Me desperté temprano y saqué al perro (47 page)

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Authors: Kate Atkinson

Tags: #Intriga

BOOK: Me desperté temprano y saqué al perro
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—¡Zorra! —lo oyó gritar Tracy cuando echaba a correr.

Estaba a punto de alcanzar a la niña cuando uno de los tipos del Land Cruiser de la gasolinera se plantó de pronto ante ella como una pared. Tracy empezó a atar cabos; le había llevado mucho tiempo llegar a hacerlo. Los matones de las chaquetas de piel eran esbirros de Lomax. Ex reclusos cuya senda se habría cruzado con la de él en algún punto. «Usted es un testigo clave —le había dicho Brian Jackson en el camino de Fountains a Leeds—. Estaba allí cuando echaron abajo aquella puerta.» Testigo de nada; ella era la última persona clave en el asunto.

Tracy no se detuvo; se limitó a darle un buen gancho en la cara al tipo del Land Cruiser y continuó a grandes zancadas hacia la niña. Vislumbró la otra voluminosa chaqueta de piel —difícilmente supuso una sorpresa— abriéndose paso entre la multitud hacia ella. Lobos por todas partes, acechándola. Ese en concreto esperaba que lo esquivara, pero Tracy, como buena Tauro, lo que hizo fue cargar contra él como un ariete y quitarlo de en medio.

La multitud se apartaba de ella: no había nada mejor para hacer sitio que una vaca loca en plena estampida. Courtney la vio y soltó la mano de la anciana para correr hacia ella. Tracy la levantó y la asió con fuerza entre los brazos. Salva a la niña, salva al mundo. Esa niña era el mundo. El mundo, todo el mundo y nada más que el mundo.

—No puedo respirar —murmuró Courtney.

—Perdona —repuso ella aflojando un poco el abrazo, y miró alrededor en busca de las escaleras mecánicas.

No había forma de salir de allí, había demasiada gente. Y ahí estaba otra vez el maldito Lomax, ¿qué coño le pasaba a aquel cabrón? Estaba como loco; nunca le había gustado que le dieran esquinazo, y mucho menos que lo hiciera una mujer.

—Quiero hablar contigo, joder —soltó.

Se abalanzó hacia ella, agarró a la niña y trató de arrancársela. Courtney, aferrada a Tracy como un bebé koala, chilló a pleno pulmón y empezó a darle golpes a Lomax con la varita. Fue como pegarle a un elefante con una brizna de hierba.

La anciana, con la peluca torcida, se lanzó repentina e inesperadamente contra Lomax, aunque lo suyo fue más una caída que una arremetida, y le rodeó la cintura con los brazos. Lomax se volvió en redondo de forma que quedó abrazado a la mujer, cara a cara, y durante unos instantes parecieron un par de pensionistas enzarzados en una danza especialmente tensa.

La anciana había hecho perder el equilibrio a Lomax, y ambos se bambolearon peligrosamente tratando de recuperarlo. Se oyó otro anuncio por megafonía, más urgente, de la llegada del tren sin parada, y una ráfaga de aire y ruido indicó que estaba muy cerca. Un colectivo jadeo de espanto se elevó de aquellos miembros de la multitud que estaban lo bastante cerca de los inestables bailarines para advertir el inminente peligro que corrían. La gente empezó a gritar y un par de tipos se abalanzaron hacia ellos para tratar de agarrarlos, sin conseguirlo.

Hubo un segundo cuántico de silencio, que no contó para nada en una dimensión y se alargó hasta el infinito en otra. En el equilibrio entre el triunfo y el desastre, Tracy captó la inevitabilidad del resultado.

El sonido volvió con estrépito cuando el tren entró rugiendo en la estación, y Tracy, incrédula, vio cómo Lomax y la viejecita, todavía uno en brazos del otro, perdían el equilibrio y caían a la vía en el camino de la implacable locomotora. Tracy le tapó los ojos a Courtney con la mano, pero todo acabó en unos instantes. El chirriar de los frenos del tren ahogó los gritos y chillidos de la gente en el andén. Ya no era un tren de paso, ahora era un tren con parada.

