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Authors: Kate Atkinson

Tags: #Intriga

Me desperté temprano y saqué al perro (45 page)

BOOK: Me desperté temprano y saqué al perro
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—No tardaré —le dijo al perro, atándolo a una barandilla del jardín de Marilyn Nettles.

En la casa no había señales de vida. Le sorprendió, porque la mujer no parecía precisamente de las que amanecían temprano. La casa tenía el mismo aire de abandono que la de Linda Pallister. ¿Adónde demonios iban a parar todas esas mujeres desaparecidas? ¿Habría un agujero negro en algún sitio que estaba succionando mujeres de mediana edad? Tracy Waterhouse, Linda Pallister y ahora Marilyn Nettles. Y todas tenían alguna clase de conexión con Hope McMaster.

O quizá fuera algún tipo de conspiración y todos —Brian Jackson, Tracy Waterhouse, Marilyn Nettles, Linda Pallister— estaban implicados en el asunto. Jackson no sabía qué era ese «asunto», pero esa no era la cuestión, ¿no? En eso consistía precisamente resolver algo: en darle caza al «asunto», sujetarle los brazos sobre la cabeza y obligarlo a descubrir el pastel. Era como participar en un juego, un juego en el que no conocías las reglas o la identidad de los demás jugadores y no tenías muy claro el objetivo. ¿Qué era él, un títere o un jugador? ¿Se estaría volviendo paranoico? («¿No lo eras ya?», oyó decir a Julia.)

Se puso a cuatro patas y escudriñó a través de la gatera. Solo había aire muerto.

—No va a caber por ahí —dijo una voz.

Marilyn Nettles entró en el jardín cargada con bolsas de plástico de Somerfield. Jackson oyó el tintineo de cristal contra cristal. Nada de agujeros negros, entonces, o mujeres en peligro; solo era una alcohólica vieja y demacrada que había salido a hacer la compra.

—¿Qué pasa ahora? —quiso saber.

—¿Cuántos hijos tenía Carol Braithwaite?

Se marcharon de Whitby. En autobús.

Jackson se sentó en el piso de arriba y admiró el paisaje. El perro se tendió a sus pies. Volvían a Leeds, el sitio donde había empezado todo. El sitio donde todo acabaría, si él tenía algo que ver en el asunto. En Scarborough, cambiaron del autobús a un tren. No le gustaban los trenes. Aún veía imágenes del accidente, tenía desagradables alucinaciones sensoriales: el olor a aceite ardiendo y cables quemados, el chirriar de metal contra metal. No había vuelto a subirse a un tren desde entonces.

Una mujer había perdido el control de su coche, el coche se había salido del puente y caído a las vías, donde hizo descarrilar el tren. Hubo quince muertos. La mujer tenía un tumor cerebral que le había provocado una embolia. Un montoncito de células traviesas fue cuanto hizo falta para matar y mutilar
en masse
. Por falta de un clavo.

En realidad, a Jackson no le gustaban los trenes.

* * *

Había desayunado en casa. Llevaba tiempo sin hacer algo así: solía apurar una taza rápida de café y salir hacia Millgarth. Antes, Barbara siempre se preocupaba cuando lo hacía, «te hace falta desayunar bien, todo el mundo sabe que es la comida más importante del día» y bla, bla, bla. Ahora ya no decía nada.

—Me apetecen huevos con beicon —anunció Barry.

Barbara le puso el plato delante.

—¿Tú no vas a comer?

—No tengo hambre —contestó ella, pero se sentó delante de él y tomó su desayuno habitual a base de Valium y té. Iba vestida con un elegante traje de chaqueta, con el cabello alisado y peinado hacia atrás.

—Gracias, cariño —dijo Barry cuando hubo rebañado el plato con un pedazo de pan. Se levantó, apuró el café y añadió—: Bueno, pues me voy.

—Hoy lo sueltan —dijo Barbara con tono inexpresivo.

