Me desperté temprano y saqué al perro (38 page)

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Authors: Kate Atkinson

Tags: #Intriga

BOOK: Me desperté temprano y saqué al perro
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La novia asesinada
. Lo llaman «novela negra realista» —dijo Marilyn Nettles—. Básicamente, son libros para gente que no sabe leer. Mujeres en peligro —añadió alcanzándole a Jackson una taza de café—. Un exitazo, es alucinante.

—Sí, desde luego —repuso Jackson.

Aquella taza tenía aspecto de no haber visto detergente líquido en mucho tiempo. Un poco tocada por el Nescafé teñido de alcohol, Marilyn Nettles parecía más predispuesta a hablar, aunque fuera de mala gana. Encendió un cigarrillo sin ofrecerle uno a Jackson.

—Bueno, ¿qué quiere? —quiso saber.

—¿Qué puede contarme de Carol Braithwaite?

—No gran cosa. No mucho más de lo que escribí en aquel artículo para el periódico cuando pasó. ¿Por qué? ¿Qué interés tiene en ella?

—Trabajo por cuenta de un cliente —respondió Jackson—. Uno que a mi entender puede tener alguna relación con Carol Braithwaite.

—¿Quién?

—Me temo que eso es información confidencial.

—¿Es un jodido cura, o qué? No estamos contándonos secretos de confesión.

Jackson no aflojó.

—Su artículo salió publicado en el periódico, y luego el caso entero parece haber desaparecido de la faz de la tierra. ¿Entrevistó a alguien en aquella época? ¿Averiguó algo sobre Carol Braithwaite?

Ella contempló con expresión burlona el extremo del cigarrillo, como si fuera a proporcionarle las respuestas.

—Son muchas preguntas, y todo eso pasó hace mucho tiempo —murmuró.

—Pero tiene que acordarse.

—¿Ah, sí?

—¿Oyó alguna vez los nombres de Linda Pallister o Tracy Waterhouse en 1975? Una trabajadora social y una policía, ¿le dicen algo? —Un destello de algo en los ojos de Marilyn Nettles lo hizo continuar—. ¿Hope McMaster? ¿El doctor Ian Winfield? ¿Kitty Winfield?

—¡Por el amor de Dios! ¡Cuántos nombres! —exclamó ella con irritación—. No sé casi nada. Me convencieron para que no supiera nada, por decirlo de alguna manera. Me lo advirtieron claramente.

—¿Que se lo advirtieron?

—Sí, me lo advirtieron. Y no me pareció que me amenazaran porque sí. Ni un artículo más, ni noticias sobre la investigación; debía olvidar lo ocurrido.

—De manera que alguien la amenazó —dijo Jackson—. ¿Quién?

—Ah, nombres, nombres —repuso Marilyn Nettles con tono desdeñoso—. Todos quieren saber nombres. Ahora ya no importa. La mayoría de nosotros ha muerto, hasta los que seguimos vivos.

Pareció refugiarse en algún rincón de sus pensamientos. Regresó al cabo de unos instantes para dar unas palmaditas sobre el manuscrito que tenía delante, en la mesa.

—Fui a Londres, intenté que se publicara en los periódicos serios, pero nunca pudo ser. Y acabé aquí metida otra vez, cubriendo noticias locales para
Whitby Gazette
y escribiendo estas cosas para mantenerme a flote.

—Bueno —concluyó Jackson—, ninguno de nosotros acaba donde pretendía.

—No entiendo por qué no pueden dejar a esa mujer como está, muerta y enterrada. No entiendo por qué todo el mundo trata de desenterrarla.

—¿Cómo que todo el mundo?

—Antes ha venido un hombre. También ha dicho que era detective privado. Los dos parecen vendedores de cepillos, si quiere que le diga la verdad.

—¿Le ha dado una tarjeta?

Marilyn Nettles rebuscó entre las páginas de
La novia asesinada
y le tendió una tarjeta barata.