Al volverse, Tracy vislumbró a los tipos de las chaquetas de piel, resucitados como unos malos de dibujos animados, abriéndose paso en las escaleras mecánicas de subida. Ahora que el titiritero ya no estaba, no hacía falta que los títeres anduvieran por ahí.

—No veo nada —dijo Courtney.

—Perdona —repuso Tracy quitándole la mano de los ojos.

Un par de policías de la estación bajaron a toda prisa por la otra escalera y se sumieron en el caos del andén. Dos andenes más allá, otro tren esperaba pacientemente.

—Ven —le dijo Tracy a la niña.

El jefe de estación ya hacía sonar el silbato para indicar que las puertas estaban a punto de cerrarse. Las dos subieron al tren justo antes de que sus fauces sisearan y se juntaran.

Recorrieron el tren hasta el final y ocuparon sus asientos con calma, como cualquier pasajero. Lo único que le quedaba a la niña de la varita era la estrella plateada. La metió en la mochila.

Tracy encontró un plátano lleno de motitas negras en el fondo del bolso, junto a la Maglite. La niña le hizo el gesto con los pulgares para arriba. Luego extendió las palmas como estrellas de mar ante la ventanilla.

Durante un alucinógeno instante, Tracy creyó ver al conductor del Saab de pie junto a Brian Jackson en el andén.

Hasta nunca, Leeds. Adiós muy buenas, pensó Tracy. No pensaba volver jamás. Se acabó el pasado. Era una astronauta que había llegado demasiado lejos. Ya no había regreso posible a la Tierra para Tracy. Además, ya no era Tracy. Era Imogen Brown. Tenía diecisiete amigos en Facebook y dinero en el banco. Y tenía una niña de la que cuidar. Dormir, comer, proteger. Y vuelta a empezar.

* * *

Pobre viejecita Tilly, con sus rodillas temblorosas y su cadera pachucha, bailando el último vals en brazos de un hombre. Un breve encuentro en un andén de estación, como en la película. «Nada dura realmente. Ni la felicidad ni la desesperación. Ni siquiera la vida dura tanto.» Había interpretado a Laura Jesson una vez, en una obra bastante mala de una compañía de repertorio, en el Wolsey de Ipswich, o quizá fue en el Theatre Royal en Windsor. Ahora ya no importaba. En aquella época era demasiado joven para comprender qué significaba el sacrificio, qué le exigía el amor a una persona.

Un hombre malo quería hacerle daño a la niña del «Brilla, brilla, estrellita». Durante un instante creyó ver a su padre en el rostro de aquel hombre.

Y de pronto estaba girando y girando en el aire y se dijo que no iba a pasar nada, que las vías tampoco quedaban tan lejos, pero entonces el tren se metió en medio. Tilly la tontita.

El círculo de nuestra pequeña vida se cierra con un sueño. Le pareció que podía habérsele caído la peluca. Una no quiere verse poco digna al final. «Ojalá fuera la historia de algún otro, y no la mía.» Descendía dando vueltas y vueltas en el agua fría, con los cardúmenes de grandes peces plateados alrededor, escoltándola, protegiéndola mientras se hundía más y más, lentamente, hacia el fondo del mar. No temáis. Sus huesos eran ya de coral. Sus ojos, tan ciegos como perlas. Y el resto es silencio.

* * *

«Un ciervo herido salta más alto.» Cuando cruzaba el puente acristalado sobre las vías, Jackson vio el drama entero que se desarrollaba debajo. Reconoció el singular reparto de actores de aquella representación improvisada: la madre de Vince Collier, la mujer que le había robado el Saab, la niñita, Patachunta y Patachún. El único actor nuevo era el viejo que cayó bajo el tren con la madre de Vince Collier. Desde ahí arriba dio la sensación de que ella lo hubiese empujado. ¿Cómo era el título de aquella canción de Mary Gauthier? ¿Algo así como «Ten piedad ahora»?