—Ya lo sé —repuso Barry. Trató de despedirse de Barbara con un beso, algo que llevaba mucho tiempo sin hacer, pero ella logró esquivarlo y él acabó dándole unas palmaditas en el hombro—. Bueno, pues adiós.

Dos años antes, Barbara había invitado a Amy e Ivan a cenar; se pasó el día entero preparando complicadas recetas de Delia, y luego Barry se pasó toda la velada diciéndole a Ivan que era un vago. Estaba perdiendo su negocio, iba a declararse en bancarrota; ese era el hombre que había prometido proteger y mantener a su hija.

—¿Barry? ¿Qué tal te va? —saludó cuando él les abrió la puerta.

Detestaba que Ivan lo llamara «Barry», como si fueran amiguetes del pub, como si fueran iguales.

—No esperarás que te llame señor Crawford, ¿no? —decía Barbara—. Es tu yerno, por el amor de Dios.

De hecho, se dijo Barry, hubiese preferido que Ivan lo llamara «comisario».

—¿Qué tal un aperitivo? —propuso Barbara cuando se hubieron quitado los abrigos y dejaron a Sam en la cuna en el piso de arriba.

Barbara había comprado duplicados de todo —cuna, silla para el coche, trona, sillita de paseo— para su propia casa, imaginando una vida entera ejerciendo de canguro.

—Estupendo, Barbara —repuso Ivan frotándose las manos—. Tomaré un vino blanco.

Barry sabía que lo ponía nervioso, pero no le importó, y antes de que Barbara hubiese llegado siquiera a sacar el chardonnay de la nevera, había empezado a hacer comentarios sarcásticos en voz baja.

—Papá, para —le dijo Amy tocándole el brazo.

Ivan miró con aprensión a Amy por encima del pastel de requesón y chocolate de Delia. Tenía la expresión de un hombre a punto de saltar de un acantilado. Se aclaró la garganta.

—Nos estábamos preguntando, Barry… Amy y yo, si podrías hacernos un préstamo de diez mil libras para ayudarnos a remontar un poco.

Barry sintió deseos de molerlo a palos allí mismo, en la mesa.

—He trabajado muy duro toda mi vida —soltó, dándose aires de patriarca—, y ahora quieres que te dé mi dinero porque eres un inútil y un despilfarrador. ¿Por qué no te limitas a eliminar al intermediario y te pules toda la pasta?

Amy se levantó de un brinco de la mesa.

—No pienso quedarme a oír cómo insultas a mi marido, papá. —Y corrió escaleras arriba a sacar a Sam de la cuna.

Antes de que Barry se diese cuenta siquiera, su hija estaba fuera poniéndole el cinturón a su nieto en la sillita del coche.

—De verdad, papá, qué cabrón llegas a ser a veces.

Barbara estaba de pie en el umbral, con cara de estatua, mirando fijamente el coche.

—Ivan ha bebido más de la cuenta, no debería conducir. Todo esto es culpa tuya, Barry, como de costumbre.

Le habría dado cualquier cosa a su hija, y se había echado atrás ante un mísero préstamo de diez mil libras. Podría haber dicho que sí, podrían haber abierto una botella de algo con burbujas para celebrarlo y haberse comido el pastel de requesón y chocolate. Y Barbara podría haber dicho: «Oh, no puedes conducir en ese estado; las camas están hechas, será mejor que os quedéis a dormir», y Barry podría haber subido a darle un beso de buenas noches a su nietecito dormido. Pero no fue eso lo que pasó, ¿no?

Cuando entró en la comisaría de Millgarth casi arrolló a Chloe Pallister, que estaba tan agitada como un hormiguero en pleno ataque.

—Mi madre ha desaparecido —anunció.

—¿Que ha desaparecido?

—Desde la noche del miércoles. Fui a su casa, no había ni rastro de ella, no ha ido al trabajo, nadie la ha visto.