—Brian Jackson —dijo él con un suspiro.

Era obvio que llevaban toda la semana pisándose mutuamente los talones. Seguro que el tipo volvía de Whitby cuando se lo encontró y se ofreció a llevarlo. Y era su nombre, cómo no, el que estaba escrito en la agenda de Linda Pallister la primera mañana que había quedado con ella. Había leído «B. Jackson» y pensó que Linda Pallister se había equivocado. ¿Habrían sido las preguntas de Brian Jackson lo que ahuyentó a Linda Pallister y el motivo de su desaparición?

Marilyn Nettles exhaló un suspiro, pareció hacer acopio de valor y prosiguió:

—De todas formas, gran parte de lo que pasó no debía llegar a ser de dominio público, hubo que censurarlo «para proteger al inocente», según ellos. Todo fueron prohibiciones: no me permitieron escribir casi nada sobre Carol Braithwaite, y nada en absoluto sobre la criatura.

—¿La criatura? —repitió Jackson, casi levantándose de un brinco del polvoriento sofá de pura impaciencia. Tenía que tratarse de Hope McMaster—. No había mencionado a ninguna criatura.

—Usted no me lo ha preguntado. Se llamaba Michael —puntualizó Marilyn Nettles—. Un niño de cuatro años.

Jackson volvió a derrumbarse en el sofá, abatido y decepcionado.

—¿Carol Braithwaite tenía un hijo?

—Sí. Dijeron que lo estaban protegiendo de la prensa, de la curiosidad de la gente. La historia tenía mucho potencial sensacionalista.

—¿Por qué?

—Bueno, el crío pasó un tiempo encerrado en el piso con el cadáver de su madre. Unas tres semanas, calcularon. Pero el caso es que fue testigo de un asesinato, y luego desapareció.

—¿Cree que lo mataron?

—Prácticamente. Se desvaneció en el sistema. Una vida desgraciada a manos de los Servicios Sociales, en familias de acogida, etcétera —dijo con tono de aburrimiento—. Bueno, me estoy cansando de tanto interrogatorio, y tengo trabajo. Creo que ya es hora de que se vaya.

Se puso en pie de repente, se tambaleó un poco y tuvo que apoyarse en la mesa. Jackson se levantó al instante del sofá, con la intención de sostenerla si era necesario. Al hacerlo, empujó el manuscrito que había sobre la mesa e hizo que las páginas de
La novia asesinada
revolotearan como pájaros incorpóreos hasta caer al suelo. El gato, que había despertado con un respingo, entornó los mezquinos ojos como canicas y pasó de cero a cien en dos segundos, silbando y enseñándole los dientes.

Jackson abandona el escenario por la derecha, perseguido por un gato.

A eso se le llamaba escapar por los pelos. Le dio al perro una galletita, lanzándola al aire. El perro saltó y la atrapó limpiamente.

Después de todo, quizá la niñita de la fotografía no era Hope McMaster. Pero eso lo llevaba inevitablemente a plantearse otra cuestión: si ese Brian Jackson estaba explorando la misma veta que él —Linda Pallister, Marilyn Nettles, Tracy Waterhouse—, ¿qué o a quién andaba buscando?

* * *

En cuanto se detuvo ante la casa de Linda Pallister, Barry captó leves movimientos en los visillos de encaje de todas las casas. Vecinos cotillas, los mejores amigos de un policía. Barry se bajó del coche y tocó el timbre, pero no parecía que hubiera nadie en casa: las cortinas estaban echadas y reinaba cierto aire de abandono. Aporreó la puerta, y luego se asomó al buzón:

—¡Linda! —bramó.

Una señora de estilo Hyacinth Bucket, que constituía por sí sola una patrulla de vigilancia de barrio, surgió de la nada como si hubiera estado agazapada detrás del arbusto de alheña, dispuesta para saltar en cualquier momento.

—Me llamo Janice Potter —anunció la señora—. Vivo en la casa de al lado. ¿Puedo ayudarle en algo?