En realidad, a Jackson no le gustaban los trenes. No le gustaban en absoluto.

Debería bajar, asumir el mando, hacer algo, ayudar a alguien. Cogió al perro, pues no costaba imaginar que acabara aplastado en medio de aquel caos de gente, y bajó a toda prisa por las escaleras mecánicas para internarse en el clamor del andén atiborrado. Vislumbró a la excursionista ladrona, con la niñita a la zaga. Se dirigió hacia otro tren, dejando más caos en su estela. Jackson corrió hacia ellas, pero el tren ya estaba saliendo. Vio a la niñita decirle adiós, formando estrellas con las manos hasta desaparecer de la vista.

Una mano en el hombro lo hizo dar un respingo. Brian Jackson. El falso Jackson, era así como había empezado a pensar en él. De alguna manera, Jackson, el de verdad, no se sorprendió.

—Esa Tracy Waterhouse es un pez escurridizo.

—¿Cómo dice? —preguntó Jackson, con los engranajes girando en el cerebro—. ¿Esa era Tracy Waterhouse?

—Pues vaya detective está hecho.

—No entiendo nada —repuso él; no sabía por qué no se hacía tatuar simplemente esa frase en la frente.

—Creo que los dos vamos detrás de lo mismo —dijo Brian Jackson—, solo que venimos de puntos de partida distintos.

La policía y el personal sanitario habían empezado a aparecer en escena.

—Vaya jaleo —comentó Brian Jackson—. Vámonos ya.

Jackson titubeó. ¿No debería estar echando una mano, o al menos prestando declaración sobre lo que había visto?

—Somos espectadores inocentes —dijo Brian Jackson animándolo a dirigirse hacia las escaleras mecánicas, como un perro pastor que instigara a una oveja obstinada—. Venga, hay alguien a quien quiero que conozca. Alguien que tendrá interés en conocerlo a usted.

—¿Quién?

—Mi cliente. Un hombre llamado Michael Braithwaite. A ambos nos gustaría mucho saber para quién trabaja.

—Me has llamado por teléfono —dijo ella.

—Así es —repuso Jackson.

—No me has mandado un correo electrónico o un mensaje de texto —continuó Hope McMaster—. Estás hablando conmigo, o sea que tienes noticias. ¿Qué ha pasado?

Todos los signos de exclamación habían quedado sofocados bajo el peso de la esperanza, una esperanza que pendía de un hilo.

—Bueno —empezó Jackson con cautela—. La cosa funciona así: buena, mala, buena, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

—En primer lugar, la buena noticia es que he descubierto quién es tu verdadera madre. La mala noticia es que era una prostituta y murió asesinada, y el asesino fue tu padre.

—Vale —repuso Hope—. Digeriré eso más tarde. ¿Y la otra buena noticia?

—Tienes un hermano.

Hope McMaster. Michael Braithwaite. Dos piezas de un rompecabezas, que encajaban a la perfección.

Hope McMaster era Nicola Braithwaite, la hermana de Michael.

(—¿Por qué no me lo dijo? —le había preguntado Jackson a Marilyn Nettles esa mañana.

—Usted no me lo preguntó.)

Nicola Braithwaite, una niña de dos años. No había habido mandamiento judicial alguno sobre ella, ni necesidad de incluirla en un programa de protección de testigos, porque sencillamente no existía. No iba al colegio, nunca la había visto un médico, Carol Braithwaite había evitado las visitas de pediatras y enfermeras a domicilio. Se mudaba de casa constantemente. Los vecinos ni siquiera conocían su existencia.

«Desaparecida», según Marilyn Nettles.