Barry recordó que Amy había arrojado el ramo de novia con la intención de que lo cogiera su mejor amiga, pero Chloe se las había apañado para tropezar con sus propios pies embutidos en satén naranja y otra chica más competitiva se había hecho con las flores.

—¿Notaste si faltaba algo? —preguntó.

—Su pasaporte.

—Su pasaporte —repitió Barry—. Bueno, pues si falta el pasaporte, lo más probable es que se haya fugado a algún sitio.

—¿Fugarse? ¿Mi madre?

Realmente no sonaba muy probable, Linda no era de las que se fugaban. Aun así, Barry insistió; era la explicación más fácil.

—Ha mandado a la porra esta vida de mierda y se ha ido a vivir a una playa en Grecia. En este momento es probable que esté sentada en alguna taberna haciéndole ojitos a un camarero, confiando en que le pase más o menos lo mismo que a Shirley Valentine.

—No, mi madre no —repuso Chloe rotundamente.

—Bueno, todos somos capaces de sorprendernos a nosotros mismos a veces, cielo.

Sentía la cabeza como un bombo. No tenía fuerzas para algo así. Tenía cosas que hacer. No hagas prisioneros, no dejes cuerpos atrás. Lleva a Chloe Pallister a una sala de interrogatorios y dile que alguien vendrá a tomarle declaración. Déjala ahí y luego olvida decírselo a alguien.

Gemma Holroyd asomó la cabeza por la puerta de su despacho.

—Para su info, jefe, el laboratorio ha comprobado que el ADN de la escena del crimen de Kelly Cross coincide con el de la fulana de Mabgate.

«Info», pensó Barry; cómo odiaba esa clase de palabras. Ni siquiera era una palabra completa.

—¿Qué pasa con la tercera, la del cine en Cottage Road? —quiso saber.

—Aún no han mandado los resultados.

Cuando volvió a quedarse solo, Barry se sentó al escritorio, encendió el ordenador y empezó a redactar sus últimas voluntades.

Estaba dando los últimos retoques al testamento cuando alguien llamó a la puerta. Se abrió antes de que le diese tiempo a decir «Adelante».

—Otra vez usted —dijo Barry—. Me gustaría saber a qué está jugando. ¿Qué quiere exactamente?

—¿La verdad? —repuso Jackson Brodie.

* * *

—Inspectora. Adelante.

Harry Reynolds sostenía la puerta abierta con un trapo de cocina en la mano, la imagen misma de la felicidad doméstica.

El calor de invernadero de su casa se notaba en cuanto uno trasponía el umbral. Y el aroma a café bajo un olor más intenso a manzanas y azúcar.

—Estoy preparando un pastel de manzana para la comida de mañana domingo —dijo Harry Reynolds, y añadió—: ¿Qué le ha pasado en la cara?

—Me metí en una pelea con un airbag.

Él bajó la vista hacia Courtney, un hada bastante maltrecha.

—Hola, pequeña, a ti también se te ve un poco desmejorada. ¿Qué, no funciona muy bien la magia? Tu «mami» va a tener que comprarte una varita nueva, ¿no es así, mami? —añadió, arqueó una sarcástica ceja mirando a Tracy y cambió el tono de voz para decirle—: No pueden viajar de esa manera, da la sensación de que vengan de la guerra. Usted y el patito feo necesitan ropa decente. No les conviene llamar la atención.

Tracy imaginó, con demasiada facilidad, cómo sería estar a las malas con Harry Reynolds. Aterrador. Pero ella ya no estaba en condiciones de sentir terror ante nada.

«Patito feo», ¿cómo se atrevía a decir eso? Debería haberle dado un tortazo, ahí mismo, en su sala de estar demasiado recargada y calentita. Haberlo arrojado a su caro estanque de carpas, y dejar que Harry Reynolds nadase con los peces. Pero en lugar de eso, le dijo:

—Sí, gracias por el consejo, Harry. Por desgracia, he tenido que dejar atrás mis maletas de Louis Vuitton, y todos mis vestidos de Gucci estaban dentro.

