lejos?
—Bueno… —titubeó Jackson, vencido por la complejidad de la historia incluso antes de empezar; se decidió por la versión corta—: Me han robado el coche.
Por fin la niebla empezó a disiparse y aparecieron finas vetas doradas entre los últimos retazos de bruma.
—Parece que va a hacer un día precioso —comentó el conductor del Avensis.
«¡Quien vea el mar primero, gana!» era siempre la consigna cuando iban a la playa. Jackson, Josie y Marlee. Parecía que hubiera transcurrido muchísimo tiempo desde cuando los tres formaban una familia unida. El ganador (que siempre era Marlee aunque tuvieran que señalarle dónde estaba el mar) se llevaba tres grageas de chocolate. Josie racionaba los dulces como si estuvieran en guerra.
Ese día no había ni rastro del mar, porque la costa seguía bajo su mortaja de niebla.
Fret
, llamaban en Yorkshire a la bruma marina. En Escocia, en el recóndito norte, en Ultima Thule, Louise la habría llamado
haar
. Ahora los separaba una lengua común y una frontera invisible. ¿Pensaría Louise en él alguna vez?
Cuando llegaron a la cima de la última colina, la niebla había empezado a desvanecerse, y Whitby se reveló en todo su esplendor gótico: la abadía, el puerto, el barrio de West Cliff, las casitas de pescadores que se alzaban aquí y allá sin orden ni concierto.
—Se entiende que el conde Drácula recalara aquí, ¿verdad? —comentó el conductor del Avensis.
—Drácula no es real —puntualizó Jackson—. Es un personaje de ficción.
—Realidad, ficción, ¿qué diferencia hay? —preguntó el conductor encogiéndose de hombros.
—Bueno… —empezó Jackson.
Pero antes de que pudiera embarcarse en un argumento convincente (como «¿Quiere experimentar la diferencia entre una hostia real y una ficticia?»), empezaron a descender hacia la ciudad y el hombre del Avensis dijo:
—Lo dejo en la comisaría de policía, ¿no?
—¿En la comisaría?
—Va a denunciar el robo de su coche, supongo.
—Sí, sí, claro, bien pensado —repuso él.
Tan extraña le había resultado la aparición del Avensis que había relegado toda la aventura de la mujer y la niña a un recoveco de sus pensamientos. Le pareció estar viviendo un episodio de
El prisionero
y que en cualquier momento un globo de chicle gigantesco descendería dando tumbos por la carretera para engullirlo, demostrando que la frontera que separaba realidad y ficción era en efecto muy delgada.
El hombre del Avensis conducía a diez por hora, mirando a uno y otro lado; un forastero en la ciudad.
—¿Sabe dónde está la comisaría? —preguntó Jackson.
—Yo no, pero ella sí —respondió el hombre dándole unos golpecitos al GPS en el salpicadero.
Jackson sintió una punzada de celos. Siempre había creído que Jane era mujer de un solo hombre.
El Avensis entró en el aparcamiento de la comisaría de Spring Hill. Jackson se apeó del coche, y lo mismo hizo el conductor.
—Quiero estirar un poco las piernas —explicó.
La suya resultó una modalidad de ejercicio físico que consistía en apoyarse en el costado del coche y encender otro cigarrillo.
—Lo crea o no, jefe —dijo—, creo que estamos en el mismo bando, que trabajamos con el mismo fin, solo nuestros puntos de partida no son los mismos.
—¿El mismo fin?
—¡Recórcholis!, ¿ya es tan tarde? —exclamó el hombre haciendo gran alarde de mirar el reloj (¿Recórcholis? ¿Quién seguía diciendo eso hoy en día? Bueno, aparte de Julia, claro.)—. Me voy, tengo que ir a hacerme la manicura.
Como no fuera atándolo, vendándole los ojos y obligándolo a escuchar sin interrupción música heavy metal a todo volumen, a Jackson no se le ocurría ningún modo de conseguir que aquel tipo le revelara su nombre o sus intenciones. Se sorprendió, por tanto, cuando el conductor del Avensis le tendió la mano y dijo:
—Me llamo Bond, James Bond… No, amigo, es broma. Me llamo Jackson.
—¿Perdone?
—Brian Jackson. —Hurgó en los bolsillos y dio por fin con una tarjeta finísima: BRIAN JACKSON - INVESTIGADOR PRIVADO—. Doscientas libras la hora, más gastos —añadió.