—No lo sé —respondió Barry—. ¿Tiene un caballo ganador para la carrera de las tres y media en Lingfield Park? —bromeó Barry antes de desenfundar la placa—. Estoy buscando a la señorita Pallister, Linda Pallister.

—Ayer también vino a buscarla alguien. Dijo que era detective privado.

—¿Puede decirme cuándo vio a Linda por última vez? —preguntó Barry.

—Ayer por la noche —repuso la mujer al instante—. Justo después de que terminara
Collier
. Se subió a un coche, y ya no volvió.

—¿Qué clase de coche? —Quién necesitaba cámaras de vigilancia cuando contaba con vecinos cotillas, se dijo Barry.

—Un sedán de cuatro puertas, gris.

—De noche todos los coches son pardos —repuso Barry.

Ese Jackson era la maldita Pimpinela Escarlata, estaba en todas partes, siempre un paso por delante de Barry. Y allá donde fuera, las mujeres desaparecían.

—Bueno —dijo en voz alta volviendo a subir al coche. Últimamente hablaba bastante con el coche. No le contestaba, por lo visto no esperaba gran cosa de él—. Vamos a ver, pongamos por caso que ese Jackson está investigando para el hijo de Carol Braithwaite, que ya será un hombre adulto de… ¿treinta y tantos años? —Toda esa mierda de «saber más sobre uno mismo» le encantaba ahora a la gente. A él no; Barry habría sido feliz sabiendo menos sobre sí mismo—. Entonces, por cuenta de Michael Braithwaite, contacta con Linda Pallister. —«Alguien anda haciendo preguntas», le había dicho ella cuando lo llamó el miércoles—. Y ese mismo tío, Jackson, buscaba a Tracy por la misma razón: por Carol Braithwaite. Pero después las dos, Linda y Tracy, desaparecen. Eso no puede ser bueno, no señor.

Michael Braithwaite había despertado a su madre del sueño eterno. Y ahora ella se estaba levantando como una tormenta de arena, reclamando justicia, clamando venganza. Sí, era una tragedia de venganza.

* * *

Jackson y el perro dieron un paseo por el muelle, un par de vagabundos sin rumbo al borde del mar. Jackson notaba el calorcillo del sol en la coronilla. Había estado en Whitby de pequeño. No sabía de dónde habría salido el dinero para esas vacaciones, porque nunca tenían siquiera para ropa decente y comida, no hablemos ya de helados y comedias musicales, y menos incluso para vacaciones. Jackson debía de tener unos cinco o seis años cuando fueron a Whitby, la mitad que su hermana, por lo que todavía era lo bastante pequeño para ser su niñito mimado. Francis, su otro hermano, era ya un adolescente que cada tarde recorría con aire malhumorado y triste las salas de juegos recreativos. No quedó prueba fotográfica alguna de aquella escapada, pues ninguno había tenido nunca una cámara. Los ricos siempre se habían hecho retratar, mientras que los pobres avanzaban invisibles a través de la historia.

Jackson no tenía manera de explicar ese pasado primitivo a su hija, y todavía menos a su hijo, nacido en un futuro de ciencia ficción en el que cada segundo de vida quedaba grabado en soporte digital, generalmente por cortesía del señor Metrosexual, Jonathan Carr. (Julia evitaba hablar de Jonathan, incluso más que de costumbre. ¿Lo habrían dejado?)

Recordaba muy poca cosa de aquellas remotas vacaciones con su familia, solo le quedaban vagas impresiones de olores y sonidos. Se habían alojado en una pensión donde tocaban un gong para anunciar las horas de comer, y la comida que servían era increíblemente distinta que la de su casa, a base de patatas y mucho pan. Incluso en el presente, su recuerdo más vívido de aquellas vacaciones era el de un plato de pollo guisado y un pastel de limón. «¡Qué platos tan extravagantes!», había comentado su madre arrugando la nariz, como si esa comida supusiera una crítica personal y no algo que debiera disfrutar.