—¿Tiene problemas, inspectora? ¿Más que antes? Si eso es humanamente posible, claro. No quiero problemas en mi casa, asegúrese de mantenerlos lejos de mí.

—¿Es eso una amenaza?

—Solo un consejo de amigo. —Contempló el feo reloj con forma de sol en la pared y añadió—: Susan no tardará en llegar con Brett y Ashley. Pasan por aquí de camino a Alton Towers. —Dejó caer aquello con la intención de que supusiera una amenaza. Nada de bollos, esta vez. Era una visita estrictamente de negocios—. Además, tengo que ir a un funeral.

Harry Reynolds sacó un sobre manila grande y grueso de su aparador G Plan de los sesenta.

—Está todo aquí dentro. Pasaportes nuevos, partidas de nacimiento. Una dirección en Ilkley… No tiene sentido fingir que no es de Yorkshire, se delatará con solo abrir la boca… Hay recibos con esa dirección, así podrá abrir una nueva cuenta bancaria allá donde vaya. Era a Francia, ¿no? Debería ir a algún sitio en que no tengan extradición. También tiene un nuevo número de la Seguridad Social y, como detalle extraordinario, un perfil en Facebook, y le alegrará saber que tiene ya diecisiete amigos. Bienvenida al mundo feliz, Imogen Brown.

Tracy le tendió un sobre repleto de billetes.

—Un asunto caro —comentó.

Era el segundo sobre de la semana, y ese contenía mucho más dinero que el primero. Desde luego había pasado a engrosar las filas de la economía a tocateja.

—No está en posición de regatear, inspectora.

—Solo lo comentaba.

—¿Le ha dado instrucciones a su abogado de poner en marcha la venta de la casa?

—Sí.

Exhaló el clásico suspiro del empresario sufrido.

—Es un peñazo que hagan falta semanas para comprar o vender una casa, con todos esos peritajes e inspecciones. Tanta burocracia resulta ridícula. Debería bastar con el dinero y la palabra de un hombre. Y no me venga con lo de la normativa para impedir el blanqueo de dinero. Qué atrás quedan ya los buenos viejos tiempos en que uno podía salir simplemente y comprarse una bonita propiedad inmobiliaria con el dinero que llevaba en el bolsillo.

—Sí, aquellos buenos viejos tiempos —repuso Tracy con ironía—. Todo el mundo los echa de menos, en especial los delincuentes.

—No está en situación de arrojarle piedras a nadie, inspectora. En cualquier caso, no se preocupe; puedo hacer que la cosa se agilice. Que se haga expeditivamente, tengo entendido que se dice. Bonita palabra. Manténgase en contacto con su abogado. Si el abogado me vende la casa a mí, apartaré una cantidad a modo de comisión, por así decirlo, y le ingresaré el resto en esa nueva cuenta bancaria que va a abrir.

—Me deshice del teléfono móvil.

—Muy sensato por su parte. Hoy en día lo encuentran a uno en cualquier parte, si lleva un teléfono. Espere —añadió, y salió de la habitación.

Tracy lo oyó moverse de aquí para allá en el piso de arriba. Courtney tenía la cara pegada a las puertas de cristal del jardín y observaba el estanque de peces. Tracy vislumbró un gran pez con vetas azules y blancas que se deslizaba de aquí para allá como un submarino.

Harry Reynolds volvió con una bolsa llena de ropa.

—He metido unas cuantas prendas de Ashley y de mi esposa. Era una mujer robusta, deberían ser de su talla. A estas alturas tendría que haberme deshecho de sus cosas, haberlas llevado a una organización benéfica o algo así. Susan no para de decírmelo. No le gusta ver las cosas de su madre por ahí, cuando viene.

Encorvó los hombros, y de pronto no fue más que un anciano viudo. Advirtió la huella de suciedad de la cara de Courtney en el cristal de las puertas del jardín y sacó distraídamente un pañuelo para limpiarla.

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