Antes de que Jackson pudiera decir nada, y tenía mucho que decir, Brian Jackson había vuelto a subirse al coche. Bajó la ventanilla.
—
Sayonara
. Nos vemos por ahí —concluyó, y se alejó.
—Doscientas libras la hora —le dijo Jackson al perro—. Estoy cobrando poco.
—Más gastos —respondió el perro. En un universo paralelo, por supuesto, ese en el que los perros hablan y los hombres son unos idiotas. En esta realidad, el perro se limitó a aguardar nuevas órdenes en silencio.
Ató al perro fuera y entró en la comisaría. El sargento de recepción estaba hablando por teléfono y levantó un dedo para indicarle a Jackson que esperara un momento. Acto seguido, el dedo señaló una práctica silla que había contra la pared. Jackson sintió admiración ante un hombre capaz de comunicar tanto en tan pocas palabras. Sin palabras, de hecho, solo con un índice.
El sargento acabó de hablar por teléfono, y le indicó a Jackson que se acercara con un gesto de aquel admirable dedo articulado.
—¿En qué puedo ayudarle, señor? —preguntó cuando Jackson estuvo junto al mostrador.
Jackson titubeó. Había sido un robo en toda regla. Se le habían llevado el coche sin su consentimiento. Y la mujer no solo le había robado el Saab sino que andaba a la fuga con su hijita, y las perseguían dos tíos muy peligrosos. Tenía una buena lista de posibles motivos para involucrar a la policía. Recordó las palabras de la pequeña: «No es mi mamá». ¿Habría que añadir acaso un secuestro a esa lista? Los niños siempre andaban diciendo cosas por el estilo. Sin ir más lejos, dos meses atrás Marlee le había gritado: «¡Tú no eres mi verdadero padre!».
—¿Señor?
Si denunciaba el robo del Saab, la policía iría tras una mujer que estaba en una mala situación, pero que aseguraba estar en el bando de los buenos. Y Jackson, por instinto, solía decantarse por los renegados.
Por otro lado…
El coche, le había robado el coche.
Pensó en la niña, agitando solemnemente su varita, y en la mujer, que había utilizado su cuerpo como escudo para proteger a la pequeña de un posible balazo. Notó que la balanza se inclinaba hacia la mujer.
Aun así…
Su coche.
—¿Señor?
—Nada, nada —dijo Jackson—. Me he equivocado. Perdone que le haya molestado.
Por supuesto, había una persona que podía ayudarlo a recuperar su coche. El propietario del dispositivo de localización que había en su guantera. Pero eso significaría contratar a Brian Jackson por doscientas libras la hora, más gastos, para hacer un trabajo que debería ser capaz de hacer él solito. Su orgullo viril no podía tolerar algo así.
—Primero los negocios y después el placer —le dijo al perro.
Un pequeño mapa que había conseguido en la oficina de información turística cerca del puerto lo guió hasta su destino: una casita escondida al fondo de un angosto pasaje y que daba a un patio. La dirección que buscaba Jackson, cortesía de 192.com, coincidía con la última de cuatro casitas que aguantaba el peso de las otras tres, que se inclinaban de manera espectacular debido probablemente a algún corrimiento de tierras.
Cuando por fin Marilyn Nettles acudió a abrirle la puerta, Jackson le tendió una tarjeta de visita para acreditarse. Le llegó el olor de una vieja fragancia, de lavanda y ginebra. Advirtió los indicios de una joroba de solterona y unos labios con aspecto de haberse pasado la vida fruncidos en torno a un cigarrillo. Ella cogió la tarjeta que le tendía como si estuviese impregnada de algo contagioso y le echó un vistazo.
—Investigador privado —dijo con desdén—. Eso podría significar cualquier cosa.
—Bueno, significa que estoy investigando algo privado —repuso él para ayudarla, y añadió—: Carol Braithwaite.
Marilyn Nettles emitió un gruñido al oír aquel nombre, dando a entender que lo reconocía.
—Bueno, pase, pase —dijo con repentina impaciencia pese a haber sido ella quien lo había tenido esperando en el umbral.
Jackson tuvo que agacharse para entrar. La casa era minúscula: la puerta principal daba directamente a lo que un agente inmobiliario habría llamado «salón-cocina», y una escalera abierta conducía al piso de arriba. La casa no era más que una habitación apilada encima de otra, y al andar notó que el suelo estaba inclinado, como en una casa encantada de feria. Una pátina de nicotina recubría las paredes.