—No estaba en el piso cuando echaron abajo la puerta, de modo que no supieron que existía. Bueno, había algunas personas que sí conocían su existencia, por supuesto… Tuve que hurgar muy hondo para averiguarlo, pero nunca se lo conté a nadie. ¿Ha tenido una buena vida?

—Sí —respondió Jackson—. Supongo que sí.

—Oh, qué historia tan bonita —opinó Julia con lágrimas en los ojos.

—Bueno, solo el final es bonito —repuso Jackson—, no la historia en sí.

—Una criatura perdida y encontrada —dijo Julia—. ¿No es lo mejor que puede pasar en el mundo?

—Hope significa esperanza. Eso es lo que quedó en la caja de Pandora —concluyó Jackson.

21 de marzo de 1975

Cuando llegó al piso en Lovell Park, ella estaba de muy mal humor. Uno nunca sabía cómo iba a encontrarla: unas veces estaba más contenta que unas pascuas, y otras, sumida en la autocompasión y el desánimo. Cambiaba tan deprisa que en ocasiones eras testigo de cómo ocurría, veías transformarse su rostro. Que esa noche hubiera bebido no ayudaba mucho, porque era mala bebedora; cuando él entró por la puerta, ella le agitó una botella de vino barato en la cara a modo de saludo.

—Los críos duermen —dijo.

Solo Michael estaba en la cama, o eso se suponía, porque no había rastro de él. Nicola estaba en el sofá, donde se había quedado dormida. Tenía la cara y las manitas llenas de mugre, y el pijama sucio. ¿Qué esperanzas tenía aquella cría?

—Te he traído el dinero.

Le tendió un billete de cinco libras. Como si fuera un cliente. No se había acostado con ella en dos años, pero había errores que uno pagaba toda la vida. Ella no sabía quién era el padre del niño. Sin embargo, con la niña no tenía ninguna duda, decía. Cualquiera podría haber sido el padre de esa cría, le decía él, pero en el fondo de su corazón sabía que él era el padre. Y si lo negaba, ella acudiría a su esposa. Siempre lo estaba amenazando.

—Tenemos que hablar —dijo ella encendiendo un cigarrillo.

—¿Sí? —preguntó él.

Las fotografías estaban dispuestas en abanico sobre la mesita de café de cristal barato.

—Mira eso —dijo ella señalando una fotografía de los cuatro—, como una familia de verdad.

—En realidad no —repuso.

Ella había hecho salir a un joven que trabajaba en un puesto de pescado frito para que tomara la fotografía «de los cuatro juntos».

Llevaba desde Navidad insistiéndole en que hicieran una excursión, y habían acabado en Scarborough bajo un viento huracanado. El sitio estaba desierto. Al menos significó que las posibilidades de encontrarse con alguien que lo conociera fueran nulas.

Ella había corrido hasta la orilla para quitarse los zapatos y las medias y dejarlos tirados en la arena. Las medias dieron la sensación de que una serpiente hubiese mudado la piel. Corrió hasta el agua y danzó entre las olas.

—¡Por Dios, está helada, joder! —exclamó—. Venga, ven, que el agua está estupenda.

—No seas ridícula —dijo él.

—¡Cobarde! ¡Tu papá es un gallina! —le dijo al niño cuando corrió de vuelta a la playa.

—No me llames así —repuso él con irritación—. Yo no soy su padre. —Se había llevado aparte al niño para decirle—: No me llames papi, ni papá, ¿de acuerdo? Yo no soy tu padre. No sé quién es tu padre. Si tu madre no lo sabe, ¿por qué coño tengo que saberlo yo?

Ella se había comportado de forma impredecible; advirtió que le daba vergüenza estar con ella en público. «Soy muy exuberante», decía ella, pero a él le parecía que la cosa iba más allá; pensaba que igual tenía alguna clase de enfermedad mental.

Había llevado consigo una cámara, un trasto barato de segunda mano, e insistía en hacerse fotografías todo el rato. Él había tratado de evitarlo, pero al final había accedido a hacerse una para cerrarle el pico.

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