Por la noche, a los niños les habían servido leche y galletas de tapioca, unos lujos inauditos en su casa, donde lo máximo que les daba su madre antes de acostarse era una odiosa friega en la cara con una toallita.

De repente se acordó de algo que los hombrecillos de su cabeza habían escondido en algún rincón tiempo atrás: su madre le había comprado unas banderitas de papel para los castillos de arena, y si cerraba los ojos todavía podía ver el león rojo sobre un fondo amarillo. Recordó también a su padre sentado en la playa con el traje barato, doblándose las perneras para dejar al descubierto sus espinillas blancas y peludas de escocés. Había sido una infancia pobre, en todos los sentidos. Ahora era material de museo.

No de un museo tan interesante como el de Salvamento Marítimo de Whitby que estaba en el muelle, en el que los vídeos documentales sobre heroicidades y desastres le habían provocado un incómodo nudo en la garganta. «Es nuestro deber salir a la mar, pero no siempre para regresar», el lema de los guardacostas estadounidenses, era el santo y seña de todos los socorristas. El sacrificio, como ocurría con el estoicismo, no estaba muy de moda, por eso Jackson había dejado un billete de veinte libras en la hucha de donativos con forma de lancha de rescate que había a la salida.

Siguió caminando y pasó ante tiendas en las que se vendían conchas, tiendas especializadas en vampiros (no había forma de librarse de ellos), otras de artículos de azabache y de velas aromáticas que a Jackson le daban náuseas, y de un sinfín de recuerdos kitsch y espantosos. Cruzó el puente colgante que conducía a la ciudad antigua y visitó el Museo Conmemorativo del Capitán Cook para rendir homenaje al gran navegante en persona.

Después compró un poco del dulce de azúcar de la zona en Justin's Fudge Shop, y advirtió que había una casa en venta en Henrietta Street, aunque no tardó en percatarse de que la calle entera se estaba hundiendo y la desecadora de arenque ahumado que había al fondo dejaba su huella en el ambiente, en el peor de los sentidos.

La ciudad estaba repleta de turistas: era el puente de finales de mayo, que antaño fuera la Pascua de Pentecostés… ¿Cuándo lo habrían cambiado? Subió corriendo los ciento noventa y nueve escalones que conducían a la abadía, y se sintió satisfecho al comprobar que todavía estaba en forma. Por todas partes veía gente que subía jadeando y resoplando. Nunca en la vida había visto a tantos gordos juntos en el mismo sitio. Se preguntó qué habría pensado de eso un visitante del pasado. Antes eran los pobres quienes estaban delgados, y los ricos los que estaban gordos, y sin embargo ahora era al revés, por lo visto.

Dejó al perro en el porche y entró en la iglesia de Santa María. Tomó asiento en un banco en el que un viejo cartel rezaba: SOLO PARA FORASTEROS. Le pareció bastante apropiado. Últimamente era siempre un forastero en la ciudad. Contempló el interior de la iglesia, creado mucho tiempo atrás por carpinteros de barcos. Aparte de él solo había una pareja joven —muy joven—, los dos góticos, vestidos de negro y con los labios pintados de negro, y con piercings por todo el cuerpo, que andaban tonteando en los bancos. El chico le dijo algo a la chica, y ella soltó una risita. Otros fanáticos de los vampiros.

Pasó un rato sentado en un banco del cementerio de Santa María. Las lápidas se inclinaban como árboles al viento, con los nombres borrados por el aire salino.

—«A salvo en sus cámaras de alabastro» —murmuró dirigiéndose al perro, que ladeó la cabeza con curiosidad como si se esforzara en entender lo que decía su amo.

En lo alto, las gaviotas reñían como una panda de gamberros y el sol arrancaba destellos como diamantes al mar. Jackson ya estaba lo bastante entradito en años para saber que cuando uno empezaba a encadenar tópicos más valía dejarlo. Se levantó.

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