—Siéntese —dijo ella señalando el sofá de dos plazas.
Una de esas plazas la ocupaba lo que en un primer momento Jackson tomó por un cojín, pero que después identificó como una muestra de taxidermia felina. Justo cuando se estaba preguntando a quién se le ocurriría disecar un gato, la cosa se transformó en un gato de verdad. Al ver a Jackson, el animal se incorporó en el sofá y se erizó de manera extravagante, arqueando el lomo como una oruga. Fue un gesto extrañamente amenazador, el de un boxeador calentando antes de subir al ring. El animal sacó las uñas e hizo una demostración de poderío clavándolas en la tapicería del sofá. Jackson se alegró de haber dejado al perro atado a una verja del jardín delantero.
Como si le hubiera leído la mente, Marilyn Nettles preguntó:
—¿Ha estado con un perro? —con un tono muy similar al que hubiera usado una esposa celosa para preguntarle si había estado con otra mujer—. Odia a los perros, los huele a la legua.
Se sentó con cautela al lado del gato que, de mal humor, había vuelto a suplantar a un cojín. Jackson se preguntó si el animal no sufriría las consecuencias de ser fumador pasivo.
Un reloj de sobremesa que había sobre la repisa de la chimenea dio la hora con un ruidito metálico, y Marilyn Nettles se estremeció como lo haría una mujer que cae en la cuenta del rato que ha pasado desde que se sirvió el último trago.
—¿Café, señor Jackson?
—Es Brodie, en realidad. Jackson Brodie.
—Mmmm —respondió ella como si eso le pareciera poco probable.
Anduvo tambaleándose hasta el fondo de la sala, donde una serie de electrodomésticos sencillos y bastante viejos se alineaban en la pared. Encendió el interruptor de un hervidor de agua y sirvió unas cucharadas de café instantáneo en un par de tazas, antes de añadir un chorrito de ginebra en una de ellas, lo que explicaba su inesperada hospitalidad, supuso Jackson.
La casa estaba muy descuidada y en los rayos de luz se veía flotar pelos de gato y polvo. No se había pintado o empapelado, y ni siquiera limpiado, en mucho tiempo. Una cosa dura y bastante incómoda que notó tras el cojín resultó ser una botella vacía de Beefeater. Había ropa en el respaldo del sofá. Prefirió no mirarla muy de cerca, no fuera a tratarse de ropa interior de Marilyn Nettles. Tuvo la sensación de que la mujer dormía, comía y trabajaba en esa sola habitación.
En una mesa junto a la ventana reposaba una vieja Olivetti Lettera rodeada de montones de papeles. Jackson se levantó del sofá y fue a inspeccionar. Empezó a leer la página inacabada que estaba puesta en la máquina de escribir.
La menuda Debbie Matters, rubita y frágil, poco podía imaginar que el hombre guapísimo, atento y cariñoso con el que se había casado era en realidad un monstruo enmascarado que iba a aprovechar su luna de miel, en apariencia idílica, para asesinar a su nueva esposa y cobrar la póliza del seguro de vida que él… —¿Señor Jackson?
Él no había oído los pasos de Marilyn Nettles en la moqueta llena de migas de galleta, y se sobresaltó.
—Perdón. No he podido evitar echarle un vistazo a su última obra. Es «Brodie», de todas formas.
—Es una mierda —contestó ella rotundamente, indicando con la cabeza la Olivetti—, pero paga las facturas.
Hizo un gesto con la cabeza para señalar una estantería con una serie de libros en cuyos lomos se leían títulos como
La cartera envenenada
o
El prometido infiel
. Los publicaba Red Blood Press, cuyo logo era la imagen de una pluma estilográfica de la que goteaba sangre. Marilyn Nettles cogió uno de los libros de la colección y se lo tendió a Jackson. El título,
El salvaje asesinato de la costurera
, estaba resaltado y en relieve, en un rojo metalizado. El resto de la morbosa portada representaba a una mujer semidesnuda, con expresión de pánico en los ojos y la boca abierta en un grito de terror, que huía de la figura tenebrosa de un hombre que empuñaba un cuchillo enorme. En la contraportada, había una fotografía de suaves contrastes de «Stephanie Dawson» que parecía tomada décadas atrás. Entre esa fotografía y la mujer que Jackson tenía delante mediaban muchos cigarrillos y mucho alcohol.